6 de marzo de 2010

Nadar

Hoy sábado, mientras mis amigas han acudido a la manifestación contra el aborto yo he ido a nadar. Nadar por nadar, como escribir por escribir.
Coincido con niños y niñas que siguen sus cursos. Por suerte queda una calle libre para mi sola y nado. Decía hace unos días que viajar en tren propicia la reflexión y la lectura. Nadar también invita a pensar. Mientras hago un largo tras otro, a braza, de lado o de espaldas, pienso. Hago cábalas memorísticas para ejercitar la memoria. Intento visualizar lo que he hecho desde que me levanté, incluso qué tipo de pensamientos tuve y lo que quiero hacer el resto del día.
Mi amigo Eugenio, el director de "La Voz" me comunica por teléfono que está harto del periódico, a punto de arrojar la toalla. Como siempre, los dueños del periódico no van en sintonía con el director. Ignoran que si un medio de comunicación funciona y gusta a los usuarios es porque los contenidos del periódico interesan a los lectores, pero si se suprimen ciertos contenidos por motivos que sólo buscan quitar o poner a los que lo hacen sin criterio alguno, el periódico dejaré de interesar. Como siempre, prima el interés personal en detrimento del general.
Le comento que si ha leído el brillante ensayo que un intelectual chileno ha publicado en un medio de aquél país devastado por el reciente terremonto y me dice que todavía no. Le comento que esta persona, autor del ensayo se llama Jorge Muzam, que ha vivido en directo el terremoto. Está vivo de milagro. Vivo pero sin nada: sin casa, sin pertenencias, sin rumbo. Habla del saqueo, del odio del chileno pobre hacia las clases dominantes. Dice que han saqueado tiendas, supermercados, hoteles, restaurantes, más que por necesidad por venganza. Los desajustes y desequilibrios sociales tran estas cosas. Yo no conozco a Jorge Muzam más que por Facebook. Se le nota ese desencanto que asola a tantos intelectuales que han esperado tanto de los gobiernos para que arreglen sus países, para que se reparta equitativamente las rentas, para evitar la pobreza, para evitar, también, el enriquecimiento feroz y, sin embargo, éstos gobiernos tan sólo han mirado por sus propios intereres. Es penoso observar esa tristeza, ese desencanto, esa impotencia.
Quienes gobiernan el mundo suelen quedar impunes de sus atropellos para con los pueblos, Debería haber una ley que los castigara severamente, incluso que se les desterrara. Deberían pagar, también, por sembrar tanta tristeza y tanta desesperación en tanta gente de bien, en tanto inocente que no le queda más que ver, oir y callar. A algunos les queda escribir. Siempre habrá alguien que se solidariza con su pensamiento.
Nadar y guardar la ropa.

