El lunes pasado volví a Madrid para asistir a la inauguración, en el Museo Thyssen, de una exclusiva exposición de la marca Cartier. La verdad es que siempre que voy a Madrid suele ser porque viajo a algún lugar fuera de España y he de tomar un vuelo. Aprovecho para estar con mi hija un par de días y disfrutar de su compañía, simepre tan beneficiosa para mí. Espero que también lo sea para ella.
En esta ocasión me anunciaron este evento "de lujo" en época de crisis y me presenté en Madrid.
La mañana otoñal, muy cálida, me llevó, paseando, por el Paseo del Prado mientras mis ojos recorrían la gran avenida con un tráfico galopante en ambas direcciones. Me entretuve en observar los edificios, soberbios todos ellos: la Diosa Cibeles, el Edificio Cervantes, el Museo del Prado, Velázquez flanqueando la entrada, los turistas a mi lado hablando inglés, con folletos en la mano. Madrid siempre tiene mucho que ofrecer y quien llega a esta ciudad nunca se sentirá extraño.
Llegué por fin al Museo Thyssen. Algunos curiosos merodeaban por los alrededores. Los lunes, día de descanso para los museos, es cuando aprovechan para las inauguraciones. Por eso, los vigilantes impedían el paso, solo permitido a la gente de prensa. Decenas de periodistas gráficos cargados con sus cámaras fotográficas o de telelvisión. Algunas caras conocidas, de esas que suelen frecuentar los programas de cadenas rosas donde se dirimen las vidas de los guapos, ricos y famosos. Otros muchos rostros desconocidos, como el mío mismo, que, además, ni siquiera resido en Madrid.
Todo estaba dispuesto para el gran momento. Se había anunciado la presencia de la hija de Carolina de Mónaco, una joya de carne y hueso que eclipsa a la mejor de las más de 450 piezas de las que consta la colección. Apareció por allí la sobrina del Rey Juan Carlos, Simoneta, hija de la Infanta Pilar de Borbón. Una chica fea que ya no le es gracias a los milagros del botox y de la cirugía. Francamente atractiva. Muy alta, muy espigada, muy sencilla y al mismo tiempo, elegante. Cómo no. Las hijas de infantas y sobrinas de reyes se mueven entre gente muy principal, viven experiencias que el resto de mortales ni siquiera sueñan, y menos en estos momentos de crisis. Simoneta, supe después, junto a la Baronesa Thyssen, han sido las principales artífices de que esta muestra haya podido traerse a Madrid. Algunas de las joyas más emblemáticas, de la Familia Real Española y de la Casa Grimaldi han sido prestadas para la exposición como la tiara que regaló el Rey Alfonso XIII a la Reina Victoria Eugenia o la que regaló el Príncipe Rainiero a la Princesa Grace Kelly. Un lujo para la vista y para la recreación de la memoria histórica cuando la nobleza de Europa derrochaba el dinero público en cubrirse de oro y diamantes, en cubrir de piedras preciosas cajitas, peines, espejos, encendedores de mesa, incluso sillones y divanes de gran tamaño. Un lujo asiático diríamos. Y decimos bien, porque Pierre Cartier viajó con frecuencia a Egipto, Rusia, China, India y otros lugares exóticos para conocer el arte de aquellos remotos lugares, porque quería hacer clientes importantes, inmensamente ricos, que se podían permitir el lujo de llevar sus diseños.
A la hora fijada apareció la Baronesa Thyssen, como siempre vestida rigurosamente de blanco. Una señora italiana con la que coincidí me informó que el blanco siempre rejuvenece y da luminosidad al rostro. El negro està muy bien pero siempre que se muestre un generoso escote. Muy bien, me dije. Lo tendré en cuenta para cualquier ocasión. Acompañaban a la Baronesa el Presidente de Cartier, un elegante señor de exquisitos modales que se mostró muy feliz de poder traer a Madrid estas 450 piezas y agradeció a la Familia Real Española su colaboración. Les acompañaban todos los responsables de la exposición.
Un acto cargado de glamour y buen gusto, hay que admitirlo, que contrastaba con el ambiente de crispación y tristeza que se respira entre la juventud de parados que se cuentan por miles. Tal vez, me dije, hay que vivir estos contrastes para ser conscientes de que las cosas no cambian, de que se suceden las guerras, de que desaparecen millones de personas en las contiendas mientras que estas joyas permanencen. Se van pasando unas a otras, generación tras generación sin que a ningún miembro de las familias que las poseen hayan sufrido un rasguño. ¿Será posible que, alguna vez, cambien definitivamente las cosas?
Hicimos un recorrido rápido con la exposición. Gigantescas vitrinas, perfectamente blindadas, daban cabida a millares de centelleantes perlas preciosas, diamantes, esmeraldas, rubíes. Objetos inverosímiles de dudoso uso. Figurillas de serpientes, dragones, diademas engarzadas con hilos de oro, Un lujo solo al alcance de unos pocos.
Llegó por fin la joya más esperada. La joven Carlota, vestida con un sencillo pantalón negro, largo y con vuelo y un jersey beige de punto. Nada màs. En la muñeca un reloj, se supone que de la marca Cartier y unos pendientes diminutos de la misma marca. Suponemos. El cabello recogido en un moño y nada más. Su belleza, un poco salvaje adornaba su figura. No necesitaba aderezo alguno. Se mostrò un poco tímida ante los flases que la deslumbraban y aguantó. Un espontáneo, como en los toros, que querìa un minuto de gloria irrumpió en la zona acotada para los ilustres. La única foto que hice que salió un poco decente la destrozó el desconocido con su cuerpo en escena.
Al momento desaperecieron de nuestra vista. Los invitados fuimos obsequiados con un generoso coctail en los jardines del Museo. Fue una mañana muy agradable. La crisis económica se eclipsó por unas horas. Nada más.