8 de agosto de 2010

Trébol en los libros

Soy un auténtico desastre. Me encuentro un pendriwe (¿se escribe así?) lleno de archivos, de textos escritos en diferentes momentos y circunstancias. Ni recordaba que lo guardaba. He estado husmeando en mis propias cosas y selecciono ésta al azar:

"Se van amontonando en estanterías y cajones, toda suerte de catálogos, folletos, fotografías, blocs de notas, agendas caducadas y obsoletas, relatos inacabados, recortes de prensa, un sin fin de cosas, muchas inservibles ya, que, no sé por qué, siguen ahí pero ahí están, ocupando diferentes lugares y rincones según busco entre ellas. Pienso, eso sí, que todos esos objetos tuvieron su vigencia, su pequeña historia. Pienso también que, al menos, podía ordenar y clasificar, pegar fotografías, unir poemas y relatos, terminar los inacabados, destruir definitivamente lo que ya no sirve, pero todo se queda en buenas intenciones y mejores pensamientos para que todo siga definitivamente en ese atractivo desorden, para, en cualquier momento, volverme a sorprender y emocionar tras el hallazgo de una piedrecita, un mechón de pelo guardado en una cajita, una pequeña frase recogida en cualquier papel, al azar, y que todavía me sigue estremeciendo, una dedicatoria romántica en la pasta de un libro, una vieja fotografía, un trébol de cuatro hojas, reseco, entre un libro de poemas de Lorca, o de Machado:

“Machado caminando por campos de Baeza/ sus manos apoyadas al callado/ contemplando el paisaje de la sierra...”

Es realmente excitante hurgar en los escasos ratos libres, entre tantos objetos olvidados, es como encontrarnos con el tesoro del Titanic, hundido en el Océano, pero con la particularidad de que todo cuanto se encuentra en él, es indicio de un pedacito de nuestra propia vida, como en “La canción del esposo soldado”, a borbotones de amor y sementera.
A veces nos obsesionamos en poner orden a todo, hasta a los fenómenos naturales y nos encontramos con que es contraproducente. Como tampoco merece la pena poner orden a esos pequeños y oscuros objetos de deseo, porque se quiebra el caudal de las sensaciones. No se puede poner orden en el corazón que late a su ritmo, unas veces pausado, otras vigoroso, para recorrer los últimos metros de la carrera. Recorrer con los dedos esos pequeños tesoros, se parece a recorrer la piel del ser amado, que se estremece al notarlos.

El Dalai Lama está en nuestro país para recordarnos que su filosofía de vida es la compasión, la tolerancia, la solidaridad, el respeto al prójimo, la unidad de las religiones. El Dalai Lama ha venido a nuestro país con un bello mensaje: el dinero no da la felicidad, los valores humanos se basan en la ética y en la compasión. Aprender a vivir, dice, es aprender a desprenderse.
Tal vez, debiéramos a aprender a desprendernos de todo lo que no sean esos objetos inservibles que guardamos en nuestras cajas y estanterías. "

3 de agosto de 2010

"Venus"

No me imaginaba que esta entrada iba a hacer, otra vez, referencia a mi gatita Venus. Otro sábado de teatro en el magnífico recinto del castillo medieval de Zamora. En esta ocasión, Fuenteovejunta. Ya sabéis aquéllo de "todos a una". Excelente representación en un escenario de lujo en el foso del castillo donde las piedras se yerguen con la misma altivez que el Comendador. Para esta ocasión, mi gatita ya duerme el sueño de los justos en un rinconcito, entre la hiedra que crece salvaje por las paredes de la tapia de la casa.
Venus, hace unos días, maullaba y me seguía por la casa. La acaricié como de costumbre y mi mano se empapó de humedad. En un principio pensé que se habrìa mojado en el cesped del jardín, pero al instante comprobé que no era agua sino sangre. Corrí con ella al veterinario y enseguida me comunicó que aquello era un tumor maligno, de esos que crecen rápidamente. Fueron unos minutos de conversación apenas, pero mientras ese tiempo corría comprendí que el consejo del veterinario era la eutanasia inmediata. Mi gatita tenía veinte años. Veinte años de fidelidad, de cariño, de compañía constante, sobre mi pecho cuando me tumbaba en el sofá, junto al teclado de mi ordenador bajo el calor de la lamparita. Allí permanecía durante horas hasta que me iba a la cama. En estos momentos en que escribo pienso en ella y la extraño pero, curiosamente, siento paz porque Venus tuvo una vida muy placentera a mi lado. El veterinario le aplicó una inyección para dormirla. Durante diez minutos acaricié su suave pelo hasta que quedó profundamente dormida. Después le inyectó lo que provocaría su definitivo sueño. No se movió. Sus ojos abiertos parecían mirarme. No sé por qué no estoy triste. O no me siento como creía que debería sentirme. A mi memoria viene aquello que una vez me dijo un amigo cuando hablábamos sobre la muerte. Me decía que cuando se nos muere alguien, le lloramos con desesperación porque no nos hemos portado bien con él en vida. Cuando somos conscientes de que hemos sido siempre fieles compañeros, atentos, solícitos y hemos amado de verdad, cuando esa persona se va, pasados los primeros momentos tras la marcha definitva, nos invade una sensación de paz y de armonía. Nos sentimos bien con nosotros mismos.
Tal vez, esa sea la razón por la que yo me siento bien, porque soy consciente de que mi gatita ha recibido constantemente mimos, cuidados y atenciones. Porque siempre recibí fidelidad y cariño y yo no hice más que corresponder. Incluso asistí a todos sus partos sin apartarme de ella, hasta que salía el último gatito de su pequeño vientre. La cuidé y cuidé a sus repetidas proles hasta el destete, hasta los dos meses, cuando Venus, ya cansada, parecía necesitar que los gatitos hicieran su propia vida. Se los iba quitando paulatinamente hasta dejarla sola, lista y preparada para un nuevo apareamiento y consiguiente parto. Fueron cerca de diez veces. Me hice experta en partos felinos. Así aprendí que las gatas, en el momento del alumbramiento, pueden hacer varias cosas a la vez: lamer al gatito que acaba de parir, estimularse los genitales para ayudar a salir al siguiente, ir comiéndose la placenta y, al tiempo, intentar cazar a una mosca que merodea junto a ella atraída por el olor. Confieso que observaba todo este proceso con fascinación. Podía pasarme toda una tarde, o una mañana entera mirando y atendiendo a mi gatita. No podía ni ir al lavabo pues era capaz de correr detrás de mí mientras uno de sus gatitos asomaba la cabeza. Aprendí que no debí moverme de su lado pues me necesitaba allí, junto a ella.
Fue hermoso, fueron veinte años de fidelidad mutua, de amor y de respeto.
Descansa en paz gatita mía.

