3 de octubre de 2009

El hueso

Cenábamos tan ricamente, en animada conversacón, mientras degustábamos, con ganas, las viandas que se esparcían sobre el impoluto mantel. Entre los variados y apetitosos productos, habían servido, también, pimientos rellenos (de la casa), ensaladas ilustradas, calamares, pulpo, etc, etc...Como todo era para todos, lo fuimos repartiendo proporcionalmente con arreglo a los comensales. Sobraban dos pimientos, los cuales se partieron en cuatro trocitos, siendo servidos arbitrariamente en cuatro platos.

Quiso el azar que una de aquellas mitades de pimiento fuera a parar a mi plato y, segundos después, a mi boca, dispuesta a saborear, de nuevo, las exquisitices interiores, algunas no identificables, con las que se habían elaborado los pimientos (de la casa). Pero en el mismísimo acto de tragar para hacer desaparecer de mi cavidad bucal el apetitoso bocado, mi lengua detectó un pequeño objeto, contundente y redondo, de imposible masticación y que, no era más que un hueso de aceituna negro y repelado (comprobé su color al sacarlo, con enorme repugnancia, de mi boca). Con sumo cuidado y disimulando ante mis amigos, lo deposité en el plato y dejé de comer instantáneamente. De pronto sentí un sudor frío que comenzó por mi frente, se fue deslizando por detrás de mis orejas, para continuar por mi cuello y bajar, libremente, bajo mi vestido, recorriéndome la espalda y el pecho, hasta quedar empapada en mi propio sudor. Bien es verdad que podía haber sido un sofocón de los habituales en mi edad y circunstancia, pero no, esos son fácilmente reconocibles. En esta ocasión, fue mucho peor porque en esa repentina deshidratación de mí misma, iba implícito el deseo de expulsar también hasta el líquido viscoso segregado por las glándulas salivales de mi boca, tal fue el asco que me produjo el contacto del hueso con la misma.

Tal vez parecerá exagerado lo que cuento, total, sólo es un inofensivo hueso de aceituna, peor hubiera sido encontrar un pelo grasiento o casposo. O canoso, como también ha ocurrido alguna vez. O peor aún, hasta un pelo corto y grueso, de los no visibles pero que, incomprensiblemente, aparecen alguna vez en algún suculento plato de sopa de cocido. En fin, tan llamativa debió parecer la metamorfosis de mi rostro que, cuando el contertulio que se sentaba frente a mí me preguntó qué me pasaba no supe responderle. Disimulé lo que pude por mis amigos mientras mi cabreo y desazón iban en aumento.

A los postres, ya llevaba yo un buen rato elucubrando sobre cómo y en qué manera habría ido a parar aquél hueso de aceituna negra a aquel pimiento rojo (de la casa). Primera posibilidad: tal vez, el cocinero se comió la aceituna y la lanzó al socaire cayendo por casualidad en la masa ya preparada de los pimientos. Una guarrada.
Segunda posibilidad: tal vez, mientras el cocinero manipulaba el preparado de los piemientos, se comió la aceituna, la repeló y la dejó caer de su boca hasta el recipiente. Mala leche, diría yo. Tercera y última posibilidad: tal vez, se recoge lo que sobra de los platos: una gamba por aquí, un trocito de pollo de la paella por allá, un pedacito de pescado que ha quedado muy limpito y, también, este otro filetito de jamón de york. Se le limpia la mayonesa y ya está. Y allí, en un plieguecito oculto bajo una pequeña hojita de lechuga, iba el hueso de aceituna que terminó, finalmente, en mi boca. Oiga,la imaginación es muy libre y yo no podía pensar en otra cosa.

1 de octubre de 2009

El frigorífico


Hacía mucho calor. Leía sentada en la cama, apoyada la cabeza sobre el cojín. Sentí sed y bajé las escaleras hacia donde estaba la cocina. Abrí el frigorífico y, de pronto, un ratón salto de entre las botellas situadas en la parte de abajo del frigorífico. Me quedé petrificada. Cerré la puerta casi al instante. Durante unos momentos me mantuve quieta, allí, junto al frigorífico cerrado. No grité, no. No soy de las que gritan: ni en las películas de terror, ni siquiera cuando tuve mis dolores de parto. Yo no grito.
Me mantuve así, quieta parada, no sé cuánto tiempo.
Cogí un vaso y me dirigí al grifo para llenarlo. Bebí despacio sin dejar de pensar en el ratón. Era la primera vez que me había quedado sola en la casa de verano. No sabía cómo iba a ser capaz de abrir el frigorífico. Subí de nuevo a mi habitación y continué con la lectura. Apagué la luz pero no era capaz de dormirme. Me hice mil conjeturas de cómo había ido a parar el ratón allí. La casa es vieja y, de vez en cuándo, se detectan escrementos de ratón por la despensa, en algún cajón. Cuando esto ocurre, se colocan pequeños recipientes con granulitos de veneno y no se vuelven a ver. Pero dentro del frigorífico, dentro del frigorífico, un ratón, no se había visto nunca.
Me quedé dormida cuando ya clareaba el día. Me levanté y sin entrar en la cocina, me dirigí a la calle. Al lado de mi casa, un grupo de niños con sus padres esperaban al autobús. Ýo no sabía qué hacer, ni a quién dirigirme. Me veía ridícula, no sabía cómo pedir ayuda. Armándome de valor, me dirigì a un abuelo que llevaba a sus nietos de la mano. Le abordé decidida. Le comenté lo que me pasaba. Sonriendo me dijo que no me preocupara, que él mismo, cuando dejara a los niños iría en mi ayuda.
Volví a mi casa y esperé al hombre. Al poco llegó. Yo le esperaba con una escoba y con el palo de una fregona, armas que servirían para acabar con el roedor.
El hombre abrió con cautela la puerta. Yo me había imaginado que el ratón estaría muerto por el frío, que estaría allí, junto a los tomates o la lechuga, junto al recipiente de la carne, al lado de la leche. Lo imaginaba muerto y bien muerto.
Al abrir la puerta, nada, ni rastro del ratón. Había desaparecido. El hombre me dijo que tal vez hubiera escapado al abrir yo la puerta. Imposible, le dije, no le dio tiempo. La cerré de estampida.
Fuimos sacando todo lo que había dentro y nada. ni rastro del ratón. Tenía que estar en alguan parte, le dije, no ha salido de aquí.
De pronto reparamos en un agujero, tamaño ratòn, que había en la parte de abajo, en un ángulo, donde se colocaban las botellas. Por allí había huído.
Di las gracias al amable abuelo y le acompañé hasta la puerta.
Hace apenas una semana, se llevaron el viejo frigorífico y en su lugar, y sin agujeros, uno nuevo.