Por fin ya estoy en mi casa. Regresé a España tras mi estancia en Ecuador, un país que intuyo fértil, salvaje, natural y sublime, un país que me hubiera llenado, no sólo la mirada sino también el alma y sin embargo he vuelto vacía, estéril porque mi estancia en Ecuador se ha reducido solamente a Guayaquil y a una zona de playas maravillosas donde parece que ni siquiera el hombre, el hombre civilizado, haya puesto allá sus pies. Todo era mar y arena, conchas hermosas, conchas que la madre naturaleza quiso grabarlas con una estrella como si hubiera sido hecha por el mejor, por el más delicado de los artistas. Pero las conchas son así, con su estrella y sus agujeritos para que una se las lleve con la ilusión de hacerse un colgante. Recogí de la arena de la playa unas cuantas pero la mayoría se rompieron. Conseguí traer conmigo, como si de un tesoro se tratara -es un tesoro- ocho de estas conchas. Han viajado conmigo desde Guayaquil hasta Cali, soportando la inspección policial, incluso quise mostrárselas a un policía que las miró sorprendido, ni él las conocía. De Cali a Madrid, diez horas más de vuelo y otras dos horas de tren hasta Zamora. Y aquí tengo mis tesoros para construir algo hermoso. Quiero colocarlas sobre una tabla de madera y unirlas una a una por un sedal para que cuelguen, para que al mirarlas, reciba la brisa del Pacífico, ese Pacífico que consiguió serenarme, que me permitió que mis pies se acariciaran con las arenas de sus playas, ese Pacífico cálido, ese Pacífico que, en la noche, guió mi paseo bajo la luna hermosa reflejada en sus aguas mientras la conversación fluía sin sentir.
He permanecido casi todo el tiempo en la ciudad de Guayaquil, una ciudad de mil caras, de cien mil sensaciones, una ciudad de contrastes donde conviven las nuevas y modernas infraestructuras con periferias marginales, con gentes en su mayoría mostrando un decidido mestizaje. Una ciudad aparentemente ordenada y limpia donde apenas se fuma. No fuma la gente. Me dijeron que la campaña antitabaco había sido muy fuerte y que consiguió convencer a la población, una población generosa y celosa de su ciudad que ha conseguido una transformación llamativa gracias a que sus impuestos, por pura voluntad, han ido a parar a su ciudad. El alcalde, hace diez años les dio a elegir si querían que sus impuestos fueran al estado o a la ciudad y optaron por esto último. El resultado a la vista. Lo que antes fue un estercolero por donde campaban las ratas y el olor a pescado podrido mareaba hasta el desmayo, lo que antes fuera prostíbulo hoy es lugar de paz, de ocio, de cultura, de espectáculos, de encuentro y comunicación, de orgullo. De orgullo sí. El Malecón de Guayaquil es todo un espectáculo que se extiende a lo largo de dos kilómetros y medio luciendo en altivas estatuas a todos los presidentes desde que se fundó la ciudad. Desde el Malecón, a un lado el río Guayas, hermoso y cimbreante, al otro los modernos edificios que compiten en elegancia y armonía. Al fondo, el famoso cerro de Santa Ana plagado de casitas de colores que se muestran como mosaico multicolor. Otro logro de su alcalde. Un lugar turístico de gran atractivo al que se accede a través de cuatrocientos y pico de escalones perfectamente empedrados y divididos por una baranda de hierro, a ambos lados las casitas de madera rehabilitadas, pintadas, decoradas con gusto. Van apareciendo las cafeterías, los restaurantes, las tiendas de artesanía, las galerías de arte. El arte en Guayaquil es una constante, como es una constante la actividad cultural. Se suceden los conciertos a diaro, los cuentacuentos. Hasta Guayaquil llegan artistas de lejanas tierras para satisfación de los guayaquileños. Por suerte vi a Luís Eduardo Aute. Su esposa estudió conmigo en Madrid hace ya muchos años. Yo sabía que permanecían juntos pero lo que no sabía es que su esposa es de Guayaquil. El propio Aute dijo que había encontrado una ciudad bellísima que nada recordaba a la que él dejó hacía ya varios años. Aute me emocionó con su pose y actitud de poeta y filosófo. Nos habló de sus nuevas canciones y de lo que le había sugerido cada una de ellas. Aute es poco grato a los gobiernos españoles porque es crítico con el Poder, con la injusticia, con la corrupción. Nos contó la historia de una nueva canción que compuso en Atenas, poco antes de las revueltas.Él estaba en casa de un amigo en una hermosa terraza, cenando frente al monte Licabeto (yo lo visualizaba mientras tanto) había gatos alrededor (en Grecia hay muchos) y cantaba cantaba.
