3 de marzo de 2011

Mi Remingthon


Hoy quería escribir sobre no sé cuántas cosas pero se me va la especie y no consigo centrarme. He estado repasando algunos posts y veo que he cometido deslices ortográficos. Eso me pasa por escribir de corrida y sin mirar ni repasar. Mis dedos son muy rápidos pues aprendí a escribir a máquina por el método ciego y lo hago a toda velocidad. Recuerdo que daba trescientas pulsaciones por minuto. Una barbaridad. 

Aprendí a escribir cuando estudiaba Secretariado de Dirección en una máquina de aquellas estratosféricas, Underwood y Remigthon. No sé si se escriben así estos dos nombrecitos pues lo escribo de memoria. Recuerdo que las teclas no tenían ni letras ni números para que aprendiéramos sin mirar el tecaldo. Se trataba de colocar los dedos y teclear una y mil veces cada fila hasta aprenderlas de memoria. Por eso es muy fácil equivocarse y cometer errores por el simple hecho de colocar inadecuadamente los dedos. Yo, ahora mismo, mientras escribo miro la pantalla, nunca al teclado. Y mis dedos van ellos solitos,saltando de una tecla a otra porque ellos saben donde está la p, la q, la r, la s, y lo que haga falta. Ellos lo saben todo. Exactamente igual -imagino- que cuando se toca el piano. -yo no lo toco- Es interesante pensar en la inteligencia de los dedos, porque yo no les niego su inteligencia. Insisto, yo estoy pensando en mis cosas y mis dedos van escribiendo lo que yo voy pensando. Uffffffffffff, ahora que me doy cuenta es maravilloso lo que podemos hacer con nuestros dedos, sin que ellos sepan que lo hacen. Ocurre, como decía Agustín García Calvo sobre el lenguaje, que hablamos y decimos cosas sin saber que las decimos. Uffffff, es muy complicado para explicarlo yo ahora, pero juro que cuando él lo explicó yo lo entendí perfectamente.

Por cierto, suelo encontrarme casi a diario con su nieto Agus, un chico muy agradable y muy fantasioso que se crea sus propias fantasías, pero es muy divertido. Hace tres días me crucé con el propio filósofo. Iba con las manos cruzadas detrás de la espalda, la cabeza inclinada hacia adelante, como su propio cuerpo. Los años se le notan. Llevaba el pelo enmarañado y canoso, atado con una coleta. Le vi pasar junto a mí pero no le dije nada. Se aproximaba a su casa, un palacete cuya fachada tiene grabadas, a modo de decoración, la cruz de Caravaca, esa de cuatro puntas, creo, una especie de cruz templaria. Cuando compró la casa ya estaba así, que no se piense nadie que fue una excentricidad de las suyas. Al lado de Agustín, en otra casa de tres plantas vive, Herminio Ramos, historiador y escritor, una excelente persona que siempre va cantando por la calle. Bajito para que nadie le oiga, pero canta. Un día me dijo: "si tú supieras los problemas que tengo, no entenderías por qué canto". Me gustó eso del amigo Herminio. Como me gusta su afabilidad y su cultura. Cuando se viaja con él, va explicando absolutamente todo. Y cuando no hay nada que contar porque el paisaje se hace mesetario, entonces explica la tierra y da una lección magistral de Geología.

Pero bueno, ¿? de qué estoy escribiendo hoy. Una sabe como empeiza el día pero nunca sabe como lo termina. Y yo lo termino hoy, un poco surrealista. ¿O no?

28 de febrero de 2011

Gracias


Comienzo la semana paseando por el Duero. Viene crecido por las últimas lluvias. El sol luce en lo alto mientras las cigüeñas atraviesan el río para posarse sobre los nidos de las iglesias o sobre los pináculos de la Catedral. Mi amiga Marisol camina a mi lado. Pronto iniciamos una interesante conversación que fue para mí, al terminar el día como un bálsamo de rosas.

Mi amiga me cuenta que Luís, su esposo, está leyendo libros de autoayuda, para relajarse, para ver las cosas en su justa medida, para aceptar los acontecimientos tal cual suceden, para aceptar a las personas como son, con sus defentos y virtudes, con sus decisiones, unas veces acertadas, otras desacertadas.

¿Y cómo se hace todo eso?, le pregunto. Llevo una temporada que mi actitud se ve empañada por todas esas circunstancias, pero por todo lo contrario que, al parecer, aconsejan esas lecturas. Llevo una temporada, excesivamente prolongada, que todo lo que hacen los demás me parece mal. Todo lo que escucho por la radio o por la televisión me parece mal. La actitud de mis amigos me agrede, me daña, me irrita. Dime, ¿qué hay que hacer? ¿qué dicen esos libros?

Mi amiga me dice que ella, aunque no lo necesita, lee a la par que Luís, comentan, divagan, se aconsejan y les está yendo muy bien a los dos.

