23 de noviembre de 2010

Intrusos

Utilizamos las redes sociales de forma mecánica. Aceptamos amigos porque nos los recomiendan otros amigos con toda normalidad porque comprobamos que hay un respeto tácito entre los usuarios.
Hace dos días alguien solicitó mi amistad. Examiné muy de pasada a la persona y vi que era amigo de la alcaldesa de Zamora y de alguna persona más conocida mìa. Por eso acepté su amistad. Casi al momento me saluda desde la ventanita del chat. Le pregunto que quién es pues no le conozco de nada y me dice que un amigo que quiere conocerme. Me pregunta que dónde vivo y, casualidad, él también vive en Zamora. Me pregunta los años le digo que puedo ser su madre, me vuelve a preguntar que cuántos, se lo digo y me dice que no lo parece. Bien, y ¿qué?
Me pregunta que a qué me dedico, le digo que a escribir. ¿Qué estás haciendo? Trabajando le contesto. Quiere saber si estoy casada. Le digo que sí y que tengo una hija de su edad. Me dice que si quiero quedar con él para tomar algo. Nooooooooo, estoy en mi casa muy tranquila y le despido con educación.
Ayer, vuelve a saludarme y de entrada me dice, "hola preciosa, me gustas mucho y me gustaría quedar contigo para tomar una copa". Gracias pero no acostumbro a tomar copas con desconocidos, además ya te he dicho que estoy casada. No importa, me dice. Y ahí comienza a desviar la conversación por terrenos farragosos que me incomodaron. No hace falta ser mucho más explícita, pero el susodicho quería lo que, al parecer, se consigue con facilidad por medio de las redes sociales.
Eliminé su dirección de mis amigos.

20 de noviembre de 2010

Escribir

¿Qué es un libro, sino un montón de páginas en letra impresa? ¿Qué mueve a quien lo escribe a plasmar en ellas cuanto se le ocurre?
Esta pregunta me la he formulado en muchas ocasiones y siempre llego a la misma conclusión. Por amor. Se escribe por amor, por un irrefrenable deseo de amar y de ser amado. Para proyectar en los demás nuestros pensamientos y nuestras sensaciones, porque los unos y los otros son lo mejor de uno mismo y desea compartirlos con los demás, íntegros, sin limitaciones, sin que se tergiversen.
Escribir, lo dijo Camilo José Cela, es un acto solitario e íntimo, es como despojarse del ropaje ante el ser amado en estrecha e íntima comunicación. Y así es como el escritor intenta llegar al lector, en soledad, plasmando en el papel los pensamientos que se han ido madurando durante mucho tiempo, consciente o inconscientemente, hasta sentir la imperiosa necesidad de transmitirlos.
Escribir y amar, por tanto, son la misma cosa desde que el lector recrea su vista por las páginas de cualquier libro.
Desde que yo era muy niña, sentía una especial atracción por la literatura, lo que me hizo muy pronto descubrir el mundo de los libros. En ellos encontré la fantasía que un niño necesita, el refugio que busca en ocasiones y las ilusiones que alimentan su propia imaginación. Fui creciendo con ellos, gozando y sufriendo al mismo tiempo, porque contra lo que se piensa sobre la infancia, que ésta es inmensamente feliz, nada más lejos de la realidad, porque el niño tiene una capacidad de sufrimiento ilimitada aunque al instante le desborde la alegría. Tanto el goce como el sufrimiento, el niño los vive intensamente y yo viví ambas cosas siendo muy consciente de ello. Recuerdo sufrir por las cosas más pueriles y sencillas y gozar por lo más insignificante. Pero, sin duda, esas sensaciones irían modelando y fraguando mi carácter y afianzándose mi personalidad.
Recuerdo que uno de mis primeros libros de lectura me lo regaló un tio mío, sacerdote. Se titulaba "Mujercitas". Aquél libro lo leí y releí, qué se yo cuántas veces, porque aquellas cuatro hermanas, las protagonistas, Meg, Beth, Jo y Amy, me ensimismaban con sus preocupaciones, andanzas y problemas. Una de ellas, Jo, como a mì misma, le gustaba escribir y era con la que más identificada me sentía. Me metí tanto en el personaje que era yo la que sufría y gozaba al mismo tiempo que lo hacía ella.
Más adelante fueron sucediéndose otros títulos y otros autores. Aquellos viajes fantásticos de Julio Verne, los retratos costumbristas de Juan Valera, el realismo de los escritores rusos y lo que escribían sobre el ser humano, me invadían de tristeza. El argumento de Crimen y Castigo, de Dostoyesky me mantuvo aterrorizada durante mucho tiempo cuando recordaba al atormentado Raskolnikov asesinando a la anciana. Aquél crimen novelado por el escritor ruso me enseñó a mí que la propia conciencia puede convertirse en nuestro juez más implacable.
También El Quijote, releído a retazos en la escuela, me mostraba los campos áridos y mesetarios de la Mancha, llegando a serme tan familiares como el escuálido Don Quijote, Sancho Panza o Rocinante. Aquellas siluetas manchegas me hicieron revivir al inmortal Cervantes día tras día como si de un miembro de la familia se tratara.
El lejano mundo de la India y la espiritualidad que derrochaba Rabindranah Tagore, en Gora, una de sus obras maestras, hicieron que mi espíritu se sensibilizara para captar mejor las reacciones del ser humano. Aquellas reflexiones sobre la vida, minuciosamente expuestas por el filósofo hindú haciánme indagar con avidez sobre lo más profundo de mis propios pensamientos y me hacían, al mismo tiempo, escrutadora de los ajenos.
Las lecturas nos van formando, nos formaron, hicieron que fuéramos evolucionando con el tiempo, transformaron nuestras formas de pensar, dieron al traste con ideales que quedaron obsoletos. Las lecturas nos enseñaron a amar y nosotros, cuando escribimos, recogemos el testigo de ese amor para trasladarlo a los demás. Esa es la mayor intencionalidad de quien escribe. Insisto, diría que es el mayor acto de amor.

