1 de noviembre de 2010

El pícaro

El metro de Madrid, a esa hora de la tarde, casí vacío. Apenas tres o cuatro personas en cada vagón. El día de Todos los Santos los madrileños, o están en los cementerios o han salido, como de costumbre, a respirar otros aires.

Todavía cuatro estaciones para llegar a mi destino. En una de ellas entra un pobre anciano, un mendigo, encorvado, que se vale de una muleta para caminar. Cada paso parece que le cueste un gran esfuerzo. LLeva una barba de muchos días y un gorro calado hasta las orejas. En su mano un sencillo bote para las lismosnas. Aunque hace frío se calza con unas chanclas de goma amarillas por donde asoman unos pies delgados y algo sucios. Pienso que debe sentir mucho frío.

Como en otras ocasiones, me arrepiento de no llevar dinero suelto en los bolsillos de mi chaqueta. No sé porqué extraña razón no me gusta que noten el gesto de abrir el bolso y sacar mi billetero para buscar en él alguna moneda. Pero mientras pienso en ello observo que el mendigo, que en esos momentos pasa junto a mí, retrocede y se vuelve. Una señora, sentada a pocos metros le ofrece unas monedas, lo que aprovecho para abrir mi bolso con rapidez para que cuando el mendigo pase junto a mí poder darle algo. Otra mujer, frente a mí le da su limosna. Para entonces ya tengo mis monedas en la mano mientras el hombre sigue arrastrando sus pies y su espina dorsal forma una perfecta semicircunferencia. Yo también colaboro con el menesteroso.

El tren sigue rugiendo imparable bajo el suelo de Madril devorando la oscuridad de sus tenebrosos túneles. Miro distraida a mi derecha, al extremo del vagón y veo al pobre mendigo apoyado en la puerta. Parece que ha levantado la cabeza. Me parece que no es tan viejo como creía. Da la sensación de que se ha incorporado sobre sí mismo. El tren se para de repente y se abren las puertas. El mendigo sale del tren a toda velocidad mientras éste inicia su nuevo destino. Pude ver al mendigo correr sin detenerse, sin volver la vista atrás. Perfectamente erguido.

Sonreí benévolamente ante estos nuevos lazarillos, picarones, embaucadores, tal vez en paro, tal vez vagos, que hacen de la vida arte. Porque, sin duda, el falso mendigo supo representar su papel con suma maestría. Ayer mismo, cuando el avión que me llevaba de Santander a Madrid, un vuelo de bajo costo, donde ya no dan ni agua, el auxiliar de vuelo, un joven atractivo con los cabellos en punta y haciendo una ligera cresta en el centro (horrible moda que amaricona al personal) se pasó los 55 minutos que duro el vuelo anunciando colonias que olían a los campos en primavera, cremas faciales para señoras que dejan el cutis como el de Penélope Cruz o como el de la mismisima Jenifer López, cigarrillos de diez unidades por el módico precio de seis euros, eso si, cigarrillos sin nicotina y que casi, hasta son beneficiosos para la salud. También anunciaba exquisitos bocadillos de ternera donde el queso derretido se desliza por la garganta y llega al estómago triunfante. Toda suerte de articulos imaginables que hacen de los aviones un mercado. El chico, mientras hablaba y añadía chascarrillo tras chascarrillo, con mucha gracia, provocaba las carcajadas de la gente. Sin embargo su rostro se mostraba serio y apenas sin mover un músculo de la cara aunque era consciente del interés que despertaba. Los 55 minutos se pasaron en un santiamén. Al bajar del avión el chico, junto a las azafatas nos despedían al lado de la portezuela. Miré al simpatico joven y le felicité. Me miró sonriente y me dio las gracias. Por último le dije: "Felices Fiestas Navideñas". Gracias, contestó, es usted la primera que me las felicita este año.

Este chico -me dije- podría vender hasta su alma al diablo.

