12 de junio de 2010

Tía Teodora

La tía Teodora no era tía mía, sino tía de unos vecinos de la casa donde pasábamos los veranos. Fueron veinte años, tres meses cada verano. Exactamente desde que mi hija tenía tres añitos y aprendía a montar en bicicleta. No hace mucho tiempo decidimos venderla, pero yo siempre me acordaré de aquella casa, del jardín, de cómo vi crecer cada árbol, cada arbusto, cada rosal, el cesped que crecía y decrecía, de cómo vi, también, crecer a mi hija y de verla corretear y chapotear en la piscina, de pedalear frenéticamente con sus amiguitos, primero con una pequeña bici con ruedecillas traseras, después con su bici rosa. Y se fue haciendo adolescente y dejó la bici y tuvimos que comprarle una moto porque se lo prometimos si aprobaba todo en junio. Y aprobó. Y tuvo su moto para mi desesperación, hasta que, pasados unos años, se deshizo de ella para mi definitivo alivio.

La tía Teodora, tía de mis vecinos, como digo, era alta y delgada, desgarbada y sorda, su columna se doblaba haciendo casi un perfecto ángulo recto. Teodora era soltera y entera. Sí, entera. Teodora no conoció varón porque "iba para monja" según sus sobrinos, pero tuvo que atender a su hermana María en cada parto, una madre prolífica. Los años fueron pasando y Teodora se quedó, sino para vestir santos, que también, cuando lo requerían las procesiones de su pueblo y había que arreglar a las vírgenes; para tejer y coser. Teodora tejía y cosía todo lo que caía en sus manos, todo lo que le encargaban sus sobrinas. Teodora me recuerda a Irene, la protagonista del cuento de Cortázar: "La casa tomada". Al parecer, Irene "tejía para no hacer nada". Cuando una mujer teje o cose sin parar, sin apenas levantar la vista de la labor, es como si abandonara el mundo y el mundo la abandonara a ella. Es el gran pretexto para que nadie la moleste, para que nadie ose interrumpir sus pensamientos. "Tejer para no hacer otra cosa". Qué gran disculpa.

Escribe Cortázar en "La casa tomada" que a él se le pasaban las horas viendo "las manos de Irene, como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos." -Era hermoso- añadía Cortazar. Y como diría mi amiga Silvia, argentina. "Hermoso". Era hermoso, también, ver coser y tejer a Teodora mientras no paraba de hablar.
Una de mis vecinas, Isa, sobrina de Teodora, tenía 7 hijos, entonces adolescentes. Isa se pasaba el día haciendo croquetas y albóndigas. "Hoy he hecho 50 albóndigas" o "he hecho para mañana, 70 croquetas". A Teodora no podía encargarle cocinar porque tenía las piernas muy malitas y la espalda muy encorvada y siempre estaba sentada. A veces, cosía y cosía repasando ropa blanca, rellenando agujeros pasando la aguja una y otra vez hasta que los huecos desaparecían. Era un primor ver su trabajo. Otras veces Isa le daba un cesto lleno de calcetines, cada cual con un "tomate". Teodora disfrutaba cosiéndolo todo. A veces, Isa descosía un pantalón entero para que Teodora no se quedara sin trabajo.
A mi me encantaba pasar al jardín de mis vecinos y escuchar a Teodora contar su vida. Una vida simple, simple y virgen. Ya he dicho que Teodora era soltera y entera. "Y a mucha honra", solía decir. "Quita payá a los tíos", "no dan más que problemas".
"La casa tomada" de Cortazar me ha dado a mí pie para recordar las casas de mi infancia, aquellas casas de mis despertares infantiles, de mis descubrimientos. El mundo se descubre en la propia casa, pegado el oído a las paredes, escuchando los murmullos, atendiendo a las conversaciones de los mayores, a los silencios, a los gritos, a las risas, a las miradas severas, a las complacientes y cómplices.
Cuánto se aprende en la casa. Cada una de ellas contiene una historia, y cada una de ella, con su propia enjundia.

9 de junio de 2010

El tiñoso

Estoy bloqueada, obstinadamente cerrada. Tengo la sensación de que mis ideas se han encorsetado, viven en la verticalidad, herméticamente ocultas, oprimidas. Y lo más duro de la situación es que no permito, ni quiero, que salgan de mí, que me evadan de mí misma....
Cada vez me afianzo más en la idea de que nuestros peores enemigos viajan con nosotros, se nos han subido a la chepa, como ese viejo tiñoso y maltrecho que alguien se encontró en el camino y le ayudó a enderezarse y a que se subiera a su espalda para que avanzara. Entonces el tiñoso renació de su propia miseria, se irguió a lomos del pobre hombre, apretó sus rodillas contra la doblada espalda de su salvador y comenzó a azuzarlo para que corriera.
Nuestra mente, a veces, se empeña en ser como ese viejo miserable: nos azuza, nos impele, nos masacra, nos hace despreciables, nos impide hasta de limpiar nuestra conciencia, dura y cruel como el tiñoso.
Hoy he estado viendo la vida de Gala, la famosa musa de Dalí, la musa universal, la única musa del siglo XX. Gala sólo fue musa. Se conformó con muy poco. Hoy, las mujeres no quieren ser musas de nadie, quieren ser ellas. Sólo quieren ser ellas, sin que las encorseten, sin que las rieguen cada día para estar bellas y lozanas. Las mujeres hoy quieren conquistar el mundo como ellas fueron conquistadas a lo largo de la historia. Las mujeres hoy, quieren todavía algo más: quieren que las dejen vivir, quieren libertad, quieren desprenderse hasta de sí mismas: su peor enemigo.