Bien es verdad que esta pareja amiga acertaron. Les tocó la lotería al conocerse. Son el uno para el otro. El mundo, para ellos, es su mundo, sin salirse apenas del ámbito de las paredes de su casa. Ellos pasean siempre juntos, van a bailar juntos, sin amigos porque no los necesitan. Están enamorados, se quieren, se admiran, se necesitan.


Dime, Marisol, ¿cómo hacéis para que esos libros os estén beneficiando tanto? -como si no estuvieran beneficiados ya, pienso yo. Menuda suerte han tenido-

Verás, me dice mi amiga. Se trata de alejar de tu mente todo lo que te hace daño. Todo lo que te hace sufrir. Por ejemplo, si alguien te ha hecho algo por lo que sufres, piensas en esa persona y dices: "gracias, te amo, gracias, te amo, gracias, te amo" y así siempre. Cuando lo has repetido varias veces, te darás cuenta de que has liberado tu pecho de pesadumbre. Se trata de atraer a tu mente lo que te hace bien, las personas que te quieren y te lo demuestran. De eso se trata.

Así fue discurriendo nuestra conversación mientras el agua del Duero, a nuestro lado, discurría tumultuosa hacia Porto, hacia el Atlántico. Siempre que camino junto al río, mi imaginación me lleva a Porto, esa ciudad portuguesa bañada por agua dulce y agua salada, esa ciudad de espectaculares puentes y de tejados rojos. Esa ciudad que me embelesa.

Nos despedimos y empecé con el ejercicio recomendado por mi amiga. Intenté dejar de atormentarme. Llamé a una amiga que me había hecho un feo muy feo la víspera, cuando fuimos al teatro. La llamè y le dejé un mensaje, un mensaje de paz. Me llamó al cabo de unas horas para decirme: "Concha, eres una tia cojonuda" No se hable más, nada más. Me bastó simplemente eso pues en esa frase me estaba diciendo: "es verdad, jugué contigo, quise engañarte, me descubriste y sin embargo me dices que quieres seguir siendo mi amiga y que no quieres que se empañe nuestra amistad por nada". Me bastó con eso.

A lo largo del día, la frase mágica de Marisol, gracias, te amo, dio sus frutos. Me fui a la cama tranquila y dormí plácidamente. Como hacía tiempo que no dormía.

Hoy he acompañado a mi madre al médico para que le hagan una radiografía. Por la tarde me reuní con un grupo de amigas a las que tenía algo olvidadas. Intenté quererlas. Y entenderlas. A veces nos empeñamos en que todos nos entiendan y nos olvidamos de entender a los demás.

22 de febrero de 2011

El golpe y yo

Se cumplen treinta años del fallido golpe de Estado que el teniente coronel Antonio Tejero, junto a otros miembros de la Guardia Civil, protagonizó en el Congreso de los Diputados.
Acabábamos de estrenar democracia y la mayoría de los españoles apenas sabían nada de ella. Habíamos pasado una dictadura, personalmente, sin pena ni gloria. Yo no sufrí los rigores del franquismo y mi padre, franquista hasta el tuétano, probablemente tampoco. Por tanto yo viví la dictadura, digamos, que blandamente.
El día del golpe de Estado estaba yo en clase de gimnasia. Era por la tarde y alguien llegó diciendo que había ocurrido algo en el Congreso de los Diputados, que habían entrado unos guardias civiles armados y que había un gran revuelo. Confieso que yo no barruntaba el tipo de revuelo ni imaginaba como sería aquéllo de un golpe de Estado. La historia no era uno de mis fuertes, la política era algo completamente ajeno a mí y, he de reconocer, ignoraba tanto de tantas cosas que los acontecimientos, más bien, me excitaban un poco. El hecho de no haber vivido la famosa guerra civil española, nada más que de algunas referencias, escasas, tampoco me hacía pensar en que la cosa podía ser terrible. Mi vida en dictadura, no me hizo engendrar el rencor, ni el odio ni la venganza. Digamos que yo vivía apaciblemente, sin esos sentimientos de rebeldía que, mucho más tarde, descubrí en muchas familias que pertenecían al otro bando. Como digo, mi padre era franquista y en casa nunca se hablaba de nada ni de nadie y mucho menos de Franco. Había una especie de respeto hacia lo establecido, hacia la norma impuesta.
Recuerdo, eso sí, con gran emoción, las primeras elecciones, más bien porque los españoles iban a votar a sus dirigentes y todo aquello parecía que era muy emocionante.
Tras la clase de gimnasia, regresé a mi casa, insisto, excitada y expectante, nada más, porque no era consciente del peligro. Mi niña, muy pequeñita, jugaba en su parquecito mientras su papá la cuidaba. Estuvimos pendientes durante varias horas de la televisión y, para entonces, ya me iba dando cuenta de que todo aquello era bastante enjundioso a tenor de los comentarios de los telediarios y de las emisoras de radio. La cosa debía ser terrible. Podía ser terrible, pero no recuerdo recibir llamadas, ni de amigos ni de familiares. Cuando el Rey habló para decir que todo estaba controlado, parece que todo el mundo pudo relajarse.
Ha sido con el paso del tiempo, a lo largo de estos treinta años, cuando me he ido apercibiendo de que el golpe de Estado del 23 de febrero fue un suceso que pudo costar muchas vidas, que pudo romper las ilusiones de muchos españoles que habían luchado por la libertad y la democracia, que habían sufrido el exilio, que habían sacrificado sus vidas y sus raíces.
Cuando contemplo las escenas del Congreso, la irrupción de Tejero, pistola en mano, y diciendo: "quieto todo el mundo" y al momento, los tiros que hacen temblar las paredes del recinto y el grueso de los componentes de la Cámara, desaparecer bajo sus propios escaños, un escalofrío recorre mi espalda y un sudor frío empapa mi piel.
Hoy, el mundo árabe clama por su libertad. Hoy las televisiones nos muestran los kilos de lingotes de oro que atesoran los dictadores, las mansiones que poseen por todo el mundo, las obras de arte y objetos de valor que guardan y custodian. Hoy nos dicen que sus fortunas alcanzan cifras inimaginables que guardan en bancos extranjeros. Atesoran tanto, tanto, tanto, que necesitarían vivir veinte o treinta vidas para poder utilizar todos esos bienes. Nos dicen que esas fortunas bastarían para que sus pueblos hubieran vivido siempre con la dignidad que merecen.
VIVA LA LIBERTAD, VIVA LA DEMOCRACIA, VIVAN LOS HOMBRES DE BIEN.