5 de octubre de 2010

A mi padre


Hoy, cinco de octubre, mi padre hubiera cumplido 93 años, pero tuvo la mala suerte de morir relativamente joven, a los 69 años, aunque mucho tiempo antes, la temible enfermedad del Alzheimer lo había apartado de la realidad, de su realidad. Mi padre nació en 1917 cuando estalló la revolución rusa, en un pequeño pueblo del noroeste de la Península Ibérica que es fronterizo con Portugal.

Recuerdo esta fecha, muy especialmente, porque mi padre cumplía años y porque en octubre se celebraba, en esos días, una de las celebraciones que más le gustaba y celebraba. Se trataba de la Fiesta del Ofertorio, y consistía en colocar sobre la pared de la iglesia una especie de árbol con forma de pino, al que se forraba con sábanas blancas unidas unas a otras. Allí se colgaban uvas, manzanas, diferents dulces, cajetillas de tabaco, botellas de licores, roscas dulces aderzadas con anises y toda suerte de productos locales que las gentes, generosamente, donaban. Era el más hermoso bodegón que pueda imaginarse. Y allí, entre la algarabía de niños y de mayores comenzaba la subasta. Cada cual elegía aquello que le gustaba y alzaba su voz poniendo precio. Iba subiendo la cantidad hasta que era adjudicado al mayor postor. Mi padre se mostraba radiante y siempre conseguía la rosca más hermosa y adornada porque sabía que era la que nos gustaba, a mis hermanos y a mí. Después, recuerdo su hermosa sonrisa, iba troceando la rosca para darnos, a cada uno, nuestra parte.

Era octubre y el sol todavía calentaba, y las hojas de las parras habían caído, vencidas y amarillas. Y soplaba una brisa suave y tañían las campanas y la gente se reía y compartía. Y se llenaban los ojos de lágrimas por el puro placer del encuentro familiar que hacía que los abuelos, los tíos, los primos y los amigos se regocijaran por el simple hecho de verse unos a otros.

Mi padre ahora reposa en el pequeño cementerio que se encuentra situado junto a la propia iglesia y yo ya no puedo felicitarle, ni mirar su rostro, ni asustarme con la fuerza de su mirada, porque: /Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tu cara/ y esos ojos que al mirarlos, cuando niña, me asustaban./Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tus manos que se agitan/ que solicitan, lánguidamente, caricias./Huyeron, padre, de tí/ tu energía, tu gran personalidad, tu carisma sin igual, tu simpatía./ Tengo los ojos cerrados, padre / y no puedo ni mirarte, ni siquiera demostrarte/ que yo te he querido, padre/ que te quiero/.

Felicidades, padre.

