17 de julio de 2011

La buhardilla

Mi cabeza, en estos días, se parece a una lavadora centrifugando. Oscilan las ideas, revolucionadas, escurriendo cada gota de mis pensamientos. Ayer subí a mi buhardilla para buscar unas fotografías de El Líbano. Esta semana quiero escribir algo sobre ese país tan fascinante. Ya tengo enviado el texto al periódico pero tengo que buscar las fotos. Cuando lo visité, todavía no usaba cámara digital y sé que guardo varias imágenes en papel de aquél país, pero mi buhardilla se me resiste y no sé cuándo voy a decidirme a ponerla en orden. Me mudé a vivir a mi actual vivienda hace siete años. Tiene cuatro plantas, con lo cual subo y bajo escaleras "tropocientas" veces al día. Dicen que subir escaleras es muy buen para el culo, que lo pone duro. No sé.
Hacemos la vida en las dos plantas intermedias, una la compone el salón, la cocina, un servicio y una hermosa terraza que da la piscina comunitaria. En la planta superior se encuentran los dormitorios, mi escritorio, donde tengo mi ordenador y dos baños. En la parte baja está el garaje, una bodega y un baño. Y en la parte superior, la buhardilla, ah, la buardilla, cuántas horas me lleva pensar en ella porque la buhardilla es una verdadera y enjundiosa asignatura pendiente. Cuando nos mudamos se subieron varias cajas repletas de cosas: libros, papeles, agendas, portaretratos y mil zarandazas. Hice construir por los laterales estanterías blancas con cajones y compartimentos para colocar fotografías, recortes de prensa, álbumes, y todo lo que no se usa habitualmente. Han pasado estos siete años como digo y la buhardilla se ha convertido un auténtico caos. No encuentro el momento de ordenarla. Cada vez que viajo me regalan varios libros, infinidad de documentación de los diferetnes países, como mapas, guías, pequeños artilugios artesanales, etc....y todo va a parar a la buhardilla. La escalera, muy empinada hay que subirla agarradas las manos a los peldaños y para bajarla hay que hacer lo mismo, aferrarse a los peldaños con ambas manos, es decir, de cara a la escalera. Es peligrosa. Fue un error pero ahí está. De momento nunca nos hemos caído. Aunque yo sí me he caido dos veces por la escalera normal, por la que subo y bajo a diaro cientos de veces. Resbaló mi zapatilla de suela al pisar, tras haberse fregado y caí, una vez de costado y otra hacia atrás. No me desnuqué de milagro. Suerte que tengo buena musculatura y reflejos.
Pero sigo, en la buhardilla sólo acudo para dejar cosas, sin orden ni concierto. Por tanto hay montones de bolsas con sobres con fotos, maletitas, maletas, muebles que no uso y todo en desorden. Me llevaría meses ponerla en orden y no tengo tiempo. Dios mío, el tiempo. Mi cabeza ya no puede asumir tantos proyectos y tantas cosas como quiero hacer. Para colmo ahora no tengo asistenta a diaro como hace años cuando trabajaba y tenìa a mi niña. Ahora cuento con una señora que viene una vez por semana a hacer que limpia y no limpia nada. Tengo que replantearme algo muy serio con la buhardilla. Sobre todo, he de buscar mis fotografías, hay cientos de ellas, tal vez miles, seleccionarlas y clasificarlas como Dios manda para encontrar lo que busco, como ahora intento buscar las de El Líbano.
Querría viajar a Montevideo en Septiembre para participar de unas jornadas literarias sobre Saramago, he de desarrollar una comunicación y he de mandar el resumen en estos días. Ayer, al fin, me vino la idea de lo que quiero escribir. Ocurren casualidades en nuestra vida que nos iluminan y creo que estas casualidades me van a ayudar. He asistido no hace mucho a unas jornadas que organiza una entidad hispano portuguesa. Una pelicula sobre Lisboa y un documental sobre la vida de Saramago y Pilar, donde he descubierto al hombre, al amante, a ese hombre que toda mujer querría encontrarse para compartir la existencia. Una amiga me manda, por casualidad, un archivo de esos que nos aburren tanto y que cerramos al verlos. Lo siento, soy muy selectiva y sólo abro los que, creo, van a aportarme algo. El archivo, precisamente, era sobre Saramago y sobre pensamientos del ensayista que se han recopilado. Maravillosas frases que me van a servir a mí de hilo conductor para elaborar mi propio ensayo. Ayer, en el jardín de mi casa del pueblo ya empecé a escribirlo. Hace un par de días me regalaron un libro suyo, "Caín", otra casualidad que viene a unirse a mi proyecto. Es interesante la exposicíón que hace Saramago sobre el orígen de la Creación, sobre el pecado, sobre Caín y Abel. Es asombrosa la portentosa imaginación de su autor para narrar unos hechos que a los católicos no son tan familiares.
Mis proyectos siguen girando dentro de mi cabeza: la enfermedad de mi madre, los compromisos con los medios donde colaboro, decidir el tema sobre el que quiero escribir, elaborarlo. Pensar en mis próximos viajes, combinar fechas para que no coincidan con otras cosas. Ir aquí y allá, hacer ejercicio y, cómo no, pensar en mi buhardilla que me trae a mal traer. Y luchar contra mi propio yo, que ya es decir.

