16 de noviembre de 2010

Gravitar, levitar y crecer

La vida nos reporta no pocas sorpresas. Yo, que soy bajita y, además, la mímica que me caracteriza y el sol que me fascina aunque me mate, me han hecho cosechar un montón de arrugas en mi rostro desde muy jovencilla, resulta que podría haber evitado lo uno y lo otro si hubiera sido astronauta. Al respecto de mis arrugas, me dicen siempre que a mí no se me ven las arrugas, que se me ve a mi. Nada más. Hasta mi hija me lo dice: "Mamá, tú eres muy expresiva y, cuando hablas, la gente se fija en ti, no en tus arrugas". Pues será verdad, -vaya un consuelo-.
El asunto me hace recordar a Pedro Duque y sus viajes espaciales. Dicen los expertos que los astronautas, cuando regresan a tierra tras sus viajes por el espacio, lo hacen con tres centímetros más de estatura y sin arrugas. Tiemblen las firmas como Corporación Dermoestética o la Buchinguer ésa de Marbella, donde va Carmen Sevilla para reducir kilos y quitarse los pliegues cutáneos que le sobran. Nos hacemos todos astronautas y ¡hale! a triunfar en la tele.
Cuando yo era pequeña, recuerdo, soñaba con ser princesa. Incluso, escribí, hace algunos, años un relato que lo titulaba así “Ser princesa”. Me volvían loca las historias de las princesas de los cuentos de “hadas” con las ranas que se convertían en príncipes encantados, solo porque la campesina, superando la natural repugnancia, daba un beso en la piel del “anuro”. Tras el ósculo, un joven con leotardos tipo torero, botas almenadas en los bordes, por la mitad del muslo, a juego con la esclavina y melena por los hombros, hacían desmayar a la chica que despertaba, como no podía ser de otra forma, merced al beso que le daba en la frente el aparecido. ¿A que se imaginan la escena?

Tras el milagro, se casaban, eran felices y comían perdices. Ante tal panorama y con aquellos años, ¿quién no quería ser princesa?.
Más adelante, quise ser escritora, mi verdadera vocación. Me moriré y mi vocación se enterrará conmigo. Sin embargo, en ello ando, permanentemente. Y corrieron los años sesenta y era yo una pimpollita cuando Neil Armstrong pisó la luna. Para entonces ya me fascinaban a mí aquellos viajes. Les confieso, sinceramente, que me hubiera gustado ser protagonista de alguno de aquellos periplos espaciales. Sí, sí, yo quería ser astronauta. Lo digo completamente en serio. Me veía gravitando y levitando, al mismo tiempo, con mis cabellos rizados, extendidos como escarpias en el interior de la cápsula espacial a modo de la Bruja Averías, ¿recuerdan?. Pero la lógica, la madurez y mi aversión por las ciencias numéricas me hicieron comprender que mi camino no era ese. Pero mire usted por donde, ahora resulta que los astronautas crecen y les desaparecen las arrugas. Precisamente, a mí, que me faltan centímetros y me sobran arrugas, como digo. ¡Mecachis! ¿Estaré todavía a tiempo de hacer un master o cursillo acelerado de esos para hacerme ingeniera aeronáutica? ¡Qué cosas... !