4 de marzo de 2010

Cenizas

Los relatos de Ángeles Mastreta (van cobrando fuerza) me llevan una y otra vez a mi infancia, a los recuerdos más atávicos, a la muerte, a los entierros, a los velatorios, a ese ir y venir por las casas de los muertos de las gentes sencillas: vecinos, amigos, familiares. Todos agrupados en torno al finado, la mayoría de las veces sobre la cama o ya en el ataúd, cuatro velones encendidos a las esquinas. Fuera finada o finado, siempre las manos sobre el pecho, cruzadas, y entre los dedos el rosario. El rosario. De pronto me vino a la memoria el día en que acompañé a una amiga al cementerio para desenterrar a María, una sirvienta que la había criado a ella y a sus hermanos y que se la llevó con ella cuando se casó. Sólo le puso de condición que la llevaran a su tierra a enterrar, pero se murió de repente y los nervios le jugaron una mala pasada a mi amiga. La pobre María fue enterrada donde no debía haberse enterrado. Hubo de esperar a que pasaran diez años para que María fuera a su tierra. Y nunca mejor dicho, para que María se confundiera con su propia tierra. Esta historia ya la escribí en su día y se publicó en mi primer libro de relatos donde lo cuento todo con pelos y señales.
Mastreta desmenuza estas historia de pasiones rurales (o urbanas) con devoción. Se recrea en los sentimientos y se recrea con el lenguaje. América, ahora, es nuestro referente. Mientras en España se habla cada vez peor, se vapulea a la lengua como se sacude a una alfombra, en cualquier país de América, ya sea México, Colombia, Guatemala o Bolivia, se habla de una forma magistral. Se construyen las frases utilizando los tiempos verbales de forma correcta, sin escatimar formas, sin escatimar artículos, adjetivos, sin escatimar una letra para que la frase llegue al interlocutor como una bellísima pieza literaria.
Qué envidia sana me da a mí cuando escucho a tantas personas venidas de esos lugares, gentes humildes en su apariencia y en sus gestos, gentes que vienen a ganarse la vida porque en sus países lo pasan mal. Qué envidia - y qué pena al mismo tiempo- cuando les oigo hablar. Me fascina su riqueza de vocabulario, el respeto que tienen para su lengua, porque el idioma debería ser respetado como la bandera, como el himno nacional, como se respeta al maestro o a los padres. Y toda esta gente respeta todas estas cosas hasta hacer conmover.
Qué ha ocurrido en España para haber cambiado tanto? Por mis años, he podido vivir la transformación que ha acontecido en este país, que, otrora, fue ejemplo de convivencia y de respeto. Fui testigo del trato reverencioso que se hacía a los abuelos, de cómo éstos hablaban y todos escuchaba atentamente, de cómo se les reservaba los mejores lugares en la mesa, en los bancos de la iglesia, incluso las tajadas en el plato. Y he sido testigo también, de cómo a los abuelos se les ignora, se les reprende porque, arrastrados de sus casas cuando ya no pueden valerse por sí mismos, se ven obligados a estar con los hijos, por meses, por días o por años, y los pobres abuelos se sienten maletas, bultos repletos de ropa vieja que se tira. Y he sido testigo de esos otros abuelos, con peor suerte todavía, que los confinan en residencias y dejan pasar la vida, ansiosos, por si alguno de sus hijos se digna visitarlos alguna vez.
Qué ha ocurrido en nuestra cultura para que seamos tan desalmados?
El capitalismo y su imparable avance, nos ha hecho estúpidos. Estúpidos y desgraciados al mismo tiempo.

28 de febrero de 2010

Emulando a Mastreta

Comienzo a leer el libro de relatos de Ángeles Mastreta. Por lo que he avanzado en la lectura del mismo, su autora nos habla de sus tías. Quién no tiene tías? ¿a quién no ha sorprendido la vida de esas tías mientras se crece, mientras se observa, mientras se escucha, mientras se vive la propia vida junto a ellas?

Todo nos influye: las vivencias con nuestros padres y hermanos, las celebraciones familiares con abuelos, primos, tíos y tías.