Junto a mi hotel, la hermosa catedral neogótica, pegadas pared con pared. Desde el recinto del jardín donde está la piscina, una iguana gigante la preside y entra la frondosa vegetación que recorre la fachada de la catedral permite ver las agujas góticas y una vidriera que me mira con su mirada de colores. A pocos metros el parque de las iguanas. Cientos de iguanas reposan sobre el césped, reptando por los troncos de los árboles, amontonadas unas sobre otras mientras las palomas corretean junto a ellas, picotean y muestran una grata pacífica convivencia. Me dijeron que no salen del recinto del parque porque el ruido de los coches las asusta. Por la noche todas se esconden en las ramas de los árboles. El suelo limpio. Las iguanas se han recogido para dormir.
Guayaquil se ha metido dentro de mí pero se me ha escapado la Amazonía, se me ha escapado Quito, Las Galápagos, Cuenca, Baños, Manta, la sierra, la montaña, se me escapado ese mundo fascinante vírgen, ajeno a la civilización, feliz por estar feliz de lo que es, de lo que tiene, de lo que significa. Será para el año que viene. Si Dios quiere.
3 de octubre de 2013
12 de agosto de 2013
El aroma
Hoy he vuelto a nuestra casa quemada, a nuestro jardín que ya no lo es. La hierba se ha secado, los árboles muestran hojas renegridas y retorcidas. La parra ha crecido victoriosa y se entromete por aquí y por allá. Cuelgan las uvas, que no comeremos, en racimos que tocan el suelo. Para llegar a la casa quemada hay que pasar levantando las ramas haciendo un arco para poder llegar al hueco de la puerta. Todo permanece igual que aquél infausto nueve de marzo, día maldito en que el fuego arrasador nos dejó sin nuestro refugio de verano, sin aquella sensación placentera bajo los pies al caminar sobre la tarima de madera, sin el crepitar de las llamas sobre la chimenea, sin el ruido de cacharros en la cocina mientras se preparaba el desayuno. Todo sigue igual, desoladoramente igual. Y pese a esa desolación mi madre quiere ir, quiere regar los árboles. Curiosamente permanecen imperturbables los cuatro troncos cortados que yo pinté de vivos colores a los que puse el nombre de cada hermana. Allí siguen esos cuatro tótems risueños, mirándome agradecidos por haberles dado vida. Aguantan inmutables las inclemencias del tiempo: las lluvias y el viento, el sol abrasador, la indiferencia absoluta del jardín que ya no lo es.
Mis pasos me llevan al interior de la casa ya sin techo, el cielo raso de tejado, las ventanas sin marcos ni cristales se burlan de mí. Las paredes descarnadas se desnudan sin pudor mostrándome el adobe de la parte superior, la escalera de granito sin barandilla muestra, como diente de vieja, su único barrote ennegrecido. ¿Qué somos,me pregunto, quién soy yo ahora, despojada de una parte de mi propia esencia? La casa era el lugar donde mis hermanas y yo discutíamos, reíamos, nos encelábamos porque mi madre parece que quería más a una o a otra. Sufríamos sí, pero compartíamos. La casa era como el claustro materno, útero sublime en el que nos sumergíamos cada verano. Le he dicho a mi madre que no me haga ir allí, que no quiero ver lo que veo, que no quiero sentir más lo que siento.
Esta tarde hemos estado otra vez con mi madre. Otra vez juntas, pero no en nuestra casa quemada, sino en el pueblo de mi madre, a unos dos kilómetros de distancia donde estaba nuestra casa. Hemos ido a ver la casita que le están haciendo a mi madre, un proyecto aparcado desde hacía varios años y que parece que esperaba a que algo terrible ocurriera para que tomara cuerpo. Mi madre nos sorprende cada día, nos insufla su fuerza y su ilusión. Mi madre va a hacer 90 años en marzo pero quiere disfrutar de su nueva casa. Ha hecho que le coloquen un poyo de piedra junto a la puerta, en la calle para poder charlar con las vecinas. La casa es como una sinagoga, porque hace algunos meses pude conocer una en Baeza, en la Provincia de Jaén y para acceder a ella había que introducirse a través de otras casas y, oh milagro, la singular sinagoga. Para llegar a la casita hay que acceder a través de unas paredes de piedra que conducen a la casa/sinagoga. Mi madre ha conseguido contagiarme su entusiasmo, entusiasmo que tiene fecha de caducidad porque la vida también tiene fecha de caducidad y ya no vivirá mucho más. Pura lógica. La suerte de mi madre es que se irá haciéndonos, todavía, mucha falta. Mamá, le dije no hace mucho: tienes la suerte de que no eres un estorbo, de que nadie quiere que te vayas.
