13 de septiembre de 2010

Últimos baños

Tras mi regreso de Serbia, se me amontona el trabajo. Regreso de Madrid a Zamora para, al día siguiente, viajar a Burgos. Entrevista con uno de los codirectores de Atapuerca. Tras la reunión me introduzco en el Museo de la Evolución, recientemente inaugurado. De bellísima estampa exteriro y de inquientante y didáctico contenido en su interior. Allí, reproducciones perfectas de lo que debieron ser los primeros homínidos sobre la tierra, hace quinientos millones de años, qué se yo. Me parece, casi imposible que se pueda calcular con exactitud que, un fósil, por ejemplo, tenga los años que dicen que tiene, pero, para eso está la ciencia y los científicos. La verdad es que Atapuerca es un pozo sin fondo donde no se sabe si se llegará algún día al abismo. Vuelta a Zamora con la cabeza llena de sensaciones y proyectos.
Me doy cuenta de que la vida nos ofrece constantemente oportunidades para seguir caminando, para no parar, para aderezar los años con nuevas ilusiones y fantasías que se lograrán o no, pero, mientras tanto vamos caminando. La vida, insisto, es como el mismísimo Camino de Santiago, que lo de menos es llegar a la Plaza del Obradoiro y abrazar al Santo, sino hacer el camino, porque, según me cuentan, el camino va ofreciendo, a cada paso una experiencia, una emoción, una sorpresa. Se hacen amigos de todas las partes del mundo, como se hacen amigos en facebook o en otras redes en internet. Vamos cosechando amigos a los que saboreamos a placer. Unos, como el buen vino, nos dejan un excelente sabor de boca que invitan a repetir, otros, sin embargo, a poco que iniciamos el sorbo de la amistad nos damos cuenta de que nos van a hacer daño, o, simplemente, de que no nos gustan, nos repelen y los dejamos allí, aparcados en su sitio. Nos alejamos sin ruido.
Esta tarde, he vuelto a mi pueblo para darme, tal vez, el último baño. El agua estaba serena y el sol brillaba con fuerza. No se divisaba a nadie. Un coche aparcado me indicaba que debía haber un pescador, pero ni rastro del mismo. Cuando esto ocurre aprovecho para bañarme desnuda y dejarme abrazar por las aguas cristalinas del embalse. Me gusta nadar en silencio, escuchando el ritmo de mi respiración, el movimiento, casi imperceptible, de mis brazos. A veces salta un barbo a mi lado y me asusta. Pienso lo que haría si, de pronto, me sientiera atacada por el pez, si me mordiera en una pierna y me desangrara en el agua. Pienso, también, que podría darme un infarto mientras nado y que nadie podría venir en mi ayuda. Me pregunto si es normal que, a mi edad, se pueda ser tan atrevida y bizarra (como dicen los portugueses), para nadar sobre cuarenta o cincuenta metros de profundidad sin sentir temor. A veces, cuando nado desnuda y me encuentro a bastante distancia de la orilla, he visto que se aproxima un coche por la pendiente cuesta que conduce a la playa y nado frenéticamente para llegar donde tengo la ropa, antes de que se aproxime el coche y puedan verme sus ocupantes. Siempre llego yo antes y, naturalmente, nunca se percatan de mi desnudez.
Tras el largo baño, he vuelto a mi casa, ahora en silencio tras la huída familiar, cada uno a su sitio. Me acerco a la higuera, pletórica de higos, y como hasta cansarme, no sin antes recoger una buena cantidad para llevarme a casa. Frente a la higuera, el rinconcito donde enterramos a nuestra gatita Venus, apenas hace un par de meses. Recuerdo sus ojos, su mirada fija en la mía. Recuerdo su calor sobre mi pecho cuando se acurrucaba junto a mí. Salgo de la casa pensando en mi gatita. El reproductor de mi coche me hace escuchar con atención un fado de Joao Ferreira: " No me escreves meu amor, no se que passa contigo".

9 de septiembre de 2010

Larvas

Hace apenas unos días, me encontraba a las orillas del Danubio, en la bonita ciudad de Veliko Gradiste en Serbia. Intentaba pescar con una caña que me pusieron en las manos. Me proporcionaron una pequeña cajita donde, al abrirla y mirar su contenido, casi me da un soponcio. En su interior decenas de minúsculos gusanitos blancos y rojos se movían sin parar. Servían como cebo para que picaran los peces. No hace falta que diga que ni intenté tocar uno con mis dedos. El compañero que tenía al lado, cada vez que mi gusano desaparecía por el inteligente pez que lo engullía pero esquivaba el afilado anzuelo, venía solícito a mi lado para volver a enganchar otro. Y así pasó un buen rato. No conseguí pescar ni un solo pez, pero todos los demás pescaron 1o, 20 y hasta 30 pececillos. Dejé la pesca y esperé a que los demás terminaran. Mientras mis ojos seguían el curso del río apercibiéndome de la placidez del lugar.
No he dejado de pensar en aquella cajita repleta de aquellos repugnantes gusanos. Aunque ha pasado casi una semana de mi infausto día de pesca, la visión de aquellas larvas me persigue. Imagino las sucesivas invasiones que se apoderan de nuestro cuerpo cuando dejamos de existir. Imagino esas larvas sobre mi carne exangüe. Un día oí a Vallejo Nájera, al refirse a la conveniencia de donar nuestros órganos en vida para que alguien pueda prolongar la suya, argumentar, entre otras cosas, que, aunque sólo fuera para evitar las sucesivas invasiones de gusanos que minan nuestros cadáveres, deberíamos ser donantes de órganos. Ni he vuelto a olvidar aquello ni olvidaré tampoco el interior de aquella cajita a orillas del Danubio.