16 de febrero de 2011

ARCO

Hoy ha sido un día dedicado, íntegramente, al arte. De mañana, un día lluvioso y desapacible, volví a tomar el metro para dirigirme a IFEMA, ese recinto ferial donde sirve para mostrar todo lo que se pretende vender. El arte tiene precio y se vende, aunque como dijera el gran zamorano Agustín García Calvo, "al arte, cuando se le pone precio, deja de serlo". Aunque es una frase que me la he apropiado, pues la saco a relucir de vez en cuándo, ha ido perdiendo consistencia pues el arte cuesta, y tiene precio, si no fuera así se le llamaría saldo, o ganga.

Como digo, hoy asistí a la feria de ARCO. Gente muy especial para causas muy especiales. Galeristas, coleccionistas, artistas, críticos, apasionados por el arte y algunos curiosos, dejaban lucir su palmito entre las numerosas galerías y obras expuestas. Entre el público, un público muy elegante y con gran estilo, pude ver al gran Norman Foster con su señora, Elena Ochoa. Mi amiga Elisa dice que el señor Foster está como un queso de bueno. Psssss, pensé al verlo, bueno, no está mal. Foster es un señor de mediana edad, elegante, sabedor de quién es y de lo que representa en el mundo de la arquitectura y, por ende, del arte. Y claro, eso lo notamos el resto de los mortales. El dinero confiere al que lo tiene, una especie de aura que se puede traducir por suficiencia, sguridad, señorío, tal vez algo de chulería. En fin, esas pequeñas banalidades. Su mujer, delgadísima e izada sobre unos tacones con dibujo de pantera que la hacían parecer muy alta y muy felina. También vi por allí a Agatha Ruiz de la Prada, vestida de rojo pasión con bailarinas rojas. Creo que llevaba un corazón en el vestido. Los corazones de Agatha. También Boris Izaguirre, guapísimo, he de reconocerlo, con su mirada picarona y todo. Entraba en el lugar donde me encontraba en ese momento y nuestras miradas se cruzaron. Pensé por una fracción de segundos que me hubiera gustado decirle: que guapo eres, qué inteligente y qué maiconçón nos has resultado. Me sonreí a mí misma ante pensamiento tan desatinado.
Paseando con una joven que estornudaba violentamente una y otra vez, Jacobo, el hijo de la Duquesa de Alba, al parecer, un gran entendido en arte.

También vi algunos grupos portando audifonos para escuchar las explicaciones de diferentes obras. Todo muy serio y agradable, he de reconocerlo. Todo muy digno, sin estridencias, para no sorprender al espectador, El arte, en esta nueva edición de ARCO, puede escribirse con mayúsculas. Gran protagonismo para la fotografía, para las ideas de diseño y para las firmas de prestigio. El nuevo director, entusiasmado e innovador, atento y solícito con todo el mundo, no escatimó sonrisas.

Ya por la tarde, visité el Thyssen y pude admirar al gran Gérome.
El día transcurrió, pese al mal tiempo, apacible y generoso. Como siempre, Madrid, mereció la pena.