Hace calor, un calor insoportable. Más de la mitad de la Península Ibérica está en alerta amarilla. Se dice que estar en alerta amarilla es cuando el calor entraña riesgo. Riesgo para los niños y para los ancianos. Hace mucho calor y yo me he refugiado en el embalse de mi pueblo, ese lugar de mi infancia donde mis ojos me enseñaron a observar el paisaje. Un paisaje gris en invierno y pardo en verano. La primavera, sin embargo, lo teñía todo de flores multicolores que se desparramaban entre las inmensas rocas de granito. Caminar en primavera me parecía caminar por un camino de cuento de hadas que me conducía al castillo de mis sueños, aquél castillo en el que un día yo sería nombrada princesa. De pequeña, yo quería ser princesa. Y soñaba con princesas. Más adelante soñaría con las nietas del General Franco. Las nietas del General eran los iconos de la moda, la belleza personificada en las revistas de colorines. Soñaba con ellas y me veía como ellas, entre lacayos y caballos, entre fiestas y desfiles de moda.
Ay que ver, que tontitas somos de pequeñas, la de cosas que queremos ser, sin darnos cuenta de que no hay nada más maravilloso que ser lo que se es, disfrutar con lo que se tiene y gozar de un paisaje único, telúrico y que me llena de energía como es mi propio pueblo, el lugar que me vio crecer, soñar y ser. Ser de un lugar, reconocer ese lugar, frecuentarlo y amarlo son el mejor patrimonio, la mejor herencia que pueden dejarnos.
Ayer hacía mucho calor pero yo estaba a cubierto, bajo las frondosas hojas de las parras de nuestra casa. Mi madre mucho más animada, con una vieja hoz, arrancaba hierbas y las iba amontonando. Después, entre las dos, recogimos los montones de hierba en grandes bolsas para llevarlas a los contenedores. A veces me llamaba para decirme que la ayudara a enganchar una rama de parra que caía demasiado. Había que enroscarla sobre las otras para que creciera en sentido horizontal. La mañana estaba serena y mi madre me dijo que era el momento de azufrar la parra para que, llegado el momento, los pájaros no se coman las uvas, aunque dice una de mis hermanas que tenemos que dejar a los pájaros que coman lo que quieran. El rato que duró el azufrado consiguió que mis ojos comenzaran a llorar y me dolieran durante todo el día. Fue al final de la tarde, cuando el sol se planta rojo en el horizonte, cuando las aguas del embalse parecen un remanso de plata, cuando yo me zambullo en ellas y dejo mi cuerpo sentir su caricia tibia. Es entonces cuando me siento niña y liviana, cuando siento que mi cuerpo se volatiliza y no lo siento. Mis ojos habían dejado de molestarme. Es entonces cuando vuelven los recuerdos, los primeros recuerdos, los días felices de mi infancia.
Los pájaros se alborotan entre las ramas de los árboles buscando acomodo para el descanso. A lo lejos se oye el tañido de la campana de la iglesia. Ahora también se oyen las campanadas del reloj del ayuntamiento. Y yo escucho el silencio. Y recupero la paz que se desperdiga de vez en cuándo.
6 de julio de 2010
26 de junio de 2010
Futbol
Ayer, por primera vez en mi vida, presencié un partido de futbol importante. Ni voy al futbol, ni me gusta, ni conozco el nombre de los juagadores, por muy famosos que sean, ni me interesa lo más mínimo, pero ayer, estábamos reunidos todos mis hermanos y querían ver el partido España/Chile y quise participar y compartir con ellos esas "emociones" que provoca seguir con la mirada las infinitas trayectorias de un balón en medio de un estadio, por tanto, al igual que ellos y otras muchas personas que se encontraban en el mismo local, presté la máxima atención al desarrollo del partido. Me sentía optimista y feliz, más por el hecho de estar con mis hermanos, -tres mujeres y un varón, somos cinco en total-, que por el futbol en sí pues son pocas las veces que tenemos la ocasión de reunirnos todos ya que, cada cual, vive en lugares diferentes, por tanto, nos apostamos en torno al gran televisor preparado al efecto y mis ojos comenzaron a fijarse en el juego. Las carreras por el campo, los movimientos de los jugadores, la potencia, la fuerza y la técnica desplegada por uno y otro bando me cautivó y comencé a comprender la alegría de los seguidores, el apoyo vociferante, la explosión con el primer gol. El equipo chileno era bueno, luchaba para evitar lel ataque de los jugadores españoles. Sin entender nada de futbol, -nunca había reparado- me di cuenta del gran esfuerzo, del trabajo y de la extenuación que demostraban a cada segundo. Un espectàculo sin duda, un clamor compartido, una emoción, lo confieso, que a mì se me escapaba, pero que, sin darme cuenta, fue contagiándome. Me encontré gritando y levantando los brazos como lo hacía el resto de los asistentes al partido.
