No, no voy a escribir sobre el independentismo catalán porque de ello se escribe y dice demasiado. Corren ríos de tinta sobre el particular y a mí no me interesa lo más mínimo. Sí me interesa ese independentismo individual o personal que va extendiéndose como la grama en nuestra sociedad y que hace peligrar la integridad familiar o lo que antes se entendía por familia.
Tengo una edad que me permite contemplar con cierta distancia la evolución de lo que han sido las familias españolas desde hace unos cuantos años. ¿Qué quedó de aquellas casas de abuelos donde los niños se cruzaban con sus primos, con sus tíos, con sus vecinos, con sus padres y abuelos?
¿Dónde aquellos juegos compartidos, las locas carreras por el corral entre el alboroto de las gallinas, el carro en la tenada, las vacas en el pesebre comiendo paja en los pilones de piedra, el olor a vino cuando reposaba en las cubas tras el pisado? ¿Dónde el corretear de los pequeños subiendo y bajando escaleras, tropezándose con cubos, con los mayores que trajinaban sin parar? ¿Dónde una abuela azuzando los pucheros en la lumbre baja y las llamas subiendo trepidantes por el hueco de la chimenea?¿Dónde fueron a parar aquellas reuniones familiares interminables donde se pasaban días enteros celebrando las matanzas del cerdo, los cumpleaños, las fiestas patronales, las bodas, los bautizos, hasta los entierros?. Todo era motivo de reunión, todo era alegría y buen humor, porque hasta las muertes eran más livianas, más muertes, diría yo, porque todo se celebraba en las casas. Hoy, la moda de los tanatorios hace de las muertes algo descafeinado y como sin sentido. No se pueden comparar aquellos velatorios de pueblo, con el muerto en la cama, con los cuatro velones, la gente abarrotando la casa, rezando llorando. Y los niños curioseándolo todo. A una hora prudencial se sacaban pastas y hasta alguna copita de anís. Sí, aquello eran verdaderos velatorios, muertes como Dios manda.
Si yo comparo mi niñez con la de mi hija, no me queda más remedio que compadecerla. Ella se ha perdido todo lo que yo viví de pequeña cuando tenía las casas de mis abuelos, por parte de mi padre y por parte de mi madre. Llegué a tener hasta tres casas de abuelos, cinco abuelos, porque conocí a mi bisabuela, la abuela gorda. La llamábamos así porque era gorda. Solía darme huevos fritos para desayunar cuando iba a verla. Tenía yo 17 años cuando murió y ya tenía novio, el que hoy es mi marido. Madre mía, cuántos años con la misma persona. Tendrían que darnos una medalla por aguantar tantos. Por lo menos la medalla al mérito militar.
Me voy del tema sin querer. Sí, echo mucho de menos a aquellas familias extensas que aunque se habían subdividido en otras, seguían acudiendo con regularidad a la casa troncal, a la de los padres y allí se reunían con los otros hermanos ya casados, con los hijos de unos y de otros y reinaba una armonía inigualable, una convivencia que ahora no existe, y un amor que estaba allí aunque nadie dijera al otro que lo quería. Eso era maravilloso y yo lo echo de menos y echo de menos que mi única hija aunque tiene abuela, tíos, primos y todo lo que hay que tener no disfrute de aquello que disfruté yo, porque ahora somos todos independientes. Nos hemos independizado de la vida. Somos monstruitos aislados en una burbuja de soledad rodeados de comodidades, de música a la carta, de películas a la carta, de un maldito móvil que esclaviza a los jóvenes y que les permite hablar sin hablar, sin que salga una palabra de su boca.
Cuando comparo todo aquello con las escuetas vidas de nuestros hijos me dan ganas de llorar. Aquellas casas de pueblo enormes que daban cabida a las familias extensas de antes, se han convertido en ghetos individuales donde las familias nucleares se empequeñecen y aíslan irremediablemente. Los abuelos viven solos en sus casas, Los hijos casados en las suyas, sus hijos aislados, cada uno a lo suyo. La madre pensativa y añorante, el padre a lo suyo. Sólo el zumbido del televisor. Nadie tiene voluntad para reunirse, cada vez cuesta más porque nos hemos independizado, nos hemos hecho independientes emocionalmente y ya no hay cabida para el amor, para la amistad, para la comunicación. Maldita la hora en que las cosas comenzaron a cambiar sin que nos diéramos cuenta.
Somos independientes, hemos apostado por la independencia, pero también por la más absurda de las soledades. Y yo reniego de esta independencia que nos oprime y entristece porque ya no nos sentimos integrados en ninguno grupo de esos que fortalecían el alma. Ahora proliferan las asociaciones de vecinos, de senderismo, de música, de micología.....amigos incluso de la insoportable soledad que sufrimos gracias a esta independencia que nos hemos buscado.