8 de septiembre de 2010

Inmigrantes

Al parecer, en España tenemos más de un doce por ciento de población inmigrante. Hoy mismo, mientras viajaba en el metro de Madrid con dirección a la estación de autobuses, me fijé en los extranjeros. Justamente, frente a mí, un chino, un negro y un hindú. Un poco más allá, dos bolivianos y por los pasillos, entre la gente que iba y venía, personas de diferentes continentes, para comprobar que la noticia es absolutamente cierta.
Muchos de estos inmigrantes se han establecido por diferentes barrios de Madrid poniendo sus propios negocios de frutas, panaderías, comestibles, ropa y calzado. Algunos, incluso, hasta se permiten contratar a españoles en paro.
España ha cambiado mucho en los últimos años. Los españoles están sufriendo, con infinita paciencia, la situación económica que asola al país, que no se sabe si se debe a la mala gestión del gobierno o a la propia dinámica capitalista o, -mucho me temo- a la indiferencia e insolidaridad con las que contemplamos el panorama. Somos indiferentes a la pobreza, somos indiferentes al dolor ajeno y el menesteroso que nos tiende la mano al doblar cualquier esquina para pedir nuestra ayuda, le volvemos la espalda e ignoramos su mirada porque no la resistiríamos.
Por supuesto, los inmigrantes no tienen la culpa de la situación, muy al contrario, contribuyen a la economía y a fijar población, tanto en Madrid como en otras muchas provincias de España, despobladas y abandonadas.
Amigo del comentario, me faltó esta aclaración.

25 de agosto de 2010

La cena

Regreso a casa tras cenar con un grupito de matrimonios a los que no veía desde junio, mes en el que todo el mundo emigra a sus casas de verano, porque se trata de gente bienacomodada que tienen una casa de invierno y otra de verano. No les critico por ello porque cada cual tiene lo que tiene. Yo también tengo una casa en mi pueblo que comparto con mis hermanas y mi madre, una casa que, por un lado me proporciona mucha dicha y por otro, me desasosiega y me hace sufrir porque lidiar con la familia tiene su intríngulis. Mi madre tiene sus favoritos entre sus hijos y yo no me encuentro en el grupo. A mí se me considera muy afortunada porque sólo he tenido una hija, no tengo problemas, -piensan ellos- y "hago lo que me da la gana". Al respecto, antes decidía si hoy ponía lentejas y mañana garbanzos, pero hoy, ni eso, porque mi marido, desde que se jubiló se ha hecho un cocinillas y me ha apartado de los fogones. Él se lo guisa y él se lo come, y nunca mejor dicho porque le encanta ir a la compra y hacer la comida. La verdad es que, para mí, es un descanso porque no hay cosa que más me aburra que ir a comprar al super. Lo odio, como odio salir de tiendas como van algunas de mis amigas que para comprarse unos zapatos recorren todas los comercios, revuelven aquí y allá y al fín compran los primeros zapatos que vieron en la primera tienda. Yo no soy así, yo si tengo que comparme un vestido, entro en la primera boutique si veo uno en el escaparate que me gusta. Entro, me lo pruebo y si me sienta bien, compro. Y punto. Los comerciantes siempre me dicen que conmigo da gusto.
Mis amigas, con las que he compartido cena, son frívolas y del Opus Dei, van a misa todos los días y comulgan. Me encanta provocarlas y decirles que yo, a estas alturas de la película sólo voy a misa en la bodas y en los entierros. Les digo que la religión católica es la más hipócrita de cuantas he conocido. Les digo que me gustaría hacerme budista o protestante. Ni se imaginan con qué cara me miran.
Vuelvo a mi familia. Dicen que hago lo que quiero porque viajo mucho (gracias a Dios) y porque,además lo hago sola pues mi marido, muy pasivo, no le gusta como a mì (él se lo pierde) y suelo invitar a alguna amiga pues se trata de viajes que me invitan por mi trabajo como escritora. Las elijo que hablen inglés porque en mis viajes tengo que bregar en inglés y el mío es deficiente, diría que nulo, porque estudié tres años, hace mucho tiempo y no me ha dado por retomarlo, prefiero llevar traductoras que me ayudan. En mis viajes me reúno con polacos, rusos, lituanos, griegos, italianos, bielorusos, rumanos, portugueses...y todo el mundo habla inglés para entenderse. A mis amigas les cuento cosas de mis viajes y suelen alucinar en colores (como dicen los jóvenes en España). El caso es que mi familia me considera muy afortunada por este tipo de vida que hago: lo que me da la gana -dicen- Pues no, ni mucho menos, estoy llena de frustaciones porque siento que no me quieren como quieren a los demás, porque no son tenidas en cuenta mis opiniones, porque, ni mucho menos, he hecho lo que he querido, porque ni siquiera he manejado mi propio capital, porque me han hecho vender casas que no quería, porque yo siempre tuve la ilusión de marcharme a vivir fuera de esta ciudad levítica que me carga y me estresa porque todo el mundo me resulta hostil, porque me cabrea ir por la calle y reconocer a la gente con nombres y apellidos, porque me gusta el anonimato, porque me gusta mirar a la gente que no conozco para intentar inventarme su historia. Suelo hacer este ejercicio cuando viajo a Madrid y tomo el metro. Es apasionante recorrer con la mirada los rostros de las gentes. Es apasionanante lo que la imaginación es capaz de inventar. En fin, he regresado a casa de cenar con pijos en una ciudad pija y en un sitio más pijo todavía.