20 de noviembre de 2012

Independentismo


No, no voy a escribir sobre el independentismo catalán porque de ello se escribe y dice demasiado. Corren ríos de tinta sobre el particular y a mí no me interesa lo más mínimo. Sí me interesa ese independentismo individual o personal que va extendiéndose como la grama en nuestra sociedad y que hace peligrar la integridad familiar o lo que antes se entendía por familia. 

Tengo una edad que me permite contemplar con cierta distancia la evolución de lo que han sido las familias españolas desde hace unos cuantos años. ¿Qué quedó de aquellas casas de abuelos donde los niños se cruzaban con sus primos, con sus tíos, con sus vecinos, con sus padres y abuelos?

¿Dónde aquellos juegos compartidos, las locas carreras por el corral entre el alboroto de las gallinas, el carro en la tenada, las vacas en el pesebre comiendo paja en los pilones de piedra, el olor a vino cuando reposaba en las cubas tras el pisado? ¿Dónde el corretear de los pequeños subiendo y bajando escaleras, tropezándose con cubos, con los mayores que trajinaban sin parar? ¿Dónde una abuela azuzando los pucheros en la lumbre baja y las llamas subiendo trepidantes por el hueco de la chimenea?¿Dónde fueron a parar aquellas reuniones familiares interminables donde se pasaban días enteros celebrando las matanzas del cerdo, los cumpleaños, las fiestas patronales, las bodas, los bautizos, hasta los entierros?. Todo era motivo de reunión, todo era alegría y buen humor, porque hasta las muertes eran más livianas, más muertes, diría yo, porque todo se celebraba en las casas. Hoy, la moda de los tanatorios hace de las muertes algo descafeinado y como sin sentido. No se pueden comparar aquellos velatorios de pueblo, con el muerto en la cama, con los cuatro velones, la gente abarrotando la casa, rezando llorando. Y los niños curioseándolo todo. A una hora prudencial se sacaban pastas y hasta alguna copita de anís. Sí, aquello eran verdaderos velatorios, muertes como Dios manda.

Si yo comparo mi niñez con la de mi hija, no me queda más remedio que compadecerla. Ella se ha perdido todo lo que yo viví de pequeña cuando tenía las casas de mis abuelos, por parte de mi padre y por parte de mi madre. Llegué a tener hasta tres casas de abuelos, cinco abuelos, porque conocí a mi bisabuela, la abuela gorda. La llamábamos así porque era gorda. Solía darme huevos fritos para desayunar cuando iba a verla. Tenía yo 17 años cuando murió y ya tenía novio, el que hoy es mi marido. Madre mía, cuántos años con la misma persona. Tendrían que darnos una medalla por aguantar tantos. Por lo menos la medalla al mérito militar.

Me voy del tema sin querer. Sí, echo mucho de menos a aquellas familias extensas que aunque se habían subdividido en otras, seguían acudiendo con regularidad a la casa troncal, a la de los padres y allí se reunían con los otros hermanos ya casados, con los hijos de unos y de otros y reinaba una armonía inigualable, una convivencia que ahora no existe, y un amor que estaba allí aunque nadie dijera al otro que lo quería. Eso era maravilloso y yo lo echo de menos y echo de menos que mi única hija aunque tiene abuela, tíos, primos y todo lo que hay que tener no disfrute de aquello que disfruté yo, porque ahora somos todos independientes. Nos hemos independizado de la vida. Somos monstruitos aislados en una burbuja de soledad rodeados de comodidades, de música a la carta, de películas a la carta, de un maldito móvil que esclaviza a los jóvenes y que les permite hablar sin hablar, sin que salga una palabra de su boca.

Cuando comparo todo aquello con las escuetas vidas de nuestros hijos me dan ganas de llorar. Aquellas casas de pueblo enormes que daban cabida a las familias extensas de antes, se han convertido en ghetos individuales donde las familias nucleares se empequeñecen y aíslan irremediablemente. Los abuelos viven solos en sus casas, Los hijos casados en las suyas, sus hijos aislados, cada uno a lo suyo. La madre pensativa y añorante, el padre a lo suyo. Sólo el zumbido del televisor. Nadie tiene voluntad para reunirse, cada vez cuesta más porque nos hemos independizado, nos hemos hecho independientes emocionalmente y ya no hay cabida para el amor, para la amistad, para la comunicación. Maldita la hora en que las cosas comenzaron a cambiar sin que nos diéramos cuenta.

