30 de noviembre de 2010

Mi pelo

A Carmen Martín Gaite, cuenta en el libro que leo que, de jovenzuela, se ponía bigudiés en el cabello porque lo tenía muy lacio y no le gustaba. A mí, por el contrario, mi pelo me ha hecho sufrir siempre, por rizado y abundante. Envidiaba a muerte a mis amigas y a mi hermana segunda porque lo tenían liso y largo. Yo siempre lo llevaba corto, a lo afro. Mi madre me mandaba a la peluquera de vez en cuando para que me lo cortara y además de cortármelo me rasuraba el cogote con una maquinilla de barberlo. Lo odiaba, odiaba a la peluquera y odiaba a mi pelo. Me odiaba a mí misma porque yo, de adolescente, era gorda y los chicos me lo recordaban cuando pasaba junto a ellos: "Gordaaaaaaaaaaaaa, gordaaaaaaaaaaa...., arrastrando la a hasta que daba la vuelta a la esquina tapándome los oídos para no oírlos. Cuánto me hizo sufrir mi aspecto en mi adolescencia. Tenía, además, unas mejillas permanentemente sonrosadas que se ponían casi moradas cuando alguien me humillaba, como cuando me llamaban gorda, o alguien me decía cualquier cosa que me molestaba. Dios mío, qué sufrimientos tan tontos, pero eran verdaderos suplicios. Cuando cumplí 16 años, me convertí de repente en una preciosa jovencita que hacía volver el rostro de los chicos y poco a poco comencé a sentirme bien y segura de mí misma.

Pero volviendo al pelo al que hace alusión Carme M. Gaite, yo me lo planchaba con una plancha normal y me lo abrasé muchas veces. Mi cabeza, cuando pasaba por esos trances, mostraba un cabello erizado y tieso que se levantaba en horizontal rodeando mi cabeza. Mi madre se ponía histérica cuando me veía y me increpaba de malos modos. A veces, no me quedaba más remedio que ir a la peluquería para que me lo cortaran de nuevo y creciera sano. En fin. Hoy, todavía no me he librado de mi pelo. No me entienden, no saben cortarme a mi gusto, no saben peinarme y yo suelo meterme la tijera a mi gusto pero nunca al gusto de mi madre que me dice una y mil veces: Hija, con el pelo tan precioso que tienes y te has empeñado toda la vida en destrozártelo.

Y tendrá razón mi madre.

29 de noviembre de 2010

La trastienda

Este fin de semana ha sido, cuando menos, curioso. Conocía a una amiga del Facebook, Ana Gato. Quedamos en el centro de Madrid. Ella me esperaba en el metro de Callao. Habíamos convenido en que nos reconoceríamos en cuanto nos viéramos. Y efectivamente, aunque era de noche y el lugar estaba poco iluminado nos reconocimos inmediatamente. Saludos y un cálido abrazo. Estuvimos caminando un buen rato mientras charlábamos. Hacía un frío terrible y yo tenía que hacer un gran esfuerzo para no caminar rápido, como suelo hacerlo habitualmente. Ana andaba con parsimonia, ajena a la baja temperatura de esos momentos. Decidimos entrar en algún sitio para comer algo. Entramos en un restaurante y pedimos unas cervezas y una ración de lacon asado. Estaba muy bueno. Hablamos mucho, sobre todo de su vida. La mía quedó prácticamente en el anonimato. Después, cuando nos despedimos reflexionaba sobre lo que nos habíamos contado y me di cuenta de que yo no conté apenas nada, pero por una razón muy sencilla porque sólo preguntaba yo sobre un aspecto u otro de su vida. Ana no me preguntó absolutamente nada. Nada de nada. A veces he reflexionado sobre este tipo de dialéctica a una sola banda y pienso en el consultorio del psiquiatra, donde habla el paciente y el psiquiatra escucha. Bien, no sabría qué decir, ni que conjeturas extraer. Ana es muy agradable, tiene una risa hermosa y sonora. Tiene una mirada profunda. Mientras habla suele bajar los ojos constantemente quedando sus párpados completamente cerrados, oculta la mirada al interlocutor. Pensé que tal vez sea algo de timidez. Hay personas que no saben, o no pueden, sostener la mirada constantemente. Yo lo hago, no sé si está bien o mal, pero me parece, incluso, una falta de atención hacia la persona que tengo delante si no le miro a los ojos mientras habla. Estuvimos más de dos horas juntas. Quedamos en vernos al día siguiente pero mi hija quería pasar el día conmigo y no pudo ser.
El sábado tras una reunión de trabajo, motivo de mi viaje a Madrid, visité de nuevo el Museo Reina Sofía. Volví a admirar cuadros de Picasso, Miró....confieso que el cubismo no me va demasiado, no provoca en mí lo que me provocan los cuadros de los grandes clásicos de la pintura como Velázquez y todos los pintores del Renacimiento. Ayer domingo, volví con mi hija a comer por ahí y nos fuimos al Prado. En esta ocasión contemplamos la magnífica exposición de Rubens que estará expuesta hasta el 23 de enero. Rubens era un maestro de lo mitológico. Un maestro pintando los senos femeninos. Dos horas y pico duró nuestra visita al Prado.
Madrid, domingo por la tarde, a rebosar. Mi hija me decía que dónde estaba la crisis. Las calles atestadas de gentes con bolsas de regalos, las tiendas, muchas abiertas, llenas. Pese al frío, la gente sonreía, disfrutaba de la reciente iluminación navideña. Los edificios de la Gran Vía, preñados de luz, de belleza modernista, ecléctica, gótica o barroca. Qué bellísimos son los edificios de las calles nobles de Madrid. Nos deteníamos para ver a esos grupos de músicos: mexicanos con sus rancheras, música de los Andes, la bailaora con su guitarrista, el mimo izado sobre una silla vestido de Napoleón, un original retrete con su cisterna que invitaba al viandante a tirar de la cadena tras introducir un euro en su interior. Entonces, salía de la taza del wc una cabeza de burro que hablaba y se dirigìa a la persona que había introducido el euro. Una argentina entabló conversación con el burrito haciendo las delicias de los viandantes. Hice algunas fotos del momento que colocaré en mi facebook. Por cierto, la lectura de ese pasatiempo callejero decía que el mundo es una mierda y que hay que tirar de la cadena para que se vaya. O algo así.
Le dije a mi hija que hay una gran crisis en España. Y en Madrid mucho más, lo que ocurre que toda esa gente que paseaba y compraba y disfrutaba, no la notaban. Los que la sufren de verdad estarán en sus casas sin saber qué hacer, o debajo de los puentes guarecidos por cartones.
De vuelta hoy a Zamora en tren. La paz, el sosiego, la lectura ininterrumpida. En esta ocasión, Carmen Martín Ganite, "El cuarto de atrás". Un maravilloso relato de la vida, del pasado, de la educación y de la represión. De la guerra, de las bombas, del recuerdo en suma. Mientras leía yo recordaba también esos cuartos de atrás que todos tenemos: el cuarto de papá, el de la prima, el de la abuela. Todo forma parte de nuestros recuerdos que se entrelazan unos con otros y conforman, para bien o para mal, nuestra propia historia, nuestro cuarto de atrás. Nuestra trastienda.