Creo que a partir de ahora, el futbol va a ser objeto de atención aunque no comprenda todo lo que genera alrededor del mismo, aunque no comprenda esas cifras millonarias que se manejan en primas y premios. Cien millones de las antiguas pesetas para cada jugador de la selección española por ganar a los chilenos. Chirrían esas cantidades multimillonarias despilfarradas en mimar a estos fornidos atletas que se han convertido en estrellas. El futbol, pese a su innegable belleza, es un escándalo si se reflexiona sobre las penurias por las que atraviesa el mundo. Es un alarde más de la injusticia y el desequilibrio social por los que atravesamos.
Vuelvo a quedarme sola. Mis hermanas se han ido, pero el eco de las conversaciones bajo la parra en el jardín de nuestra casa, junto a nuestra madre, el sonido de los pájaros acomodándose entre las ramas de los árboles para despedir el día y la lluvia que se introduce en la tierra hasta empaparla, mitigan mis pensamientos hasta sentir los párpados que se caen vencidos por la necesidad de soñar.
Creo que a partir de ahora, el futbol va a ser objeto de atención aunque no comprenda todo lo que genera alrededor del mismo, aunque no comprenda esas cifras millonarias que se manejan en primas y premios. Cien millones de las antiguas pesetas para cada jugador de la selección española por ganar a los chilenos. Chirrían esas cantidades multimillonarias despilfarradas en mimar a estos fornidos atletas que se han convertido en estrellas. El futbol, pese a su innegable belleza, es un escándalo si se reflexiona sobre las penurias por las que atraviesa el mundo. Es un alarde más de la injusticia y el desequilibrio social por los que atravesamos.
Vuelvo a quedarme sola. Mis hermanas se han ido, pero el eco de las conversaciones bajo la parra en el jardín de nuestra casa, junto a nuestra madre, el sonido de los pájaros acomodándose entre las ramas de los árboles para despedir el día y la lluvia que se introduce en la tierra hasta empaparla, mitigan mis pensamientos hasta sentir los párpados que se caen vencidos por la necesidad de soñar.
16 de junio de 2010
Cementerios
Aquí, a no mucha distancia, el cementerio madrileño de la Ermita del SANTO. Bellísimo, me dice mi hija. "Tienes que ir a verlo" . Tengo que ir. No sé cuándo, pero iré. En él reposan famosos escritores, miembros de la familia del Ducado de Alba. Se yerguen los cipreses sobresaliendo por encima de las robustas tapias. Se yerguen, góticos o renacentistas, los panteones, compitiendo en belleza y arquitectura. Tengo que acercarme y pasear entre las tumbas y escuchar el silencio de sus moradores. No sé porqué me gustan los cementerios pero es así. Cuando lo digo la gente suele mirarme inquieta. Algunos me dicen que estoy loca, pero no es verdad, los cementerios suelen ser refugio de pensadores, de solitarios; suelen ser, siempre lo han sido, inspiradores de poetas, incluso lugares para sincerarse, para enfadarse incluso, para gritar e insultar, como le ocurrió a un amigo mío, Alfonso, que acudió una mañana al cementerio, y allí, junto a la tumba de su madre se ensañó con ella. Rodeaba su tumba, corriendo sin parar, agitando los brazos y llamándola "hijaputa" porque al morir lo había desheredado.
