Debo ser un bicho raro: raro y repugnante, debo estar hecha de una pasta especial para soportar, indiferente, que un marroquí me colocara una serpiente a modo de bufanda. Es la primera vez que me ocurre pero eso no quiere decir que me aterroricen las serpientes como a la mayoría de los mortales. Ni mucho menos.
No pensaba, ni por lo más remoto, que algo así me sucediera, pero me sucedió. Me acerqué al hombre que se ganaba la vida con sus serpientes. Las lleva en una caja de cartón y cuando hay público a su alrededor abre la caja y las cabezas de las serpientes comienzan a asomarse. El hombre las agarra como puede para que no se escapen mientras los curiosos se acercan o miran apartándose. Yo me acerqué al hombre y sin pensarlo dos veces me colocó la sepiente alrededor de mi cuello. No tuve tiempo ni a pensarlo ni a reaccionar pero, de pronto, tomé conciencia de que tenía un reptil encima y no sentí nada. Incluso me atreví a tocarlo. Era frío y escamoso y me hizo el mismo efecto que cuando toco un bolso o unos zapatos de piel de serpiente. Naturalmente tuve que darle al buen hombre dinero. Era su trabajo.
Este pequeño episodio ocurrió en Tánger hace unos días. No sé qué tiene esta gente, esta cultura para que me sienta tan fascinada por todo lo que veo, huelo, siento, percibo. Todo me provoca una emoción indescriptible. Un subidón, que decimos mucho ahora. Marruecos y su gente me levantan la moral, me excita la imaginación y me siento libre. Curiosamente me siento libre en un país donde las mujeres no lo son, donde todavía van capturadas en sus ropas que las ocultan por completo sin que se insinúen sus cuerpos, sin que se marquen sus líneas femeninas y bellas. Me siento libre en lugares así, incluso soportando el acoso de los vendedores que me rodean y me quitan mi espacio vital porque no me permiten ni disfrutar de ese metro que toda persona necesita a su alrededor para que no se sienta agobiada. Me viene a la cabeza la sensación de agobio que se siente en un ascensor cuando se ha de compartir con desconocidos. Precisamente, esa sensación de molestia es porque nos robamos ese espacio y nos sentimos mal. Sólo al salir del ascensor volvemos a recuperarnos. Curiosamente, la literatura, el cine o la vida misma, nos muestran escenas donde los amantes se aman en el ascensor mientras éste va del segundo al veintidós, por ejemplo. Debe dar tiempo a los besos acalorados, a la fiebre momentánea y a rematar. Pero claro, ésto es otro cantar. Nada que ver, por supuesto.
Marruecos me volvió loca cuando lo descubrí, me trastornó pese a la algarabía callejera, pese a la suciedad de sus calles, de sus olores, a veces nauseabundos como por ejemplo el barrio de los tintoreros en Fez, esa ciudad imperial donde el Rey de Marruecos posee un palacio con puertas de madera nobilísima con incrustaciones de oro. A cada lado de esa preciosa puerta, dos guardianes, noche y día, lo custodian. Entonces visitè varias ciudades de Marruecos. En esta ocasión tan solo fue un viaje rápido de un día, desde Tarifa en ferry hasta Tánger, esa ciudad cosmopolita, bellísima y muy limpia y cambiada.
Fueron unas horas pero sentí esa libertad interior, una libertad que parte del espíritu y se va expandiendo por todo el cuerpo, esa libertad que hace que los ojos sean niños, que la piel se erice al mínimo estímulo, que la palabra salga con alegría de los labios, que el oído se agudice para intentar escuchar voces, suspiros, gritos, risas, llantos.