26 de julio de 2010

La felicidad

Son las cuatro y cuarto de la mañana y no consigo dormir. El café que tomé a las ocho de la tarde me ha quitado el sueño. Escucho la radio, oigo a personas desesperadas contando sus penas, sus angustias, sus miedos. Una señora que no puede pagar a su casero y éste la acosa. Entra de repente en su casa (tiene llave) y la sorprende en la ducha, desnuda. Un pobre hombre, educado y sensible, se horroriza del maltrato a los animales. Su perro ha muerto por el calor. Le engañaron al comprar su casa diciéndole que reunía todas las condiciones de habitabilidad y resulta que es un horno. Su pobre perro no pudo resistirlo. No sabe qué hacer, mientras se cuece de calor aguantando este tórrido verano.
Mientras escucho todo esto, me revuelvo en la cama intentando conciliar el sueño y pienso en la felicidad. Esa felicidad que se nos presenta a retazos, como soplos de aire fresco que vienen y se marchan inmediatamente sin que nos de tiempo a apresarlos.
Me levanto y conecto mi ordenador. No sé para qué, pero aquí estoy, frente a mi pantalla. Mi gatita duerme sobre el sofá. Temo que las teclas del ordenador, al presionarlas la despierte. Si lo hace, vendrá inmediatamente a mi lado y se colocará bajo el calor del flexo, con la cabecita apoyada en una esquina del tecladodo. Procuro tocar las teclas con cuidado y sigo pensando en la felicidad. Me pregunto cuántos momentos en el día he sido feliz hoy. Muy de mañana, salí de mi casa para dar un paseo por la orilla del Duero. Brillaba el agua bajo el puente y algunas cigüeñas atravesaban el río para ir a posarse en la cúpula de la catedral. Mis pies me conducen por el puente de piedra y me acuerdo del inquietante libro "un puente sobre el Drina", donde narran todas las peripecias que pasaron los desgraciados que lo construían allá por no recuerdo qué siglo. Debía de ser un puente parecido a este por donde paso ahora. Todavía me sobrecoge la escena donde se narra con todo lujo de detalles un empalamiento: "un palo larguísimo, terminado en punta afilada y untada de grasa. Se introducía la punta por el recto del pobre hombre (siempre eran hombres) y el palo seguía por el interior del cuerpo sin dañar órganos vitales para que el atroz sufrimiento durara días, cuantos más mejor. El palo podía salir por la boca. El empalamiento es uno de los tormentos más atroces que se propiciaban al hombre. No sé por qué pienso en esta tortura. Me horroriza y me hace pensar en la bestialidad del hombre. La felicidad, ¿qué sabían de felicidad aquellos infelices?
Quiero limpiar mi mente de turbios pensamientos y me traslado al pasado sábado, cuando presencié la obra de teatro anónima "El lazarillo de Tormes". Sí, el espectáculo me procuró felicidad. LLegamos al recinto del castillo medieval y antes de entrar en él para el espectáculo nos dieron a cada persona un sobrecito con una carta de la baraja. A mi grupo nos tocaron reyes. Que entren todos los reyes. Pasamos. Allí nos ordenaron quitarnos los zapatos y los introdujimos en cestos de mimbre. Nos dieron una venda negra para que nos tapáramos los ojos. Esperamos. Una voz, femenina o masculina, se iba acercando a nuestros oídos y susurraba frases como: "el lecho es la tierra" "el cielo está estrellado..." "el vino os calentará el corazón" . Mientras acercaban a nuestra boca un jarro con vino fresco. Bebíamos. Y ahora -nos dijeron- dejaros llevar y caminad. Nos tomaron de la mano y nos la llevaron a una gruesa cuerda. Descalzos y con los ojos vendados íbamos pasando los espectadores (todavía no veíamos nada, pero aquello se aproximaba a lo que podía ser felicidad, un rato feliz). Caminad despacio, sin soltar la cuerda, dejaos conducir. Nuestros pies fueron pisando arena fresca, hojas de parra, (parecían), uvas (pisamos uvas). Y así iba pasando el tiempo y la felicidad en nuestro corazón. Cuando terminamos el recorrido, dando vuelta a la fortaleza, nos ordenaron quitarnos la venda. Ahora ya podéis calzaros. Las sonrisas en cada uno de los rostros eran más que evidentes. Éramos felices.
Y ahora, venid. A pocos pasos nos esperaban el vino y las viandas. Comimos y bebimos y comentábamos cuán bien nos sentíamos. Nos habíamos dejado llevar por los actores. E iban llegando los otros grupos, poco a poco. Y los que allí estábamos, en medio de tan mágico recinto, hablábamos unos con otros, disfrutábamos, éramos felices, sí, muy felices. Cuando ya estábamos todos los espectadores reunidos nos ordenaron seguir hasta dar con el lugar donde iba a representarse "El lazarillo de Tormes" por el grupo ARCHIPERRE. El escenario, los decorados, la puesta en escena, la interpretación, la noche, la luna asomando tras la muralla y nosotros, todos tan felices, al final, aplaudimos llenando el espacio y la noche con nuestra felicidad.
Y ahora, voy a ver si consigo conciliar el sueño. Son las cinco menos cuarto de la madrugada. Mi gatita sigue durmiendo.Tengo que hacer varias cosas en este día, tendría que madrugar pero no sé como voy a conseguirlo.