18 de noviembre de 2010

La sequía

En mis manos "El antropólogo inocente", de Nigel Barley, un libro, dicen, muy gracioso y que cuenta cosas divertidas. Llevo leídas más de noventa páginas de las doscientas y pico que contiene el libro y no ha conseguido arrancarme una sonrisa. El protagonista, el antropólogo inocente, comienza su relato narrando los pasos que tuvo que dar para hacer ésto o aquéllo, para que le permitieran ir aqui o allá, etc. Burocracia y más burocracia que consigue aburrir al lector y quitar las ganas de continuar con las peripecias.
Asisto a un club de lectura organizado por la Biblioteca Pública y allí he conocido a un grupo de gente estupenda con las que comparto inquietudes, conversaciones, excursiones y, por supuesto, lecturas, el verdadero mótivo de nuestos encuentros. Bien es verdad que, sin que la lectura haya pasado a segundo plano, sin embargo este grupo de personas se ha hecho compacto. La amistad ha crecido y se ha consolodidado. Ahora no solamente nos vemos el día que toca ir a la biblioteca, sino que propiciamos otras actividades: marchas campo a través, - son todos muy andariegos-recogida de setas, viajecitos, conciertos, teatros, conferencias, etc.
Hoy hablaba por teléfono con una de mis compañeras sobre el libro del antropólogo y le digo que no voy a ser capaz de terminarlo. Mi errita su lectura, pues me hace perder el tiempo y a mí me gustan otro tipo de libros. Ya ha pasado el tiempo en que leíamos todo lo que caía en nuestras manos. Ahora seleccionamos lo que queremos leer en función de lo que nos ayuda a pensar. Y ahí están siempre los clásicos, los antiguos y los contemporáneos y estamos muy necesitados de pensar y de pensar bien sin que nos distraigan con chorraditas como, por ejemplo, cómo rascarse la barriga en época de sequía.
Esta frasecita que destaco en verde la pronuncié en el transcurso de la conversación para convencer a mi amiga de que el libro es una memez. Oí una estruendosa carcajada al otro lado del teléfono. Le digo a mi amiga que yo soy una amante de la antropología, que me encanta conocer otros mundos y otras formas de vida y si puede ser en vivo y en directo, mucho mejor. Al respecto, le referí una anécdota de mi viaje por Malasia cuando llegamos a la isla de Borneo para ver los orangutanes en su propio habitat. Le conté la maravillosa experiencia de ver a cientos de monos saltar por las ramas, muchos de ellos con las crías prendidas en sus pelajes, las madres despiojando a los bebés, peinándolos, acariciándolos, peleándose por la comida que le arrojaba un hombre subido sobre una plataforma unida a un gran tronco de árbol, recibiendo manotazos del hombre porque la comida era para los orangutanes que están en vías de extinción.
Le referí lo que nos contó el guía sobre esas crías que se pierden porque en Malasia, en toda Indonesia, se pasa del día a la noche en un abrir y cerrar de ojos. Y es verdad. Nos contaba el guía que cuando ésto ocurre algunas de estas críaturas se pierden y muchas veces ya no encuentran a las madres. Entonces huyen asustadas hasta que encuentran luces de las pequeñas chozas donde viven algunos habitantes de la selva que todavía se dedican a la recolección. Estas pequeñas familias tribales acogen a estas crías y las alimentan y les enseñan a sobrevivir en la selva. Pero a veces ocurre, que cuando se hacen mayores y los machos quieren aparearse no encuentran con quién y entonces quieren hacer el amor con la dueña de la casa y claro eso no es posible, nos contaba el guía con la mayor naturalidad.
Los tratados de antropología son apasionantes, de hecho, cuando yo estudiaba Sociología la Antropología era una de mis asignaturas favoritas, como la antropología sexual, por ejemplo. Me enteré de muchas cosas como por ejemplo quiénes son los individuos que más y menos copulan en el mundo. Creo recordar que era en alguna región de Africa que, lamentablemente, no recuerdo ni cómo se llamaban. Tendré que consultar en mis apuntes.
Mi abuelo materno, por ejemplo, me ha contado mi madre, le succionaba a mi abuela los pezones antes de tener su primer hijo porque mi abuela tenía los pezones como una niña y sabía que cuando diera de mamar, el bebé le haría mucho daño. Así el niño podría agarrarse bien al pezón y mamaría sin sufrimiento para mi abuela. Mi madre me contó este detalle con la misma naturalidad que se lo debió de contar a ella su padre. Mi abuelo, al parecer, estaba enamoradísimo de mi abuela y todo lo hacía en función de que ella estuviera bien.
Esto sí que es antropología pura. ¿O no?