Nos iremos a bañar a la playa todos los días, bajaremos andando con un pareo y muchos días comeremos en el bar, dice-. El día 15, día de la fiesta la acompañaré a misa para ver si soy capaz de oler los mismos aromas, sentir la misma brisa caliente mientras nos aproximamos a la iglesia, A ver si soy capaz de volver a sentir mi infancia y adolescencia dentro de mi pecho.
31 de julio de 2013
El concierto
Quisiera escribir los textos más bellos esta noche. Arrancar el silencio de lo má profundo del Duero y escuchar la voz del molinero al otro lado, cuando, entre cánticos, llamaba con dulzura a su esposa que tendía la ropa sobre la verde pradera de la orilla.
Esta noche, hubiera querido escribir los más bellos cuentos sentada en uno de los poyos que se encuentran al lado de la iglesia de San Claudio. Sí, hubiera querido cantar yo también y que despertaran las figuras que adornan los capiteles de las columnatas de la iglesia. Esta misma mañana me adentré en el templo y recorrí con mis ojos la belleza que guarda su interior, la piedra blanca en perfecta armonía, la imagen del Cristo del Amparo a la izquierda, esperando un año entero a ser sacado de la iglesia para procesionar junto a los ciento cincuenta hermanos que conforman la procesión. Silencio en el interior del templo, como silente están mis labios y callada mi boca.
Hoy han discurrido mis pasos por el rumoroso barrio de Olivares y en el puente de piedra me he sentado en una silla para escuchar a una banda de música que interpretaba pasodobles, algo muy poco propicio para un lugar tan bello. A mi derecha, la noche me mostró la catedral iluminada, las peñas de Santa Marta, ambarinas por los faroles, el río bajo mis pies, discurría ensimismado hacia su destino. Y yo, esta noche querría sentir en mi alma lo que sentí alguna vez, sentir que la vida es bella, que la vida, aunque se escape de las manos, sigue siendo bella.
24 de julio de 2013
El tren
Son las dos y treinta y cinco de la madrugada del día de Santiago, fiesta mayor en Galicia. Una fiesta que prometía olvidarnos momentáneamente, de la crisis, ha hecho que se quiebren todas las previsiones de felicidad y alegría porque el mal fario, la casualidad o la fatalidad han hecho que un tren Alvia, con más de doscientos pasajeros a bordo, que había salido de la estación de Chamartín en Madrid, haya descarrilado cerca de las diez de la noche del día 24. Apenas le separaba cien kilómetros para llegar a su destino, pero ese destino veleidoso, precisamente, hizo que, en una pronunciada curva, el tren, tal vez a excesiva velocidad, chocara violentamente contra un talud y ocurrió la catástrofe. Más de cincuenta víctimas hasta el momento y otros tantos heridos, algunos de gravedad.
Cuando esto ocurría, a las diez menos cuarto de la noche del 24, la cantante fadista Misia cantaba junto al Duero en una noche de luna clara, de cielo estrellado. Allí junto al rumor del azud del Duero escuchaba extasiada, con inevitable saudade, la voz de la fadista portuguesa. Una diva vestida de negro que reconoce que nadie podrá sustituir a la gran Amalia Rodríguez porque Amalia era especial, era única e intentar imitarla es cosa perdida.
A esa misma hora también mi hija Concha junto a sus cinco compañeras y amigas del grupo de música que han formado, cantaban en en una discoteca madrileña. Mi corazón la acompañaba y mi madre, a mi lado, me acompañaba a mí en el espectáculo de Misia, una fadisita portuguesa de Porto, una mujer liberal, moderna que dice que hace lo que le da la gana porque "cuando se tienen cincuenta años, una hace lo que quiere porque le importa un bledo lo que digan". Misia habla perfectamente castellano porque su madre era española y su abuela también. Las dos artistas, del mundo de la farándula. Misia habla muy bien porque piensa muy bien y así lo demostró.
Aún con el sonido de la guitarra portuguesa en mi oído, con ese movimiento de los dedos en las cuerdas provocando gemidos, casi orgásmicos, las noticias del transistor del coche me hacen saber del descarrilamiento del tren, ese mismo tren en el que voy y vengo de Zamora a Madrid y viceversa, el mismo tren que llevaba a Agustín García Calvo, ese tren que permite disfrutar con del paisaje, de la lectura, del silencio. Ese modo de locomoción tan seguro y tan romántico se ha hecho añicos esta noche. Curiosamente se ha roto un juguete moderno, costoso, la envidia de muchos. Y es que corremos demasiado, queremos llegar lo antes posible a todas partes. Llegar lo antes posible aunque solo sea para estar más tiempo ociosos.
La felicidad es esquiva, se filtra como las ráfagas de viento por los riscos de las montañas y es difícil detenerla. Yo era, relativamente feliz esta noche y la felicidad se me ha escapado sin enterarme.
Mañana será otro día.
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