18 de marzo de 2010

La tía Fernanda

Fernanda era una joven atractiva y despierta. Vivió su niñez y adolescencia en un pueblecito aislado del mundanal ruido sin más distracciones que las fiestas y las celebraciones familiares. Era guapa y lozana y los chicos del pueblo se la rifaban. LLegó a tener tres novios a la vez pero no le gustaba ninguno para casarse. Ella esperaba su príncipe azul que la enamorara y la llevara al altar. Pero ese príncipe no llegaba y ella se entretenía con lo que había.
Uno de sus novios era muy zafio y paleto. Ella le daba calabazas una y otra vez y hasta le hacía cambiarse de ropa pues decía:" yo, con esas pintas no voy contigo a ningún sitio". El pobre novio iba mohino a su casa para cambiarse de ropa. Si llevaba un pantalón de pana, se ponía uno de paño y si lo complementaba con una camisa de cuadros, ella le decía que debería haberse puesto una camisa blanca y corbata. El pobre novio iba y volvía a ver a Fernanda hasta que, ya avanzada la tarde, era hora de marcharse a casa y el pobre no había podido ni acariciarle la mano.
Otro de sus novios, que le hacía un poco tilín, no podían llegar a nada porque Fernanda tenía un perrito que no se apartaba de ella y el pobre animal tenía por costumbre de, cuando llegaba el afortunado a buscarla y se sentaban en el poyo de piedra que había delante de la casa, el perro se colocaba frente a la pareja y, al parecer, asomaba su colilla color de rosa, puntiaguda y pequeña. A Fernanda le crispaba los nervios ver al perro, así, de esa guisa. Cada tarde ocurría lo mismo y Fernanda no podía concentrarse ni el chico ni en la conversación pues el perro la avergonzaba.
Una tarde, tan cansada estaba de la situación que se encaminó al río mientras iba seguida por el fiel perrillo. Al llegar a la orilla, Fernanda, que llevaba escondida una cuerda, cogió una piedra lo suficientemente grande y la enrrolló a la misma haciendo un fuerte nudo para que no se soltara. Con la otra punta enrolló el pescuezo del animal e hizo un nudo en torno al mismo. Lo tomó en sus brazos, no sin antes haber arrojado la piedra al agua para lo que se había subido a una peña. Acto seguido dejó caer al perro que siguió la suerte de la piedra. No lo volvió a ver.
Fernanda se quedó tranquila pues nunca más el perro sería testigo de sus encuentros con su novio.
Pasaron los años y el tercero de sus novios, del que realmente estaba enamorada, se marchó un día, dijo, para arreglar los papeles para la boda, pero el novio nunca jamás apareció. Fernanda se quedó rumiando su pena y también, -tal vez- su remordimiento, hasta que le llegó el cuarto novio al que no quería en absoluto. Se casó con él y vivió con la comodidad que ella quería y llena de cariño por parte de su marido. Hoy, ya anciana y sumida en una fuerte depresión ve pasar los días, las horas y los minutos, sola, aunque tiene hijos y nietos, pero, cada cual, anda a lo suyo.

16 de marzo de 2010

Día perro

Hoy es uno de esos días en los que más me hubiera valido quedarme en la cama. De pronto tengo frente a mí la guerra. Esa guerra interpersonal que no se sabe de dónde viene pero que viene. Viene y te ataca desde todos los frentes y tú sin armas para contraatacar.
Ayer me incomodé con una amiga. Hablábamos de poemas y de poetas y le comenté que había presenciado un recital de autores jovenes que no me había gustado nada. Su lenguaje era zafio, a veces soez, pobreza lingüística. Se nota la falta de cultura, se nota el fracaso intelectual de la gente universitaria. Porque se trataba de universitarios.
Mi amiga dijo algo que no me gustó, al tiempo que hacía un gesto con sus manos marcando comillas. Yo la interpreté como quise y le respondí muy airada. Nos cruzamos unos cuantos dardos que a punto estuvieron de matar nuestra amistad, pese a que ésta se remonta desde hace más de treinta años. Más incluso, pues cuando éramos casi niñas ya compartimos clases en el Instituto. En fin. Hoy le he escrito un email para pedirle disculpas. Todavía no me ha respondido.
Hace dos días eché una reprimenda a un amigo, tan áspera y contundente que no supo qué responderme. Lo arreglé después, dándole un beso y disculpándome, al tiempo que le decía "tuve que decírtelo porque se me hubiera clavado la espina durante mucho tiempo.".
Ya no voy a contar los motivos de mi enfado porque puede resultar surrealista, pero a veces, las cosas no salen como queremos. Se nos bifurcan y se pasean por los ignotos caminos de nuestra sensibilidad para hacernos daño. Hoy, desde por la mañana, he sentido esa pesadumbre interior que nos cercena el alma, que no sabemos cómo echarla, sacarla de nuestro corazón para siempre. Cuando esto me ocurre, suelo escuchar música. Fados lastimeros de Amalia Rodrigues, el Réquiem de Mozart, e incluso Concha Buika, la que canta con los ojos cerrados.
Así hubiera querido tener los míos hoy, para no visualizar ciertas cosas.