Somos independientes, hemos apostado por la independencia, pero también por la más absurda de las soledades. Y yo reniego de esta independencia que nos oprime y entristece porque ya no nos sentimos integrados en ninguno grupo de esos que fortalecían el alma. Ahora proliferan las asociaciones de vecinos, de senderismo, de música, de micología.....amigos incluso de la insoportable soledad que sufrimos gracias a esta independencia que nos hemos buscado.

11 de noviembre de 2012

Tonterías


Soy consciente de que voy a escribir tonterías pero voy a hacerlo. El otro día fui a la conferencia de una amiga que iba a hablar sobre un músico desconocido, al menos lo era para mí, Eugenio... Ella es profesora de música y sabe mucho de música y de todo pues durante su disertación, la historia fue mucho más protagonista que la música.

En el estrado junto a ella, había dos conocidos míos. Curiosamente dos conocidos, antes amigos, que me han traicionado. Con los que ya no me hablo, ni les saludo por la calle. De momento, al verlos, me sentí irritada y me dije: "si lo sé no vengo", pero inmediatamente reaccioné y me dije de nuevo: "en realidad, yo he venido a escuchar a mi amiga, no a verlos a ellos" y, automáticamente, adopté esa postura que dicen tenemos los viandantes con los mendigos, que no los vemos, son invisibles. Pues eso hice yo, me dediqué a mirar y a saludar a mis conocidos y a ellos a ignorarlos. Incluso cuando disertaba mi amiga, sentada entre los dos, solo miraba a ella, a ellos no le di la oportunidad de que su mirada se cruzara con la mía.

Durante la larga hora que duró la intervención de mi amiga, aunque estaba muy atenta a lo que decía, también hacía mis propias reflexiones y me decía, ahí tengo dos enemigos, total dos enemigos por metro cuadrado. Y comencé a repasar mentalmente la lista de enemigos que me he labrado en los últimos tiempos. Me quedé escandalizada, un noventa por ciento de mis amistades y conocidos me han traicionado de alguna manera. A algunos porque los he puesto en contacto unos con otros y después me han dejado tirada como a una colilla. Otros porque me han hecho putadas que sería imposible de narrar aquí. Pensaba, cómo no, en nuestra casa que se nos quemó y que los bomberos no hicieron nada por enfriar antes de que el fuego se iniciara. 

Tres horas de reloj estuve presente, acordonada la casa, los bomberos en el jardín y el pueblo entero de espectador, hasta que cayó el tejado y todo desapareció ante mis propios ojos. Odié a los bomberos, al alcalde, a la gente del pueblo que habían visto humo y olido a humo días atrás sin que nos avisaran. Odié a todo el mundo. Recordé la reciente muerte de un ser querido y el comportamiento de familiares que no supieron estar a la altura de las circunstancias y que han provocado que se quiebre la relación. Se va estrechando el círculo de la gente que nos quiere y eso duele. Recordé a mi pobre padre, que realizó un trabajo fotográfico inmenso para la empresa donde trabajaba y su nombre nunca figuraba en sitio alguno. He tenido que luchar varios años, enfrentándome a unos y a otros para reivindicar ese derecho. Los resultados, nuevas enemistades, nuevos enemigos. 

Yo no sé si el mundo está en mi contra o yo estoy en contra del mundo. Me cuesta mucho aceptar normas y preceptos. Me cuesta mucho aplaudir a quienes confunden al hombre con  ratas.

1 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo


Esta tarde he pasado por la casa de Agustín García Calvo, un palacete situado en la calle de la Rúa de los Notarios, una calle estrecha, de corte árabe, que conduce directamente a la Catedral. Allí vivía, hasta hoy mismo que nos ha dejado, con su familia: sus hijos, nietos... Una casa que cuenta con un claustro renacentista del que emergen robustas columnas, no recuerdo si jónicas o corintias. El caserón también  cuenta con un teatro donde se recita, se actúa y se representan obras clásicas, algunas del propio Agustín.

Pasé por allí, a sabiendas de que no encontraría en la puerta ningún indicio de la muerte de Agustín. Ni esquela ni nada. El portón, como siempre, cerrado a cal y canto. Las ventanas siempre ocultando el interior gracias a las contraventanas que se cierran obstinadamente para despistar a los curiosos. En una de ellas se muestra siempre el logo de la editorial LUCINA, de su propiedad, donde se editan todas sus obras.

