22 de febrero de 2011

El golpe y yo

Se cumplen treinta años del fallido golpe de Estado que el teniente coronel Antonio Tejero, junto a otros miembros de la Guardia Civil, protagonizó en el Congreso de los Diputados.
Acabábamos de estrenar democracia y la mayoría de los españoles apenas sabían nada de ella. Habíamos pasado una dictadura, personalmente, sin pena ni gloria. Yo no sufrí los rigores del franquismo y mi padre, franquista hasta el tuétano, probablemente tampoco. Por tanto yo viví la dictadura, digamos, que blandamente.
El día del golpe de Estado estaba yo en clase de gimnasia. Era por la tarde y alguien llegó diciendo que había ocurrido algo en el Congreso de los Diputados, que habían entrado unos guardias civiles armados y que había un gran revuelo. Confieso que yo no barruntaba el tipo de revuelo ni imaginaba como sería aquéllo de un golpe de Estado. La historia no era uno de mis fuertes, la política era algo completamente ajeno a mí y, he de reconocer, ignoraba tanto de tantas cosas que los acontecimientos, más bien, me excitaban un poco. El hecho de no haber vivido la famosa guerra civil española, nada más que de algunas referencias, escasas, tampoco me hacía pensar en que la cosa podía ser terrible. Mi vida en dictadura, no me hizo engendrar el rencor, ni el odio ni la venganza. Digamos que yo vivía apaciblemente, sin esos sentimientos de rebeldía que, mucho más tarde, descubrí en muchas familias que pertenecían al otro bando. Como digo, mi padre era franquista y en casa nunca se hablaba de nada ni de nadie y mucho menos de Franco. Había una especie de respeto hacia lo establecido, hacia la norma impuesta.
Recuerdo, eso sí, con gran emoción, las primeras elecciones, más bien porque los españoles iban a votar a sus dirigentes y todo aquello parecía que era muy emocionante.
Tras la clase de gimnasia, regresé a mi casa, insisto, excitada y expectante, nada más, porque no era consciente del peligro. Mi niña, muy pequeñita, jugaba en su parquecito mientras su papá la cuidaba. Estuvimos pendientes durante varias horas de la televisión y, para entonces, ya me iba dando cuenta de que todo aquello era bastante enjundioso a tenor de los comentarios de los telediarios y de las emisoras de radio. La cosa debía ser terrible. Podía ser terrible, pero no recuerdo recibir llamadas, ni de amigos ni de familiares. Cuando el Rey habló para decir que todo estaba controlado, parece que todo el mundo pudo relajarse.
Ha sido con el paso del tiempo, a lo largo de estos treinta años, cuando me he ido apercibiendo de que el golpe de Estado del 23 de febrero fue un suceso que pudo costar muchas vidas, que pudo romper las ilusiones de muchos españoles que habían luchado por la libertad y la democracia, que habían sufrido el exilio, que habían sacrificado sus vidas y sus raíces.
Cuando contemplo las escenas del Congreso, la irrupción de Tejero, pistola en mano, y diciendo: "quieto todo el mundo" y al momento, los tiros que hacen temblar las paredes del recinto y el grueso de los componentes de la Cámara, desaparecer bajo sus propios escaños, un escalofrío recorre mi espalda y un sudor frío empapa mi piel.
Hoy, el mundo árabe clama por su libertad. Hoy las televisiones nos muestran los kilos de lingotes de oro que atesoran los dictadores, las mansiones que poseen por todo el mundo, las obras de arte y objetos de valor que guardan y custodian. Hoy nos dicen que sus fortunas alcanzan cifras inimaginables que guardan en bancos extranjeros. Atesoran tanto, tanto, tanto, que necesitarían vivir veinte o treinta vidas para poder utilizar todos esos bienes. Nos dicen que esas fortunas bastarían para que sus pueblos hubieran vivido siempre con la dignidad que merecen.
VIVA LA LIBERTAD, VIVA LA DEMOCRACIA, VIVAN LOS HOMBRES DE BIEN.

16 de febrero de 2011

ARCO

Hoy ha sido un día dedicado, íntegramente, al arte. De mañana, un día lluvioso y desapacible, volví a tomar el metro para dirigirme a IFEMA, ese recinto ferial donde sirve para mostrar todo lo que se pretende vender. El arte tiene precio y se vende, aunque como dijera el gran zamorano Agustín García Calvo, "al arte, cuando se le pone precio, deja de serlo". Aunque es una frase que me la he apropiado, pues la saco a relucir de vez en cuándo, ha ido perdiendo consistencia pues el arte cuesta, y tiene precio, si no fuera así se le llamaría saldo, o ganga.

Como digo, hoy asistí a la feria de ARCO. Gente muy especial para causas muy especiales. Galeristas, coleccionistas, artistas, críticos, apasionados por el arte y algunos curiosos, dejaban lucir su palmito entre las numerosas galerías y obras expuestas. Entre el público, un público muy elegante y con gran estilo, pude ver al gran Norman Foster con su señora, Elena Ochoa. Mi amiga Elisa dice que el señor Foster está como un queso de bueno. Psssss, pensé al verlo, bueno, no está mal. Foster es un señor de mediana edad, elegante, sabedor de quién es y de lo que representa en el mundo de la arquitectura y, por ende, del arte. Y claro, eso lo notamos el resto de los mortales. El dinero confiere al que lo tiene, una especie de aura que se puede traducir por suficiencia, sguridad, señorío, tal vez algo de chulería. En fin, esas pequeñas banalidades. Su mujer, delgadísima e izada sobre unos tacones con dibujo de pantera que la hacían parecer muy alta y muy felina. También vi por allí a Agatha Ruiz de la Prada, vestida de rojo pasión con bailarinas rojas. Creo que llevaba un corazón en el vestido. Los corazones de Agatha. También Boris Izaguirre, guapísimo, he de reconocerlo, con su mirada picarona y todo. Entraba en el lugar donde me encontraba en ese momento y nuestras miradas se cruzaron. Pensé por una fracción de segundos que me hubiera gustado decirle: que guapo eres, qué inteligente y qué maiconçón nos has resultado. Me sonreí a mí misma ante pensamiento tan desatinado.
Paseando con una joven que estornudaba violentamente una y otra vez, Jacobo, el hijo de la Duquesa de Alba, al parecer, un gran entendido en arte.

