22 de agosto de 2011

Miguel

Hoy he vuelto a revivir el drama de la enfermedad de mi padre. Esta misma tarde me he encontrado por la calle a unos amigos con los que tenemos muy buena relación. Nos encontramos en diferentes espectáculos, hemos realizado algún viaje juntos como aquel crucero por el río Duero desde Salamanca hasta Oporto que sirvió para que intimáramos un poco más y para estrechar más los lazos de amistad a los que aludo.

Mis amigos suelen viajar mucho y se les ve felices pese a llevar casados muchos años. Ya tienen nietos. Son de los que, todavía, bailan en casa. Ponen música de tango o valses y bailan los dos solos sin necesidad ni de discoteca ni de fiestas. Cuando les veo por la calle y nos paramos, suelo preguntarles ¿Seguis bailando? Su respuesta siempre es la risa y una respuesta afirmativa. Naturalmente, s¡guen bailando.

Desde hace algún tiempo, a mis amigos se les ve menos por la calle. Me comentó mi marido que Miguel no debe de estar bien. Los he visto, no obstante, en algún concierto o espectáculo, como siempre pero no había reparado en Miguel. Esta tarde me los he topado de frente. Nos hemos saludado e inmediatamente me he dado cuenta de que Miguel tiene la mirada distraida, como la tenía mi padre durante su enfermedad. Pilar me ha mirado con cierta complicidad para que me diera cuenta de lo que estaba pasando. Hemos cruzado algunas frases. Pilar me dice que han operado a Miguel de hidrocefalia. Le pregunto y me dice que le han extraido un tumor de agua o algo así pero que ha salido muy bien. Pilar me sigue haciendo gestos para que comprenda su situación. Claro que la comprendo, mi padre nos hizo sufrir lo indecible al tiempo que él sufrió también. Era duro ver como un ser va perdiendo todo tipo de referencias hasta dejar de conocer a sus seres queridos. Mientras hablábamos, Miguel Unamuno -mi amigo es el nieto mayor de don Miguel de Unamuno- señaló el suelo. Estaba mojado bajo sus pies. Pilar nos dijo que se tenían que ir a casa. Recordé a mi padre en la misma situación.

21 de agosto de 2011

Visita papal

Hoy ha regresado el Papa a Italia dejando España convulsa y controvertida. Unos han estado encantados con la visita, emocionados, alegres. Han soportado el calor, los atascos, los inconvenientes de las aglomeraciones en todas partes, pero lo han hecho con gusto, felices. Con tal de haber visto y haber estado cerca del Papa todo ha sido bien empleado. Dicen que ha sido la mayor concentración de jóvenes que ha habido en las visitas papales.

Otros, por el contrario, se han mostrado molestos, irritados. No les ha gustado que se hayan gastado tantos millones de euros en la visita papal. No han visto bien que se haya hecho descuento a los peregrinos en los transportes públicos, ni han visto con buenos ojos que se hayan empleado tantos medios, tanta seguridad, tanto policía, tanto voluntario a costa del erario público cuando estamos inmersos en una crisis económica sin parangón. Tampoco se ha visto con buenos ojos la fuerte carga policial contra manifestantes, incluso contra fotógrafos o viandantes que pasaban por allí. No hay derecho.

Lo cierto es que la fe mueve montañas y que la fe es necesaria para la convivencia. La fe es ese gérmen que nace del alma y que convierte al ser humano en ser pacífico y complaciente. Se podría decir que la fe o las creencias religiosas, hasta son beneficiosas para la salud. Egoístamente, la religión nos conviene y nos ayuda a soportar la vida.

Ocurre, sin embargo, que la fe no tiene nada que ver con la Iglesia, con esa Madre Iglesia (católica, por supuesto) que atesora tantos bienes, que la gobiernan hombres que demuestran tener las mismas, o peores flaquezas que el peor y más vicioso de los curritos de a pie. Y eso es lo que se condena y se rechaza. No se puede tolerar el hambre en África, los millones de niños que mueren diariamente por no tener nada que llevarse a la boca, mientras la Iglesia sigue atesorando bienes, unos bienes que bien administrados podrían erradicar el hambre del mundo. Eso es lo que muchos ciudadanos no toleran y no pueden ver sin que se les revuelvan las entrañas que esos católicos de misa y comunión diaria sigan haciendo oídos sordos a los verdaderos problemas que acucian a la humanidad mientras siguen boquiabiertos y sin rechistar los mensajes de Cristo por boca de quienes no los cumplen. Ese es el problema.

8 de agosto de 2011

Robots

Me cuenta mi amiga Marisol que su abuela, que murió hace ya más de treinta años, cuando se encendía la televisión, ella siempre le daba la espalda. Mientras todos miraban a la pantalla, la abuela se colocaba de espaldas a la misma para poder verle las caras a los miembros de la familia. Me dice Marisol que su abuela decía: "hala, hala, se acabó la conversción", ya nadie dice nada, esto es una pena".
Y tenía razón la abuela de mi amiga porque la televisión ha acabado con las escasas conversaciones familiares que existían en los hogares españoles. Ahora ya no se habla, aólo se mira la televisión mientras, cada cual, piensa en sus cosas. El papá en lo que dejó por hacer en la oficina, la mamá en el disgusto que le dió Alberto Jorge a Amanda Eulalia en el culebrón de las cuatro. La niña en su compi de cole que le "mola" mucho cuando le guiña el ojo. La abuelita hace ganchillo para un gorrito que le está haciendo a Teresita, su primera nieta, que va a dar a luz en septiembre y piensa en lo monísima que va a estar. Cada cual piensa en sus cosas mientras miran la tele. Todos mudos.