Mi tía Gregoria me agarraba la mano cuando se celebraban las matanzas en casa de mis abuelos paternos. El cerdo corría despavorido por el corral mientras los hombres intentaban apresarlo para llevarlo al tajo, esa especie de potro de tortura -y tanto que de tortura- para asesinarlo allí mismo, por la fuerza, delante de todos.
Recuero aquella primera matanza que presencié de ñiña. Aterrorizados mis ojos, descompuesta mi alma. Mi abuelo blandía un enorme cuchillo de hoja afiladísima. Mis tíos agarrando al cerdo por las patas y la hoja del cuchillo hundiéndose lentamente en el pescuezo del animal. Nunca podré borrar de mi memoria aquella escena. Después se sucederían una tras otra, cada año. Y los años me fueron eneñando que las cosas son así en el mundo rural. Los hombres depredan como los animales para comer. Sin contemplaciones, sin él mínimo gesto de compasión para el pobre cerdo. Ni compasión para los pollos, cuando veía a mi madre, muy angustiada por cierto, agarrar la cabeza del pollo y doblársela sobre el propio cuerpo. Le arrancaba unas cuantas plumas de la cabeza y así, de esa guisa, el pollo medio axfisiado, mi madre le hacía un certero corte en la cabeza para que se desangrara. El pollo agitaba sus patas en los últimos estertores hasta que se quedaba inmóvil. Entones mi madre lo dejaba sobre el fogón, junto a un plato o cazuela, donde iba escurriendo la poca sangre que le quedaba.
Cuando hablo con mi hija de estas cosas se queda con la boca abierta. Ella no ha vivido estas experiencias pues apenas ha pasado temporadas en el pueblo y, ahora, lamentablemente, los pueblos se han urbanizado mucho. Las ancestrales costumbres han desaparecido y si se celebra alguna matanza es todo un espectáculo. La organiza el propio ayuntamiento para que acuda el personal de la ciudad, para recordar otros tiempos, para rescatar, en suma, antiguos usos y costumbres.
Mi tía Josefa, hermana de mi tía Gregoria no ha vivido en otro lugar más que en el pueblo donde nació. Nada ha visto ni, tampoco, nada quiere ver. Se siente agusto así, con su vida, tan corta de miras y limitada.
Hace dos o tres veranos, me encontraba yo sola en el jardín de la casa del pueblo. Hacía un calor insoportable y yo me guarecía tumbada en una hamaca debajo de la frondosa parra. Un cerezo, al lado, reventaba de fruto. Lo cubría una red para impedir que los pájaros se comieran las cerezas o las picotearan.
El silencio, mientras dormitaba, era absoluto. De pronto un ligero rumor me llegó desde el cerezo. Me acerqué para ver lo que ocurría. Un pobre pájaro, negro y grande, se había colado por uno de los agujeros de la red y se debatía desesperado para salir de allí. Abría el pico una y otra vez, muerto de sed y de calor. Me quedé paralizada mirando al pájaro sin saber qué hacer. De pronto salí corriendo en busca de mi tía Josefa que viviá justo enfrente de nuestra casa. Le dije lo que ocurria y, presta, vino conmigo hasta el lugar de la tragedia.
Sin pensárselo un segundo, mi tía Josefa introdujo su mano por el agujero de la red y al instante sacó al pájaro. Pero antes de que yo respirara aliviada, sus dedos índice y pulgar de la mano derecha, comenzaron a apretar el frágil pescuezo del pájaro hasta axfiliarlo. Le dije, "pero tía ,por favor, ¿por qué haces eso? ¿Qué por qué hago ésto? -dijo con una pérfida sonrisa. "A ver si crees que he venido a salvarlo, éste ya no vuelve a comer ninguna cereza".