Este suceso me lo contó una buena mujer que me ayudaba en las tareas de casa, a la que un desgraciado accidente le había arrebatado a su hijo más pequeño. Tenía siete añitos. Por encima otros seís, pero la madre no encontraba consuelo. Me contó que una mañana de verano, cuando los vencejos se enmarañan entre las nubes, cuando el sonido de las chicharras ponen un ruido sordo entre los pinos, se acercó al cementerio para rezar junto a la tumba de su hijo. Allí, postrada en el suelo, lloraba y rezaba con los ojos cerrados, cuando un grito a su lado la sacó de su ensimismamiento. Era Alfonso, el desheredado, que había enterrado a su madre la víspera, e increpaba a la difunta, insultándola y amenazádola. -"N0 quiera saber lo que salía de esa boca"- me decía. Se alejó de allí, sin ser notada, como Santa Teresa, y salió del camposanto asustada y temblorosa.
Alfonso murió algunos años después. Su casa-palacio (había pertenecido a un obispo) acogió al pueblo entero. Siempre evocaré aquél día y siempre recordaré lo que pensaba mientras Alfonso, reposaba en su caja bajo el cristal, antes de que la tapa de su ataúd lo ocultara para siempre. Las lamparillas de los quinqués brillaban sobre las paredes iluminando el rostro verdoso de Alfonso. Cubria el catafalco la vistosa y rocambolesca capa colorista de la Orden de los Cballeros Cubicularios, de la que tan orgulloso se sentía. El entierro de Alfonso fue como el decorado de una película de Visconti: bella y decadente, nostálgica y ensoñadora. Por mi mente iban pasando los recuerdos de los entierros y de los muertos que yo había visto en mi pueblo. En los pueblos se enseñan a los muertos como a las novias en las bodas y a los niños en los bautizos. Tal vez por eso a mí me atraen los cementerios y, por qué no, también la parca, tan ligada a la propia vida.
Aquí, muy cerquita, el cementerio de la Ermita del Santo. A través del ventanal, al otro lado del Río Manzanares, la M-30, ahora ajardinada y bellísima tras las últimas obras. En diagonal, un poco a la izquierda, también se yergue el Palacio Real, las esbeltas agujas de las numerosas iglesias del Barrio de la Latina, al frente, la cúpula de San Francisco El Grande y a mi derecha el Estadio Vicente Calderón, el del Atleti. Ese monstruo atronador en domingos de futbol.
Todo me resulta placentero en esta zona del Madrid castiza y pueblerina.
Vover a Madrid supone para mí, siempre motivo de alegría: estar con mi hija, visitar algún museo, respirar aire nuevo (aunque esté más viciado que el de mi Zamora). Es como si se expandiera el alma, como si se desatascaran las emociones, reprimidas tantas veces. También es volar a algún lugar nuevo. Mañana me espera Rumanía, Bucarest, Transilvania (el Conde Drácula) ¿Cómo será su tumba?
Este suceso me lo contó una buena mujer que me ayudaba en las tareas de casa, a la que un desgraciado accidente le había arrebatado a su hijo más pequeño. Tenía siete añitos. Por encima otros seís, pero la madre no encontraba consuelo. Me contó que una mañana de verano, cuando los vencejos se enmarañan entre las nubes, cuando el sonido de las chicharras ponen un ruido sordo entre los pinos, se acercó al cementerio para rezar junto a la tumba de su hijo. Allí, postrada en el suelo, lloraba y rezaba con los ojos cerrados, cuando un grito a su lado la sacó de su ensimismamiento. Era Alfonso, el desheredado, que había enterrado a su madre la víspera, e increpaba a la difunta, insultándola y amenazádola. -"N0 quiera saber lo que salía de esa boca"- me decía. Se alejó de allí, sin ser notada, como Santa Teresa, y salió del camposanto asustada y temblorosa.
Alfonso murió algunos años después. Su casa-palacio (había pertenecido a un obispo) acogió al pueblo entero. Siempre evocaré aquél día y siempre recordaré lo que pensaba mientras Alfonso, reposaba en su caja bajo el cristal, antes de que la tapa de su ataúd lo ocultara para siempre. Las lamparillas de los quinqués brillaban sobre las paredes iluminando el rostro verdoso de Alfonso. Cubria el catafalco la vistosa y rocambolesca capa colorista de la Orden de los Cballeros Cubicularios, de la que tan orgulloso se sentía. El entierro de Alfonso fue como el decorado de una película de Visconti: bella y decadente, nostálgica y ensoñadora. Por mi mente iban pasando los recuerdos de los entierros y de los muertos que yo había visto en mi pueblo. En los pueblos se enseñan a los muertos como a las novias en las bodas y a los niños en los bautizos. Tal vez por eso a mí me atraen los cementerios y, por qué no, también la parca, tan ligada a la propia vida.