También vi algunos grupos portando audifonos para escuchar las explicaciones de diferentes obras. Todo muy serio y agradable, he de reconocerlo. Todo muy digno, sin estridencias, para no sorprender al espectador, El arte, en esta nueva edición de ARCO, puede escribirse con mayúsculas. Gran protagonismo para la fotografía, para las ideas de diseño y para las firmas de prestigio. El nuevo director, entusiasmado e innovador, atento y solícito con todo el mundo, no escatimó sonrisas.

Ya por la tarde, visité el Thyssen y pude admirar al gran Gérome.
El día transcurrió, pese al mal tiempo, apacible y generoso. Como siempre, Madrid, mereció la pena.

7 de febrero de 2011

Esfuerzo

Tras una temporada de desasosiego, vuelvo otra vez a la calma interior, esa calma tan necesaria para que nuestro vivir sea, de algún modo, placentero y feliz.
Intento detectar los motivos de mi recuperado estado de ánimo y compruebo que he ido cambiando ciertas actitudes que tenía para algunas personas, gente de mi entorno que, desde mi punto de vista, me han traicionado -o me ha parecido que lo han hecho-. Hoy he vuelto al café que había abandonado, con un grupo de amigas. Hoy, he intentado olvidar esas pequeñas afrentas, esos comentarios que hieren y que humillan. Esta tarde he hecho un gran esfuerzo por sonreir, por conversar sobre los temas que iban fluyendo sin intentar convencer, mirando a los ojos directamente, dulcificando mi mirada, si cabe, para que se notara que soy la misma de siempre. Reconozco que hice un gran esfuerzo.

30 de enero de 2011

Las horas

"Siempre organizando fiestas para disimular el vacío". "Empieces como empieces siempre acabas siendo menos que lo que esperabas". "Tengo de todo menos lo que más deseo". "A mí me han robado la vida, vivo en un lugar donde no quiero vivir y hago una vida que no quiero hacer". "Alguien tiene que morir para que los demás sepamos apreciar la vida". "Hay momentos en los que estás perdida y deseas suicidarte".



Todas estas frases las he extraido de la película, "Las horas" una historia que ha servido como complemento a la lectura de "La señora Doloway", cuarta novela de Viginia Woolf para narrar un día en la vida de Clarisa Dalloway, en la Inglaterra posterior a la Primera Guerra Mundial.

He participado, tanto de la lectura del libro como de la película, junto al grupo de personas que componemos el club de lectura de la biblioteca pública. Ahora ya, sólo mujeres. Había dos o tres hombres, pero ante nuestros comentarios tras las lecturas, nuestras posturas decididas sobre tantos asuntos, han decidido alejarse del club, poco a poco. Por tanto, ahora sólo somos mujeres, mujeres hechas y derechas, casadas, viudas, solteras. Todas ya con la vida resuelta, hecha y con la experiencia que ha hecho del excepticismo la mejor opción.

Sin embargo, a medida que iba escuchando con atención los comentarios que se hacían sobre las frases que apunto al principio, me daba cuenta de que mis compañeras sienten idénticas sensaciones que las tres protagonistas de "Las horas": incomprensión, soledad, amargura, frustación, sometimiento. Sensaciones exclusivas de las mujeres y que son provocadas, en su mayor parte, por los hombres, por sus compañeros, esposos, amantes, incluso padres o hermanos, que no saben descubrir el alma femenina y su complejidad. Las mujeres somos huesos y carne, nervios y piel, miembros y cabellos, como los hombres también, pero somos mucho más, somos sufrimiento, un sufrimiento que se instala en el alma desde el instante en que somos concebidas en el útero materno, un sufrimiento como la materia, con cuerpo, para alertarla de que siempre va a acompañarla. Un sufrimiento que muy pocos hombres son capaces de detectar y esa falta de percpción la convierten en arma arrojadiza contra ella para provocarle estados de ansiedad y depresión que pueden desenvocar en la locura.
Hay una escena en la película donde se ve a una de las protagonistas que conversa con su marido ante el hijo de ambos, un niño de unos siete años. A medida que avanza la conversación, la mirada del niño, a uno y al otro, va mostrando a la cámara la inteligencia que los niños son capaces de demostrar desde su más tierna infancia. Sus miradas, sus gestos de aprobación o reprobación, de sorpresa y aceptación no necesitaron palabras.

Tras contemplar esta escena yo me pregunté y lancé la pregunta a mis compañeras. ¿En que momento de la vida del hombre, esas percepciones, esos síntomas de inteligencia para comprender la complejidad de las relaciones humanas que se atisban en los niños, se interrumpen para mostrarse en la madurez con tanta torpeza?