5 de julio de 2011

La lentejuela

Hoy de buena mañana acudí a mi ginecólogo para hacerme una citología. Al ginecólogo lo sustituyó una matrona. Me dice que si no tengo ningún problema que no tengo que hacerme nada. Ah, le digo: claro que no tengo nada, pero hace mucho tiempo que no me hacen una revisión y quiero hacerla. Me dice que a partir de cierta edad que no hace falta. Pues sí, oiga, le digo, claro que hace falta, ¿para qué está, entonces, la medicina preventiva?.
Tras una breve conversación me dice: quítese la braga y póngase ahí.
Antes de acudir a la cita, me duché como es de rigor, muy bien duchada, escrupulosamente duchada, como es de rigor en estos casos.
Nada más acercarse la matrona, colocada yo de la guisa pertinente, me dice: "Huy, tiene ahí una lentejuela" ¿una lentejuela?. Bueno, no exactamente, una cosita metálica y brillante. Pensé inmediatamente en el collar que llevé el día anterior y que se rompió por uno de los hilos trenzados que hizo que se deslizaran por mi cuerpo desnudo varias de esas lentejuelas, que no lo eran, sino, unas minúsculas partículas metálicas brillantes. Ella, la matrona, mujer al fin, entendió lo del collar y lo de la "lentejuela" que, pese a mi escrupulosa ducha, había quedado ahi.
Salí de la consulta con una risa boba en la boca y con mi imaginación presta a construir una historia pseudoerótica.
Había quedado con mi amiga para pasear por el río y después para darnos un baño en la piscina. Nada más verla le cuento lo de la lentejuela. No caía e interpretaba que la lentejuela era un grano. ¿Un grano? No, nada de grano, una lentejuela, en sentido literal, una lentejuela brillante que había ido a parar allí mismo. Las carcajadas podían oírse de lejos.
Recordé, y le conté, cuando, en cierta ocasión, en un restaurante, mientras yo comía un pimiento relleno encontré un hueso de aceituna pelado. Me dio tanto asco que no pude seguir comiendo mientras imaginaba cómo habría ido a parar a aquel inocente pimiento el hueso de aceituna descarnado. Lo saqué con cuidado de mi boca sin que mis acompañantes de mesa se enteraran y lo dejé en el plato.
El día prometía jolgorio y distensión, pero terminó con una sensación de desasosiego en el alma al comprobar que la soledad va escalando, pasito a paso, por nuestro interior y se va apoderando de lo que somos. Hubo un tiempo en que las relaciones eran una piña. Se hacía piña con la familia: con los hermanos, con los primos, con los tíos. Se hacía piña con los amigos, con la gente que nos rodeaba. Hoy, vivimos encapsulados, enjaulados en nuestros pensamientos. Y si los compartimos con alguien cercano comprobamos con amargura que somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos.
Y en esas ando yo.