16 de noviembre de 2010

Gravitar, levitar y crecer

La vida nos reporta no pocas sorpresas. Yo, que soy bajita y, además, la mímica que me caracteriza y el sol que me fascina aunque me mate, me han hecho cosechar un montón de arrugas en mi rostro desde muy jovencilla, resulta que podría haber evitado lo uno y lo otro si hubiera sido astronauta. Al respecto de mis arrugas, me dicen siempre que a mí no se me ven las arrugas, que se me ve a mi. Nada más. Hasta mi hija me lo dice: "Mamá, tú eres muy expresiva y, cuando hablas, la gente se fija en ti, no en tus arrugas". Pues será verdad, -vaya un consuelo-.
El asunto me hace recordar a Pedro Duque y sus viajes espaciales. Dicen los expertos que los astronautas, cuando regresan a tierra tras sus viajes por el espacio, lo hacen con tres centímetros más de estatura y sin arrugas. Tiemblen las firmas como Corporación Dermoestética o la Buchinguer ésa de Marbella, donde va Carmen Sevilla para reducir kilos y quitarse los pliegues cutáneos que le sobran. Nos hacemos todos astronautas y ¡hale! a triunfar en la tele.
Cuando yo era pequeña, recuerdo, soñaba con ser princesa. Incluso, escribí, hace algunos, años un relato que lo titulaba así “Ser princesa”. Me volvían loca las historias de las princesas de los cuentos de “hadas” con las ranas que se convertían en príncipes encantados, solo porque la campesina, superando la natural repugnancia, daba un beso en la piel del “anuro”. Tras el ósculo, un joven con leotardos tipo torero, botas almenadas en los bordes, por la mitad del muslo, a juego con la esclavina y melena por los hombros, hacían desmayar a la chica que despertaba, como no podía ser de otra forma, merced al beso que le daba en la frente el aparecido. ¿A que se imaginan la escena?

Tras el milagro, se casaban, eran felices y comían perdices. Ante tal panorama y con aquellos años, ¿quién no quería ser princesa?.
Más adelante, quise ser escritora, mi verdadera vocación. Me moriré y mi vocación se enterrará conmigo. Sin embargo, en ello ando, permanentemente. Y corrieron los años sesenta y era yo una pimpollita cuando Neil Armstrong pisó la luna. Para entonces ya me fascinaban a mí aquellos viajes. Les confieso, sinceramente, que me hubiera gustado ser protagonista de alguno de aquellos periplos espaciales. Sí, sí, yo quería ser astronauta. Lo digo completamente en serio. Me veía gravitando y levitando, al mismo tiempo, con mis cabellos rizados, extendidos como escarpias en el interior de la cápsula espacial a modo de la Bruja Averías, ¿recuerdan?. Pero la lógica, la madurez y mi aversión por las ciencias numéricas me hicieron comprender que mi camino no era ese. Pero mire usted por donde, ahora resulta que los astronautas crecen y les desaparecen las arrugas. Precisamente, a mí, que me faltan centímetros y me sobran arrugas, como digo. ¡Mecachis! ¿Estaré todavía a tiempo de hacer un master o cursillo acelerado de esos para hacerme ingeniera aeronáutica? ¡Qué cosas... !