Aquí, muy cerquita, el cementerio de la Ermita del Santo. A través del ventanal, al otro lado del Río Manzanares, la M-30, ahora ajardinada y bellísima tras las últimas obras. En diagonal, un poco a la izquierda, también se yergue el Palacio Real, las esbeltas agujas de las numerosas iglesias del Barrio de la Latina, al frente, la cúpula de San Francisco El Grande y a mi derecha el Estadio Vicente Calderón, el del Atleti. Ese monstruo atronador en domingos de futbol.
Todo me resulta placentero en esta zona del Madrid castiza y pueblerina.
Vover a Madrid supone para mí, siempre motivo de alegría: estar con mi hija, visitar algún museo, respirar aire nuevo (aunque esté más viciado que el de mi Zamora). Es como si se expandiera el alma, como si se desatascaran las emociones, reprimidas tantas veces. También es volar a algún lugar nuevo. Mañana me espera Rumanía, Bucarest, Transilvania (el Conde Drácula) ¿Cómo será su tumba?
12 de junio de 2010
Tía Teodora
La tía Teodora no era tía mía, sino tía de unos vecinos de la casa donde pasábamos los veranos. Fueron veinte años, tres meses cada verano. Exactamente desde que mi hija tenía tres añitos y aprendía a montar en bicicleta. No hace mucho tiempo decidimos venderla, pero yo siempre me acordaré de aquella casa, del jardín, de cómo vi crecer cada árbol, cada arbusto, cada rosal, el cesped que crecía y decrecía, de cómo vi, también, crecer a mi hija y de verla corretear y chapotear en la piscina, de pedalear frenéticamente con sus amiguitos, primero con una pequeña bici con ruedecillas traseras, después con su bici rosa. Y se fue haciendo adolescente y dejó la bici y tuvimos que comprarle una moto porque se lo prometimos si aprobaba todo en junio. Y aprobó. Y tuvo su moto para mi desesperación, hasta que, pasados unos años, se deshizo de ella para mi definitivo alivio.
La tía Teodora, tía de mis vecinos, como digo, era alta y delgada, desgarbada y sorda, su columna se doblaba haciendo casi un perfecto ángulo recto. Teodora era soltera y entera. Sí, entera. Teodora no conoció varón porque "iba para monja" según sus sobrinos, pero tuvo que atender a su hermana María en cada parto, una madre prolífica. Los años fueron pasando y Teodora se quedó, sino para vestir santos, que también, cuando lo requerían las procesiones de su pueblo y había que arreglar a las vírgenes; para tejer y coser. Teodora tejía y cosía todo lo que caía en sus manos, todo lo que le encargaban sus sobrinas. Teodora me recuerda a Irene, la protagonista del cuento de Cortázar: "La casa tomada". Al parecer, Irene "tejía para no hacer nada". Cuando una mujer teje o cose sin parar, sin apenas levantar la vista de la labor, es como si abandonara el mundo y el mundo la abandonara a ella. Es el gran pretexto para que nadie la moleste, para que nadie ose interrumpir sus pensamientos. "Tejer para no hacer otra cosa". Qué gran disculpa.
Escribe Cortázar en "La casa tomada" que a él se le pasaban las horas viendo "las manos de Irene, como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos." -Era hermoso- añadía Cortazar. Y como diría mi amiga Silvia, argentina. "Hermoso". Era hermoso, también, ver coser y tejer a Teodora mientras no paraba de hablar.