La abuela de mi amiga ya barruntaba que lo mejor de la tele, es que se le puede dar la espalda como hacía ella misma.

Y que no ha llovido en estos treinta años. Lo malo es que a la tele, en este tiempo, no sólo no se le da la espalda, sino que se ha convertido para muchos ciudadanos en su única fuente de información y de formación. Pero la tele que nos ofrecen es zafia, cutre, convierte en estrellas a personajillos del tres al cuarto que no saben ni hablar, ni escribir, ni pensar, ni estar. Y lo más triste es que hay millones de españoles que siguen a estos "ídolos" con la boca abierta y los hacen protagonistas de sus conversaciones y de sus vidas.

Han pasado muchas cosas en el mundo y muchas más en España. Tenemos tren de alta velocidad, tenemos internet que nos permite conectarnos con una pastelera japonesa, con un barbero tailandés, con un arquitecto de Melburne, con una profesora de Oregón y hasta con Pepito, el de nuestro pueblo, que se marchó a Londres con una beca Erasmus. Nos podemos conectar con todos estos y con muchos más. Pero estamos más solos que la una. Lo decía hace unos días Juan Manuel de Prada cuando hacía referencia a la tecnología punta de la que disfrutamos y que nos aisla cada vez más en nuestra burbuja y nos hace olvidamos del resto del mundo. Mala cosa. Muy mala cosa, haber llegado tan lejos para estrellarnos y dejarnos el alma hecha añicos. Cada vez hay más personas acompañadas de perros o de gatos. Se les ve solas, por cualquier parque o jardín, por la calle, con la cadenita del perro, con la bolsita por si hace su caquita. Cada vez hay más depresiones, cada vez hay más gente que toma tranquilizantes para dormir, para relajarse, para soportar su solitaria vida.
Nos hemos equivocado. Hemos convertido al hombre en un guiñapo. Nos hemos apartado demasiado de la Naturaleza, de esa naturaleza donde el hombre encuentra bienestar, para cambiarla por un lugar de artificio e inhóspito, un lugar que no es el nuestro, que nos agrade y nos envilece. Pero es lo que tenemos.

27 de julio de 2011

Fuego

Hoy mi madre se levantó empeñada en quemar un árbol seco situado a la puerta de nuestra casa, en la vía pública. Había cogido un rastrillo y comenzó a juntar la hierba seca que fue amontonando junto al árbol, más seco todavía. Me dijo que lo iba a quemar. Le comento que no puede quemar nada porque está prohibido. Bueno, me dice, pero si no es nada, cuando se calme el viento. De ninguna de las maneras, le digo, tú no vas a quemar nada. Yo estaba entretenida regando un almendo que ha nacido, espontáneo, junto al árbol seco y que tiene cuarenta almendras. Las ha contado mi madre. Yo regaba el almendro como digo y cuando me doy la vuelta, veo que mi madre ha prendido fuego al árbol y el fuego comienza a extenderse por la hierba seca y amarilla. Por Dios, mamá, ¿qué haces? le digo mientras corro aterrorizada hacia el interior de la casa para sacar una manguera. Vuelvo con ella gritándola y asustadísima pues hacía viento y el fuego comenzaba a extenderse por la hierba como la pólvora. Mi madre, sin hacerme caso, sigue con el rastrillo haciendo montoncitos con la hierba que ardía sin parar. La manguera en mis manos iba de acá para allá intentando que el fuego no se extendiera pero, al mismo tiempo, dejaba que el seco arbolito se quemara. Mi madre estaba enfurecida porque no la dejaba hacer lo que quería.
Pasó una mujer y nos dijo que no se podia hacer eso, que estaba prohibido, que podían denunciarnos. Ya lo sé, le dije, dígaselo a mi madre a ver si se entera. Claro, me dice, es que tu madre cree que las cosas son como antes que, cada cual, quemaba rastrojos donde quería, hoy no se puede pues le pueden poner una multa enorme. Apáguelo enseguida, la guardia civil puede pasar en cualquier momento.
Me convertí en una apagafuegos efectiva. El fuego fue extinguíendose poco a poco y el arbolito sucumbió ante dos certeros golpes que le di con un azadón. Sólo quedó una porción de árbol de unos quince centímetros. Mi madre entró en casa y seguía refunfuñando. Me había quitado la manguera aunque todavía el suelo echaba humo. Con dos o tres calderos de agua, conseguí que desaparecieran todos los focos humeantes.
Yo me fui a bañar para relajarme y para disfrutar del agua. Al volver mi madre me dijo que se había despanzaurrado en el suelo con una silla. Me dijo que le dolía un poco el pecho. Le contesté que eso le había pasado por ser tan bruta y tan cabezona. Todavía me dijo: ¿qué sabrás tú de estas cosas?
Mi madre está bravía.