23 de febrero de 2010

Madrid, otra vez

Viaje en tren, en el Talgo. Viajar en tren es una delicia. El silencio, el confort, la soledad. Tres elementos que estimulan la imaginación y propician la lectura. "Un viaje frustrado", de José Plá. No había leído nunca a este escritor catalán. Su lectura es relajante, sosegada, describe minuciosamente lo que vive, lo que vé, lo que siente, lo que piensa. Es de esos escritores con los que el lector se siente agusto pues trata lo universal desde lo local. Hace distingos entre patria y país, pone fronteras a espacios mínimos. Esto no me gusta de Plá, pero solamente ésto. Como escritor le concedo un diez alto.
El viaje a Madrid, dos horas siete minutos, no ha sido suficiente para terminar el libro pero le he dado una buena batida. Ya en el metro, dirección Príncipe Pío, me topo con esas caras anónimas que me llaman tanto la atención. Rostros de inmigrantes procedentes, en su mayoría de Centroamérica, cabellos lacios y oscuros, baja estatura, rasgos indígenas. Casi todos ellos muestran caras de cansancio tras la larga jornada laboral, se les notan las dificultades de la vida cotidiana para sobrevivir. No se vislumbra alegría en sus gestos. El resto de los ocupantes del vagón, ciudadanos españoles, lee, aprovechan esos minutos de transporte para sumergirse en la lectura. Me pasa como a una amiga mía que dice le encanta viajar en tren y en metro para observar a la gente, para intentar adivinar sus vidas, su posición social, incluso sus pensamientos. A mi me ocurre lo mismo, pero al contrario que en el tren, para largos desplazamientos, me gusta leer, en el metro no lo hago nunca. Qué mejor lectura que la observación de tantos rostros, de tantos gestos, de tantas vidas anónimas. No olvidarè lo que presencié un día en el metro cuando regresaba a mi destino. Era hora punta y los vagones atestados de gente apretujada, como una masa humana latiendo al unísono. Yo, por suerte, iba sentada aunque las personas que iban en pie me impedían ver lo que ocurría. De pronto oí llorar a un niño y al momento vi cómo ese niño era izado en el aire con brusquedad por una mano cruel que lo agarraba por el cuello del abrigo. Sólo pude ver la cabeza del niño, de unos dos años, con algunas calvas, como si el pelo hubiera sido arrancado de raíz. Acerté a ver la cara de la persona que agarraba así al niño. Una mujer grande y despiadada, parecía del este de Europa, podría ser su madre. El niño fue izado por el aire y soltado violentamente dejándolo caer al suelo, o al grueso de humanidad que viajaba en aquellos momentos. Un claro caso de violencia y de horror. Hubiera arremetido allí mismo contra la mujer pero se paró el tren y vi que era mi estación. Salí con el alma desgarrada. Nadie dijo nada, nadie hizo nada. Dios mío, ¿a qué tenemos miedo? ¿por qué la indiferencia ante estos episodios?
La mañana en Madrid, al día siguiente, amaneció nublada. Me dirigí, a pie, hacia el centro, apenas treinta minutos a paso ligero. Indagué las obras de la M-30, ya casi concluidas, y llegué hasta la Plaza Mayor. El equipo del GALATASARAI turco se arremolinaba en la plaza, al aire libre, sentados en sillas, cantando y disfrutando del Madrid castizo. Todos vestían camisentas rojas del equipo. Los paseantes fotografiaban sin parar, yo también. De pronto hizo su aparición un trio compuesto por dos guiris tocados con sendos sombreros y cabellos largos y una chica joven, alta y morena, como Carmen la de Merimé. Abrieron unas sillas plegables y comenzaron a tocar sus guitarras. La chica se había puesto una falda de volantes y allí mismo empezó su actuación, gratuíta, simpática, flamenca. Fandangos, bulerías y muchos olés por parte del público. Madrid es siempre un mosaico donde caben fantasías goyescas o velazqueñas. El movimiento, el color, la vitalilidad y el estilo siempre acompañan estos cuadros vivientes. Grabé con mi cámara al cuadro flamenco. Para entonces, el peso de mi tierra, de mi ciudad levítica, ya me había aligerado. Y es que no hay nada mejor que un garbeo por los madriles para sentirse libre, sin cargas ni pesadumbres.
Comí en el restaurante donde estaba el grupo del equipo turco. Ellos en la terraza al aire libre, yo en el interior donde podía ver sus movimientos y seguir escuchando su jarana.
Ya por la tarde, me dirigí al Paseo de Recoletos para ver la exposición de los impresionistas: Manet, Degas, Monet, Cézane, Fantin-Latour, Pissarro, Renoir, Cézanne....
Maravillosa exposición, maravillosa sensación al recrearse mi vista ante tanta belleza, ante tanta perfección. Me llamó la atención, especialmente, un cuadro donde se ven a dos hombres arrodillados en el suelo raspando la madera de una estancia grande y luminosa, vacía para el efecto. Cómo es posible conseguir con el pincel y el óleo, ese efecto casi fotográfico, tan real. Al fondo del cuadro un enorme ventanal por el que entra la luz e ilumina los rastros que van dejando los hombres en la madera tras pasar su cuchilla, las virutas en el suelo, los brazos de los hombres, sus manos, la perfección de sus cuerpos agachados. Esa misma mañana, en mi casa, también habían rayado el parquet con una ruidosa máquina que me obligó a ponerme tapones en los oídos. También desde el ventanal de mi casa penetraba la luz, casi la silueta de la Iglesia de San Francisco el Grande, y en diagonal, el imponente Palacio Real, hermosa vista de día, el Madrid de los Austrias a mis pies, y hermosa vista de noche, iluminados los nobles edificios.
Y, por fin, ARCO, al día siguiente. Una sorprendente sesión fotográfica a los críticos de arte. No imaginaba lo pesado que resulta una sesión de ese tipo. Casi una hora y media para colocarnos: las manos a lo largo del cuerpo, ahora una mano sobre el mentón en actitud pensativa, relajados, a nuestro gusto, ahora cambio de postura. Puffffff.....no sé el motivo del posado, pero su autor se lo tomaba muy en serio. Nos dijo que al día siguiente haría lo mismo con el público en general, con los que quisieran posar para él. Y transcurrió el día de galería en galería, oteando, escrutando, admirando, disfrutando en suma. Arco es Arco. Por la noche, me enviaron una de las fotos por email y comprobé que habíamos sido colocados formando grupos de tres, dos personas más altas a los lados y una más bajita en el centro, de tal manera que todas las filas hacían una especie de onda. Interesante.
Y la noche me encontró con el libro de Plá entre las manos. El día aunque nublado, fue radiante, para mí.