Hace un rato me entero de que ha muerto en el hospital de Zamora y que mañana a las cinco de la tarde será enterrado en el cementerio de San Atilano de la ciudad. Tampoco se anuncia si habrá una misa. Imagino que no. A Agustín no le iban las ceremonias religiosas, como no le iba el Poder, como no le iban las imposiciones que el mismo genera.

Hace no mucho lo ví en la estación del ferrocarril rumbo a Madrid, como yo misma. Se paseaba por el andén, con las manos cruzadas en la espalda, con sus dos o tres camisas, una sobre otra, anudadas en la cintura, con un chaleco vaquero, con su coleta canosa de pelo enmarañado. Lo miré silenciosa y pensativa recordando todos los momentos que he vivido en su presencia, cuando le conocí en el instituto en mi primera clase de latín. Me aprendí aquel mismo día una frase que no he vuelto a olvidar: "ego volo domus", yo quiero una casa. Y comenzaron el rosa rosae, las declinaciones, las traducciones. No lo volví a ver ni a saber nada de él pese a que era amiga de uno de sus hijos. Solíamos ir a jugar a la casa que poseían en el barrio de la Candelaria, con un hermoso y salvaje jardín que nos cubría la hierba. Allí vivía un montón de gente. Era una familia muy numerosa. Después pasaron los años y nos fuimos haciendo mayores. Cuando volví a verlo ya había muerto Franco y yo era una ignorante de la vida pero llena de curiosidad. Comencé a ir a sus conferencias al Colegio Universitario. No me perdía ni una. Era maravilloso escuchar su discurso, su verbo fácil, su cadencia al recitar. Era una bestia de la intelectualidad. Era único. Me maravillaba observarlo mientras hablaba, caminando de un lado a otro por el estrado, siempre con las tres camisas de diferentes colores, con un colgante que se parecía a un limón, por el color y la forma. Su pelo entrecanoso, sus pantalones vaqueros, sus zapatos puntiagudos. Su palabra, siempre su palabra.

Aunque sabía que era accesible, nunca me atreví a decirle nada. Eso sí, escribí varios artículos sobre él, incluso cuando se negó a pagar a Hacienda y pidió dinero a la ciudadanía para que le ayudaran. Mi artículo se titulaba "Un filósofo en apuros"´. Sé que lo leyó y no le debió gustar pues no lo dejaba bien parado.

Tiene un nieto que se llama Gus, con el que me llevo muy bien. Es hijo de una antigua amiga que se casó con Juaco, hijo del filósofo, del que se separó. Hablo mucho con Gus, es simpático y abierto. Tiene una imaginación prodigiosa y sueña y elucubra sobre la vida que le gustaría tener y no tiene. Es divertido. No sé cómo habrá reaccionado ante pérdida tan sentida.

Agustín no tenía carnet de conducr, no veía la televisión. Era querido y respetado por muchos, despreciado por los ignorantes que son muchos también. Hoy, no sólo Zamora, España entera y el mundo entero ha perdido una de las mentes más preclaras del siglo XX. Descansa como puedas Agustín.

23 de octubre de 2012

La joya de Cartier


El lunes pasado volví a Madrid para asistir a la inauguración, en el Museo Thyssen, de una exclusiva exposición de la marca Cartier. La verdad es que siempre que voy  a Madrid suele ser porque viajo a algún lugar fuera de España y he de tomar un vuelo. Aprovecho para estar con mi hija un par de días y disfrutar de su compañía, simepre tan beneficiosa para mí. Espero que también lo sea para ella.

En esta ocasión me anunciaron este evento "de lujo" en época de crisis y me presenté en Madrid.
La mañana otoñal, muy cálida, me llevó, paseando, por el Paseo del Prado mientras mis ojos recorrían la gran avenida con un tráfico galopante en ambas direcciones. Me entretuve en observar los edificios, soberbios todos ellos: la Diosa Cibeles, el Edificio Cervantes, el Museo del Prado, Velázquez flanqueando la entrada, los turistas a mi lado hablando inglés, con folletos en la mano. Madrid siempre tiene mucho que ofrecer y quien llega a esta ciudad nunca se sentirá  extraño.

Llegué por fin al Museo Thyssen. Algunos curiosos merodeaban por los alrededores. Los lunes, día de descanso para los museos, es cuando aprovechan para las inauguraciones. Por eso, los vigilantes impedían el paso, solo permitido a la gente de prensa.  Decenas de periodistas gráficos cargados con sus cámaras fotográficas o de telelvisión. Algunas caras conocidas, de esas que suelen frecuentar los programas de cadenas rosas donde se dirimen las vidas de los guapos, ricos y famosos. Otros muchos rostros desconocidos, como el mío mismo, que, además, ni siquiera resido en Madrid.