14 de noviembre de 2010

El torero

Hoy he ido al primer concierto de Jazz de la temporada. Fantástico. Me acompañaba mi amiga Esmeralda a la que le ha salido una joyita de novio. Un torero malagueño que vive en Salamanca.
Mi amiga me dice que no comente lo del noviazgo con el torero, porque ¿qué diría la gente? Por Dios, mira que echarse de novio a un torero.....! Lo conoció por casualidad, al salir de una tienda de perfumes. Ella salía de comprar el suyo favorito y el torero entraba a comprar, ¡vaya usted a saber!. Tropezaron, el perfume de mi amiga cayó al suelo con tal violencia que al abrir el paquetito de había roto. El torero no sabía como disculparse. Le pidió que entrara de nuevo a la tienda para comprarle otro. Hablaron, hablarlon, hablaron, fueron a la cafetería más próxima a tomar un café y se hicieron novios. Así. No me ha querido contar más detalles porque no tengo excesiva confianza con ella. Le dije que era muy interesante tener un novio torero pues la vida de éstos debe ser apasionante, todo el día entre campos de encinas y reses bravas, dando muletazos a diestra y siniestra, organizando capeas para los amigos. Salamanca es una tierra de toreros y de bravura. La Universidad le da la fama pero los toros le proporciona muchos ingresos.
Le comenté que yo tengo un amigo torero, bueno, tengo una amiga neoyorquina residente en España casada con un torero al que conoció mientras le hacía una entrevista. Ella es periodista. Se enamoraron y se casaron, como hicieron Camilo José Cela con Marina Castaño, la inefable Marina, persona nada grata en toda la Península Ibérica.
Le comenté a mi amiga que hace dos veranos, encontrándome por Extremadura con un grupo de periodistas en un viaje de prensa donde iban la neoyorkina con su torero, nos atrevimos a recorrer el río Alagón en piraguas para salvar unos cuantos rápidos. Mi hermana Toya se subió conmigo y con el torero en la misma piragua. El torero en el centro y nosotras dos en los extremos. Nosotras remábamos. Nos advirtieron que no debíamos agacharnos cuando la piragua, debido a la corriente se precipitara sobre las frondosas orillas del río. Fue emocionante hasta que, en un momento dado, y debido a la corriente el torero se movió más de la cuenta y nuestra piragua volcó. Estuvimos unos momentos, larguísimos, debajo del agua con la piragua sobre nuestras cabezas. Cuando por fin pudimos subir fuera del agua vi que el torero estaba lívido, acojonado. No se movía. Le dijimos que estuviera tranquilo pues llevaba salvavidas. Ya fuera del agua yo me di cuenta de que mis gafas de sol, recien compradas, se las había llevado la corriente. Mi hermana perdió su sombrero y el torero nos dijo que había perdido el miedo. Confesó que había pasado más pánico que ante todos los toros a los que se había enfrentado en la plaza.
Mi amiga se sonrió complaciente. Su novio torero, cree, no se subirá jamás a una piragua.
Por favor, me pidió, no se lo cuentes a nadie. Sólo aquí, en este sitio, casi secreto.

6 de noviembre de 2010

Mi abuela Tomasa

Esta misma tarde fui con mi madre a nuestro pueblo. En realidad fuimos a nuestros tres pueblos. En uno nació mi padre, donde tenemos la casa de verano, en otro a dos kilómetros de distancia está el pueblo de mi madre donde todavía tiene allí su patrimonio, incluida una casita que se inició y el albañil no terminó y así sigue, entre zarzas y maleza. Y por último está nuestro pueblo y cuando digo nuestro, me refiero el lugar donde nacimos mis hermanos y yo, que está situado en medio de los dos. Los tres, distan entre sí, un kilómetro. Se recorren, a paso ligero en veinte minutos y en coche, en cinco.
En esos tres pueblos crecí, deambulé, iba a casa de mis abuelos paternos y maternos casi a diario, a verlos, simplemente, a por uvas, a por pan, patatas...todo lo que hacían o cultivaban pues eran labradores y vivían del campo. Mis padres y mis hermanos vivíamos entre las dos pequeñas poblaciones, en el Poblado, el Salto de Ricobayo, construído expresamente para los empleados que trabajaban en la empresa hidroeléctrica donde trabajaban . Mi vida transcurría apaciblemente en estos tres sitios mientras iba descubriendo la verdadera Vida, la descarnada y la edulcorada. Allí descubrí los primeros besos de enamorados que se daban un chico y una chica, escuché también por primera vez los gritios de una parturienta y presencié, junto a otros muchos niños el primer apareamiento de dos jóvenes detrás de una peña. También descubrí apareamientos en perros, vacas y ovejas. Y veía a los muertos con sus caras verdosas o amarillentas y que, lejos de asustarme, me detenía en mirarlos con atención cómo estaban colocados, siempre de la misma manera. Hombres y mujeres con las manos cruzadas sobre el pecho, el rosario entre los dedos, vestidos con sus mejores trajes. Algunos llevaban un pañuelo en torno al rostro y anudado en la cabeza. Yo creía que sería porque le dolían las muelas. Después supe que era para que se les cerrara la boca pues algunos, al morir, se les quedaba abierta.
Los muertos estaban siempre sobre sus camas y la gente, alrededor, rezaba y lloraba, los niños correteaban entrando y saliendo sin que nadie les dijera nada.
Me dice una amiga mía que el tema de la muerte me atrae y me doy cuenta de que la parca es un tema constante en mi vida pues me dejo llevar como me estoy dejando llevar ahora sin darme cuenta. Y no quería escribir de la muerte hoy, sino de mi abuela materna. Al pasar por el cementerio, que queda al lado de la carretera, mi madre recordó a sus padres que están allí enterrados y me dijo: "Este año no hemos venido por los Santos". No, -espondí-. Yo estaba de viaje, mi hermana se fue a jugar al golf y los demás hermanos viven fuera. Y empezamos a hablar de mis abuelos. Y yo me acordaba de mi bisabuelo, que sabía latín porque era cura y que mi abuela, sin embargo, no sabía escribir. Nunca supo escribir, pero sabía calcular las cifras con una precisión increíble. Mi abuela era una mujer inteligente, inteligentísima, diría yo, tenía una conversación agradable y sus razonamientos eran verdaderos ensayos filosóficos. Era
admirada por todos los vecinos, por toda la familia y que mantuvo a mi abuelo permanentemente enamorado.
Mi abuela, murió, creemos, con 104 años, aunque ella no tenía muy clara su edad pues, al nacer, sus padres, el cura y el ama, tuvieron que dejarla al cargo de una buena familia con intención de recogerla más adelante, pero me imagino que las cosas no debían ser fáciles por entonces y no lo hicieron. Más adelante, murió la mujer que la cuidaba y la llevaron al hospicio con ocho añitos. Al poco tiempo tuvo la suerte de ser adoptada por un matrimonio que no tenía hijos y querían una niña como ella para que les ayudara y cuidara cuando fueran viejos. Y allí comenzó la vida de mi abuela y, por ende, la mía propia. Mi abuela fue muy feliz con sus benefactores, creció, se enamoró, se casó, bien casada con mi abuelo, nacieron mis tíos y nació mi madre. Son muchas las historias que mi madre nos cuenta de sus padres, de sus vidas, de sus andanzas. Mi abuela, al parecer, ni siquiera se enteró de que tuvo la menopausia. Mi madre que se quejaba tanto de los sudores, de las molestias que la retirada de la regla conlleva, oía decir a mi abuela: "De todo os quejáis, en mi vida tuve yo semejantes menopausias". Mi abuela era de hierro, jamás le pusieron una inyección, jamás tuvo un catarro y jamás anduvo encorvada. Siempre derecha como una vela. Murió una tarde de verano, tras haber pasado una velada de conversación con mi madre y mi tía. Dijo, al irse a la cama, que sentía frío. Dobló las piernas y expiró. Y se orinó. Fue la primera vez que se le escapó, cuando se escapó su vida.