26 de junio de 2011

A la mierda

Decididamente, hoy he comprendido que mi familia me resta energía, me bloquea, me ningunea, me hace perder mi autoestima y lo que es más terrible, me hace perder mi tiempo mental. Y cuando digo mi tiempo mental es que dejo de pensar. Me detengo en un punto y mis ideas se quedan paradas, quietas, no avanzan. Un sudor frío me corre por la frente, se desliza bordeando ambos lados de mi cara y se esconde detrás de las orejas. A veces, mi corazón palpita con fuerza, otras de detiene y parece que lo hace con calma. Y yo, inútil, me detengo en escuchar mis propios latidos, en lamentar una mil y veces haberme dejado acobardar por la superchería, la intolerancia, la prepotencia y la estupidez de las palabras que oigo escapar de los labios de unos y de otros.
Para colmo, hoy, el calor ha sido insoportable. Ni siquiera se estaba bien en el jardín bajo la parra, ni siquiera se oía el piar de los pájaros. Debían estar muertos de calor, como yo misma. Hoy no pude estar en el jardín tras la comida para apreciar el sonido de los surtidores del agua que riegan el césped. Hoy, tras una comida estúpida, de viandas y conversación, -se nos quemó la carne- me refugié en la cocina, como digo, bloqueada mi mente, mi alma y mi cuerpo también.
Salí sin ser notada, como Santa Teresa, me introduje en mi coche, que ardía hasta quemarme las manos con el volante y me dirigi al embalse. No dije nada, no me despedí de nadie. Bajé por la pendiente de piedra hasta llegar al agua, rebosante y transparente. Con los ojos cerrados me introduje en el agua y nadé, nadé, nadé, nadé, mientras mantenìa los ojos cerrados. No había nadie y la anchura del embalse es enorme. No había cuidado en chocar con nada. A veces, cuando nado, pienso en que uno de los enormes barbos que pululan por las aguas pudieran morderme en una pierna. Me he preguntado una y mil veces, qué haría si esto ocurriera. Lo curioso es que, pese a penser en cosa tan atroz, no dejo de meterme en el gua y de alejarme, cuanto más mejor, de la orilla. Mi amiga Marisol, desde hace un tiempo le tiene pánico a las culebras. Le digo que no hacen nada. Yo, personalmente, ni siquiera las he visto. Me dice Marisol que es un miedo irracional, que la paraliza. Dios mío, nadie sabe cuánto me realajan estos baños. Entrar en el agua y dar mis primeras brazadas comienza a escaparse de mí toda la mala leche acumulada por las impertinencias familiares. Una paz indescriptible comienza a adueñarse de mi y siento como un milagro redentor viene a acompañarme.
Esta misma tarde, mi sobrina Rebeca me ha echado las cartas. No suelo tener curiosidad por lo que dicen, pero algunas de mis hermanas se fascinan ante lo que le deparan sus mensajes. Me anuncian que alguien se aprovechará de mí, que va de bueno pero que me engañará. Y a mí, qué me importa. Estoy acostumbrada a perder cosas, a que me roben, a que me tomen el pelo, a no dar una en el clavo. Qué me importa a mí que alguien más vaya a aprovecharse de mí buena fe. Será una vez más. Nada más.
Decididamente, la familia me saca de quicio. Voy a desertar, voy a largarme lejos, voy a mandar a todos a la mierda.

3 de junio de 2011

Cáncer

Mi madre me ha dicho esta misma tarde que el cáncer le da la vida, que prefiere tener siete cánceres que una depresión. Mi madre está feliz, llena de energía. Está segura de que el tratamiento que le han aplicado para su mieloma bioclonal múltiple además de minimizarlo le está proporcionando una energía inusitada. A sus 87 años cumplidos el 13 de marzo de este mismo año, está pletórica. vital. Me dice que si ella pudiera hacer todo lo que su cabeza cavila no pararía nunca. Hasta su voz es más enérgica y autoritaria. Hoy hemos pasado el día en nuestro pueblo. Hemos ido a comer al restaurante de la playa fluvial. Ha comido con apetito todo lo que le han servido. Después hemos bajado hasta el embarcadero, eso sí, agarrada de mi brazo porque las piernas no la acompañan. Le fallan las piernas, le duelen, se le quedan heladas. Ayer por la tarde le dije que me acompañara a ver la ópera Carmen. Previa a la representación, se impartió una conferencia donde se desmenuzaron los pormenores de la ópera, la de Bizet, la de Merimée. Cuando iba acomenzar Carmen, mi madre me dijo que se estaba poniendo malísima. Sus piernas le dolían de frío. El cáncer le deshace los huesos como si estuvieran a merced de un triturador. La llevé a casa. Suerte que tenìa mi coche y no tardamos ni cinco minutos en llegar. Esa es la suerte de vivir en ciudades pequeñas. Volví a tiempo para poder ver los cuatro actos. Maravillosa Carmen, maravillosa gitana, tan enérgica como mi propia madre.
Hoy, después de comer, estuve junto a mi madre al borde del agua. El viento agitaba las embarcaciones y el agua chocaba contra las rocas graníticas. La ayudé para que se sentara cómodamente sobre una piedra mientras nos dejamos acariciar por esa brisa, por ese aire limpio que nos llena de energía positiva. Nos fuimos a la casa del pueblo. Mi madre comenzó a cavar la tierra, a replantar flores, a poner abono aquí y allá. Las cerezas comienzan a ponerse rojas y los pájaros se afanan en no dejar ni una viva. Una de mis hermanas dice que hacen bien los pájaros, que es lo que tienen que hacer. Sobre las ocho de la tarde bajé otra vez al embalse. Me bañé. Ya no había nadie y nadé un buen rato, hasta que mis dedos se pusieron como garbanzos en remojo. Salí del agua aprovechando el último sol de la tarde. Estaba sola, absolutamente sola, en medio de ese paisaje granítico que tanto me fascina, que tanto bien me hace. Volví al coche y subí por la empinada cuesta, una carretera de cemento para facilitar el tránsito rodado. Las escobas ya han soltado sus flores amarillas. Me sentía perfectamente bien, serena, con el alma limpia, con mi corazón sosegado. Escuchaba fados de Amalia Rodrigues. Portugal, muy cerca. La frontera a menos de treinta minutos.
Mi madre tiene cáncer pero a ella no le importa y dice jubilosa que el cáncer le ha dado la vida, que está encantada. Se lo comenté a mi hija mientras hablábamos por teléfono. Me dijo que iba a ponerlo en twiter, que es una frase genial.