18 de septiembre de 2010

Valorio

Esta mañana salí a paser con Elisa y Milagros. Nos encaminamos hacia el Bosque de Valorio mientras el sol nos acariciaba con tibieza. Valorio es un lugar que ha inspirado a poetas como Claudio Rodríguez, Agustín García Calvo, Hilario Tundidor, incluso a mí misma. Muchos son los versos que se han escrito. Por Valorio corría yo hace algunos años, ya hiciera frío o calor, lloviera o nevara. Lo hacía al salir de mi trabajo, antes de ir a comer, a una hora en la que el silencio sólo se rompía por el sonido de las aves al posarse en las ramas, por mis pisadas sobre el suelo y, en invierno, por el murmullo del arroyo que atraviesa el bosque. Un día vi a un perro ahorcado, atado su pescuezo con una cuerda que pendía de una rama de añosa conífera. Aquella visión me estranguló la garganta, me quedé sin respiración. Otro día, un chico corría y venía hacia mí con una mano cubríendose el rostro. Se detuvo para pedirme ayuda. Se le había introducido una pequeña rama en el ojo y no podía sacársela. Con la ayuda de un pañuelo se la extraje con cuidado. El chico me lo agradeció emocionado. Aunque han pasado muchos años de aquello, todavía nos saludamos por la calle cuando nos vemos. Hoy, mientras paseaba junto a Elisa y Milagros, vimos a un torero con su capote. Daba capotazos en solitario ante un toro imaginario. Le pedí que posara para mi cámara y accedió gustoso. Nos sorprendió gratamente el espectáculo, por la rareza del mismo y porque el vivo color del capote entre los árboles ofrecía una estampa pictórica de gran belleza.
En Valorio, también, descubrí otro día al gran pintor José María Mezquita. Era invierno y hacía mucho frío. Junto al arroyo, sentado en un pequeño taburete, delante de un caballete, un hombre pintaba sobre el lienzo. Entonces no conocía al pintor. Me aproximé con cautela para ver lo que llamaba tanto su atención. La fuerza del agua del pequeño arroyo había desnudado las paredes de tierra dejando al descubierto las raíces. El pintor las había llevado magistralmente a la tela. Fue un momento mágico que no olvidaré jamás. Nos hicimos amigos. Algunos años después, se expusieron sus cuadros y descubrí aquellas raíces en uno de ellos. Sentí una viva emoción. Me parecía que era algo mío. Más tarde, le pedí que me permitiera ilustrar la portada de uno de mis libros con aquellas raíces que yo había visto pintar. El título del mismo "Poemario plural".
Hacía mucho tiempo que no paseaba por Valorio. Lo abandoné desde que arreglaron las márgenes del río Duero y desde entonces apenas había vuelto. Hoy me he vuelto a encontrar con el bosque y la memoria me ha sacudido con fuerza. Me ha hecho sentir cierto remordimiento. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles.

16 de septiembre de 2010

Mi madre

Mi madre ya no es lo que era. Hace un tiempo que se encuentra desganada, sin ilusión, sin ganas de vivir. Dice que las piernas no le quieren andar, que la llevan a la cama, que es donde mejor se encuentra. Dice lo que decía su madre, mi abuela, que "este cuerpo pide tierra" y me da mucha tristeza porque me doy cuenta de que mi madre ya está cansada. Sus ojos se han empequeñecido, su voz se ha hecho débil, su paso es más torpe. Dice que se siente mal porque se pasa el día mano sobre mano, sin ganas de hacer nada. Hace no mucho tiempo, se mostraba jovial y dispuesta, con ganas de decir a unos y a otros lo que hay que hacer. Arreglaba el jardin, cavaba alrededor de los árboles, se arreglaba su ropa, estrechando o ensanchando sus faldas, arreglando un vaquero al nieto, acicalándose para ir al baile. Hasta hace muy poquito. Mi madre tiene tendencia a deprimirse y cuando esto ocurre, acude al médico a que le cambie el tratamiento. Ahora ya no le apetece ni ir al médico. ¿Para qué? -dice- . Esta misma tarde la he llevado al pueblo para que disfrute de la parra, ahora cargada de uvas que los pájaros van degustándolas picoteando las más maduras. Cuando estén listas para ser cortadas, no quedará ni un racimo sano pues los pájaros se habrán comido las más dulces. Hemos estado sentadas bajo la frondosidad de las hojas mientras el sol de otoño, muy tibio, se filtraba entre las ramas del cerezo e iluminaba su rostro. No he querido bajar al embalse a darme un baño porque no quería dejarla sola. Hemos cogido los higos maduros, los que estaban en las ramas más altas los he aporreado con un palo subida a una escalera. Pese a que las ramas de la higuera parecen frágiles, aguantaban mi cuerpo, total 55 kilos.
El otoño, hoy, aunque todavía no ha llegado, ha hecho su triunfal presencia. Llueve en el exterior y se oye el bramido de los truenos. Llevé a mi madre a su casa. Hasta la fecha, no necesita a nadie, pero esa tristeza que se ha adueñado de su ser me inquieta. Y me entristece.