25 de noviembre de 2010

Facebook

Regreso a casa tras un hermoso día entre buenos amigos, comida y paseos por el campo, exultante la tímida yerba por el rocío de la mañana. La idea era recoger setas pero el experto no pudo acompañarnos y los profanos, el grupo al completo, no nos atrevimos a coger ninguna. Eso sí, algunos llevaban sus cestas de mimbre por si acaso. Pero nadie se atrevió.
La comida la preparé yo misma. Hice una buena pota de alubiones de La Granja, famosos en España a los que añadí chorizo y panceta semicurada troceada. Un éxito, los doce comensales que nos reunimos dimos buena cuenta de mi guiso. Mis amigas llevaron, frutas envueltas en chocolate como gajos de mandarina, trocitos de plátano, manzana y piña. No había comido nada tan exquisito. También pastelitos. El vino y el champán hicieron el resto pues la conversación fue subiendo el tono y los chistes verdes regodeaban el oído.
Uno de los hombres, muy mañoso él, fregó y recogió como lo hubiera hecho yo misma pues estábamos en mi casa del pueblo. Además se entretuvo en recoger todas las hojas caídas del jardín con un pequeño rastrillo que llevó y además se molestó en quemarlas en la hoguera de la cocina que la mantuvimos chisporroteando durante el día. Ha sido una hermosa jornada pese a que amaneció el día con una niebla densa que no se veía a un metro de distancia, pero poco a poco el sol asomó su faz con fuerza y no hay sensacíón más agradable que caminar a bajísimas temperaturas y con el sol brillando exultante.
Mañana me dispongo a viajar a Madrid hasta el lunes. Voy a conocer a una amiga del Facebook, a Ana Gato Allende, con la que he chateado un ratito y a ambas nos hace mucha ilusión conocernos.
Convinimos que el FB nos permite percibir muchas cosas sobre las personas que tratatamos virtualmente. Estoy segura de que cuando la tenga presente me parecerá que la conozco de toda la vida.

23 de noviembre de 2010

Intrusos

Utilizamos las redes sociales de forma mecánica. Aceptamos amigos porque nos los recomiendan otros amigos con toda normalidad porque comprobamos que hay un respeto tácito entre los usuarios.
Hace dos días alguien solicitó mi amistad. Examiné muy de pasada a la persona y vi que era amigo de la alcaldesa de Zamora y de alguna persona más conocida mìa. Por eso acepté su amistad. Casi al momento me saluda desde la ventanita del chat. Le pregunto que quién es pues no le conozco de nada y me dice que un amigo que quiere conocerme. Me pregunta que dónde vivo y, casualidad, él también vive en Zamora. Me pregunta los años le digo que puedo ser su madre, me vuelve a preguntar que cuántos, se lo digo y me dice que no lo parece. Bien, y ¿qué?
Me pregunta que a qué me dedico, le digo que a escribir. ¿Qué estás haciendo? Trabajando le contesto. Quiere saber si estoy casada. Le digo que sí y que tengo una hija de su edad. Me dice que si quiero quedar con él para tomar algo. Nooooooooo, estoy en mi casa muy tranquila y le despido con educación.
Ayer, vuelve a saludarme y de entrada me dice, "hola preciosa, me gustas mucho y me gustaría quedar contigo para tomar una copa". Gracias pero no acostumbro a tomar copas con desconocidos, además ya te he dicho que estoy casada. No importa, me dice. Y ahí comienza a desviar la conversación por terrenos farragosos que me incomodaron. No hace falta ser mucho más explícita, pero el susodicho quería lo que, al parecer, se consigue con facilidad por medio de las redes sociales.
Eliminé su dirección de mis amigos.