El Papa y Vargas Llosa

Cuando escribo lo que sigue, el Papa debe estar durmiendo, descansando de la jornada de hoy en Santiago de Compostela. Mañana le espera otra intensa jornada en Barcelona para consagrar la Sagrada Familia de Gaudí, ese grandioso monumento que se empezó a construir en 1882 cuando se colocó la primera piedra el 19 de marzo de aquél año.
Por la televisión, la cadena 1 en su Informe Semanal, uno de los mejores espacios televisivos españoles, entre otros temas, un amplio reportaje sobre Vargas LLosa, con motivo de haber sido galardonado con el Nobel de Literatura. Sin pretenderlo, ambos personajes, el Papa y el escritor peruano han coincidido en sus mensajes. El Papa ha criticado abiertamente el creciente laicismo de la sociedad española, su falta de espiritualidad y de conciencia, la indiferencia de las clases privilegiadas hacia los más débiles. Mario Vargas Llosa hablaba de su última novela y de los estragos que se hicieron contra los nativos del Congo Belga. Decía el escritor que la misión de cualquier hombre es denunciar los atropellos que se cometen contra la humanidad, las torturas, las mutilaciones, el trato vejatorio contra aquellos esclavos que se vieron sometidos por la fuerza de los colonizadores. "El sueño del celta", el título de la novela a la que hace referencia el escritor, despierta mi curiosidad, despierta mi piedad y hace que se entrecrucen mis sentimientos entre mi "creciente laicismo" y mi falta de fe y, por otro lado, mi exacerbado malestar hacia el dolor y las desigualdades, mi irritación permanente ante la indiferencia y frialdad de los que siguen adscritos a una religión que atestigua que la fe es creer en lo que no vimos.
Seguir creyendo en lo que no se ve es una de las pruebas más duras a las que se somete el hombre de bien que, cada día, ha de comulgar con "ruedas de molino" para seguir tragando lo que desde tantas fuentes emponzoñadas le dan de beber.