Son las dos y treinta y cinco de la madrugada del día de Santiago, fiesta mayor en Galicia. Una fiesta que prometía olvidarnos momentáneamente, de la crisis, ha hecho que se quiebren todas las previsiones de felicidad y alegría porque el mal fario, la casualidad o la fatalidad han hecho que un tren Alvia, con más de doscientos pasajeros a bordo, que había salido de la estación de Chamartín en Madrid, haya descarrilado cerca de las diez de la noche del día 24. Apenas le separaba cien kilómetros para llegar a su destino, pero ese destino veleidoso, precisamente, hizo que, en una pronunciada curva, el tren, tal vez a excesiva velocidad, chocara violentamente contra un talud y ocurrió la catástrofe. Más de cincuenta víctimas hasta el momento y otros tantos heridos, algunos de gravedad.
Cuando esto ocurría, a las diez menos cuarto de la noche del 24, la cantante fadista Misia cantaba junto al Duero en una noche de luna clara, de cielo estrellado. Allí junto al rumor del azud del Duero escuchaba extasiada, con inevitable saudade, la voz de la fadista portuguesa. Una diva vestida de negro que reconoce que nadie podrá sustituir a la gran Amalia Rodríguez porque Amalia era especial, era única e intentar imitarla es cosa perdida.
A esa misma hora también mi hija Concha junto a sus cinco compañeras y amigas del grupo de música que han formado, cantaban en en una discoteca madrileña. Mi corazón la acompañaba y mi madre, a mi lado, me acompañaba a mí en el espectáculo de Misia, una fadisita portuguesa de Porto, una mujer liberal, moderna que dice que hace lo que le da la gana porque "cuando se tienen cincuenta años, una hace lo que quiere porque le importa un bledo lo que digan". Misia habla perfectamente castellano porque su madre era española y su abuela también. Las dos artistas, del mundo de la farándula. Misia habla muy bien porque piensa muy bien y así lo demostró.
Aún con el sonido de la guitarra portuguesa en mi oído, con ese movimiento de los dedos en las cuerdas provocando gemidos, casi orgásmicos, las noticias del transistor del coche me hacen saber del descarrilamiento del tren, ese mismo tren en el que voy y vengo de Zamora a Madrid y viceversa, el mismo tren que llevaba a Agustín García Calvo, ese tren que permite disfrutar con del paisaje, de la lectura, del silencio. Ese modo de locomoción tan seguro y tan romántico se ha hecho añicos esta noche. Curiosamente se ha roto un juguete moderno, costoso, la envidia de muchos. Y es que corremos demasiado, queremos llegar lo antes posible a todas partes. Llegar lo antes posible aunque solo sea para estar más tiempo ociosos.
La felicidad es esquiva, se filtra como las ráfagas de viento por los riscos de las montañas y es difícil detenerla. Yo era, relativamente feliz esta noche y la felicidad se me ha escapado sin enterarme.
Mañana será otro día.