22 de julio de 2010

Máscaras

Compruebo, no sin cierta inquietud, que mi ciudad me agobia y estresa cada vez más. Me reafirmo en mi idea de que Zamora es una ciudad para extrañarla, es decir: para alejarse constantemente de ella hasta echarla un poco de menos. Me inquieta, como digo, esta sensación porque por suerte o por desgracia, ésta es mi ciudad, aquí está mi gente y esta es mi tierra, pero me agobia y me hace sentir a disgusto. Podría citar razones y no acabaría nunca, pero siempre por abreviar, diría que las razones suenen tener nombres y apellidos. Personas con las que trato pero que me hablan desde una máscara. Y es muy triste hablar siempre con la máscara en vez de con la persona que se esconde tras ella.
Me pregunto cuál es la razón por la que unas personas se muestran tal y como son en realidad y otras, sin embargo, viven en la farsa permanente. Les gusta la hipocresía y huyen de la sinceridad porque les asusta, confundiendo la sinceridad con la mala educación.
No sé por qué estoy reflexionando sobre algo tan tedioso que me resta energía y me hace sufrir. Me viene a la memoria aquella frase de Buda que dice algo así como: "enciende tu propia lámpara y encontrarás la luz". En verdad nadie nos ilumina la vida a no ser que encendamos la candela para que nos guíe por el camino que deseamos. Ayer me despedí del amigo Walter, un italo-brasileño afincado en Lisboa que sabe mucho de la naturaleza humana y sus debilidades. Prometió que me mandaría mi carta astral. Sólo tengo que decirle el día de mi nacimiento, el año, el lugar y la hora en que nací. Esta misma tarde se lo he preguntado a mi madre y me dijo que nací a las tres de la mañana. Era el dato que me faltaba para enviar a Walter la información que necesita. Imagino lo que va a decirme. Estoy segura que me dirá lo mismo que me dijo una mujer en Natal (Brasil), el año pasado, cuando tomó mi mano y la sujetó fuertemente entre las suyas, mientras me miraba a los ojos y me decía: "Tú tienes mucho dentro de ti, mucho que debes dar a los demás, mucho bueno dentro de tu corazón que tienes que sacarlo".
Pero ¿qué ocurre cuando no podemos, o no se nos permite, ser dadivosos? A veces nos sentimos impotentes, presos dentro de nuestra propia cárcel, azuzados por el carcelero del yo que nos impide romper esas rejas de la convicción, de los prejuicios, de la gente de nuestro entorno, esa gente con nombres propios, con máscaras, aunque no sea Carnaval.
Voy a enviarle a Walter mis datos a ver qué me dice mi Carta Astral.