Todo estaba dispuesto para el gran momento. Se había anunciado la presencia de la hija de Carolina de Mónaco, una joya de carne y hueso que eclipsa a la mejor de las más de 450 piezas de las que consta la colección. Apareció por allí la sobrina del Rey Juan Carlos, Simoneta, hija de la Infanta Pilar de Borbón. Una chica fea que ya no le es gracias a los milagros del botox y de la cirugía. Francamente atractiva. Muy alta, muy espigada, muy sencilla y al mismo tiempo, elegante. Cómo no. Las hijas de infantas y sobrinas de reyes se mueven entre gente muy principal, viven experiencias que el resto de mortales ni siquiera sueñan, y menos en estos momentos de crisis. Simoneta, supe después, junto a la Baronesa Thyssen, han sido las principales artífices de que esta muestra haya podido traerse a Madrid. Algunas de las joyas más emblemáticas, de la Familia Real Española y de la Casa Grimaldi han sido prestadas para la exposición como la tiara que regaló el Rey Alfonso XIII a la Reina Victoria Eugenia o la que regaló el Príncipe Rainiero a la Princesa Grace Kelly. Un lujo para la vista y para la recreación de la memoria histórica cuando la nobleza de Europa derrochaba el dinero público en cubrirse de oro y diamantes, en cubrir de piedras preciosas cajitas, peines, espejos, encendedores de mesa, incluso sillones y divanes de gran tamaño. Un lujo asiático diríamos. Y decimos bien, porque Pierre Cartier viajó con frecuencia a Egipto, Rusia, China, India y otros lugares exóticos para conocer el arte de aquellos remotos lugares, porque quería hacer clientes importantes, inmensamente ricos, que se podían permitir el lujo de llevar sus diseños.

A la hora fijada apareció la Baronesa Thyssen, como siempre vestida rigurosamente de blanco. Una señora italiana con la que coincidí me informó que el blanco siempre rejuvenece y da luminosidad al rostro. El negro està muy bien pero siempre que se muestre un generoso escote. Muy bien, me dije. Lo tendré en cuenta para cualquier ocasión. Acompañaban a la Baronesa el Presidente de Cartier, un elegante señor de exquisitos modales que se mostró muy feliz de poder traer a Madrid estas 450 piezas y agradeció a la Familia Real Española su colaboración. Les acompañaban todos los responsables de la exposición.

Un acto cargado de glamour y buen gusto, hay que admitirlo, que contrastaba con el ambiente de crispación y tristeza que se respira entre la juventud de parados que se cuentan por miles. Tal vez, me dije, hay que vivir estos contrastes para ser conscientes de que las cosas no cambian, de que se suceden las guerras, de que desaparecen millones de personas en las contiendas mientras que estas joyas permanencen. Se van pasando unas a otras, generación tras generación sin que a ningún miembro de las familias que las poseen hayan sufrido un rasguño.  ¿Será posible que, alguna vez, cambien definitivamente las cosas?

Hicimos un recorrido rápido con la exposición. Gigantescas vitrinas, perfectamente blindadas, daban cabida a millares de centelleantes perlas preciosas, diamantes, esmeraldas, rubíes. Objetos inverosímiles de dudoso uso. Figurillas de serpientes, dragones, diademas engarzadas con hilos de oro, Un lujo solo al alcance de unos pocos.

Llegó por fin la joya más esperada. La joven Carlota, vestida con un sencillo pantalón negro, largo y con vuelo y un jersey beige de punto. Nada màs. En la muñeca un reloj, se supone que de la marca Cartier y unos pendientes diminutos de la misma marca. Suponemos. El cabello recogido en un moño y nada más. Su belleza, un poco salvaje adornaba su figura.  No necesitaba aderezo alguno. Se mostrò un poco tímida ante los flases que la deslumbraban y aguantó. Un espontáneo, como en los toros, que querìa un minuto de gloria irrumpió en la zona acotada para los ilustres. La única foto que hice que salió un poco decente la destrozó el desconocido con su cuerpo en escena. 

Al momento desaperecieron de nuestra vista. Los invitados fuimos obsequiados con un generoso coctail en los jardines del Museo. Fue una mañana muy agradable. La crisis económica se eclipsó por unas horas. Nada más.