Una de mis vecinas, Isa, sobrina de Teodora, tenía 7 hijos, entonces adolescentes. Isa se pasaba el día haciendo croquetas y albóndigas. "Hoy he hecho 50 albóndigas" o "he hecho para mañana, 70 croquetas". A Teodora no podía encargarle cocinar porque tenía las piernas muy malitas y la espalda muy encorvada y siempre estaba sentada. A veces, cosía y cosía repasando ropa blanca, rellenando agujeros pasando la aguja una y otra vez hasta que los huecos desaparecían. Era un primor ver su trabajo. Otras veces Isa le daba un cesto lleno de calcetines, cada cual con un "tomate". Teodora disfrutaba cosiéndolo todo. A veces, Isa descosía un pantalón entero para que Teodora no se quedara sin trabajo.
A mi me encantaba pasar al jardín de mis vecinos y escuchar a Teodora contar su vida. Una vida simple, simple y virgen. Ya he dicho que Teodora era soltera y entera. "Y a mucha honra", solía decir. "Quita payá a los tíos", "no dan más que problemas".
"La casa tomada" de Cortazar me ha dado a mí pie para recordar las casas de mi infancia, aquellas casas de mis despertares infantiles, de mis descubrimientos. El mundo se descubre en la propia casa, pegado el oído a las paredes, escuchando los murmullos, atendiendo a las conversaciones de los mayores, a los silencios, a los gritos, a las risas, a las miradas severas, a las complacientes y cómplices.
Cuánto se aprende en la casa. Cada una de ellas contiene una historia, y cada una de ella, con su propia enjundia.
La tía Teodora, tía de mis vecinos, como digo, era alta y delgada, desgarbada y sorda, su columna se doblaba haciendo casi un perfecto ángulo recto. Teodora era soltera y entera. Sí, entera. Teodora no conoció varón porque "iba para monja" según sus sobrinos, pero tuvo que atender a su hermana María en cada parto, una madre prolífica. Los años fueron pasando y Teodora se quedó, sino para vestir santos, que también, cuando lo requerían las procesiones de su pueblo y había que arreglar a las vírgenes; para tejer y coser. Teodora tejía y cosía todo lo que caía en sus manos, todo lo que le encargaban sus sobrinas. Teodora me recuerda a Irene, la protagonista del cuento de Cortázar: "La casa tomada". Al parecer, Irene "tejía para no hacer nada". Cuando una mujer teje o cose sin parar, sin apenas levantar la vista de la labor, es como si abandonara el mundo y el mundo la abandonara a ella. Es el gran pretexto para que nadie la moleste, para que nadie ose interrumpir sus pensamientos. "Tejer para no hacer otra cosa". Qué gran disculpa.
Escribe Cortázar en "La casa tomada" que a él se le pasaban las horas viendo "las manos de Irene, como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos." -Era hermoso- añadía Cortazar. Y como diría mi amiga Silvia, argentina. "Hermoso". Era hermoso, también, ver coser y tejer a Teodora mientras no paraba de hablar.
Una de mis vecinas, Isa, sobrina de Teodora, tenía 7 hijos, entonces adolescentes. Isa se pasaba el día haciendo croquetas y albóndigas. "Hoy he hecho 50 albóndigas" o "he hecho para mañana, 70 croquetas". A Teodora no podía encargarle cocinar porque tenía las piernas muy malitas y la espalda muy encorvada y siempre estaba sentada. A veces, cosía y cosía repasando ropa blanca, rellenando agujeros pasando la aguja una y otra vez hasta que los huecos desaparecían. Era un primor ver su trabajo. Otras veces Isa le daba un cesto lleno de calcetines, cada cual con un "tomate". Teodora disfrutaba cosiéndolo todo. A veces, Isa descosía un pantalón entero para que Teodora no se quedara sin trabajo.
A mi me encantaba pasar al jardín de mis vecinos y escuchar a Teodora contar su vida. Una vida simple, simple y virgen. Ya he dicho que Teodora era soltera y entera. "Y a mucha honra", solía decir. "Quita payá a los tíos", "no dan más que problemas".
"La casa tomada" de Cortazar me ha dado a mí pie para recordar las casas de mi infancia, aquellas casas de mis despertares infantiles, de mis descubrimientos. El mundo se descubre en la propia casa, pegado el oído a las paredes, escuchando los murmullos, atendiendo a las conversaciones de los mayores, a los silencios, a los gritos, a las risas, a las miradas severas, a las complacientes y cómplices.
Cuánto se aprende en la casa. Cada una de ellas contiene una historia, y cada una de ella, con su propia enjundia.
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