28 de febrero de 2010

Emulando a Mastreta

Comienzo a leer el libro de relatos de Ángeles Mastreta. Por lo que he avanzado en la lectura del mismo, su autora nos habla de sus tías. Quién no tiene tías? ¿a quién no ha sorprendido la vida de esas tías mientras se crece, mientras se observa, mientras se escucha, mientras se vive la propia vida junto a ellas?

Todo nos influye: las vivencias con nuestros padres y hermanos, las celebraciones familiares con abuelos, primos, tíos y tías.

Mi tía Gregoria me agarraba la mano cuando se celebraban las matanzas en casa de mis abuelos paternos. El cerdo corría despavorido por el corral mientras los hombres intentaban apresarlo para llevarlo al tajo, esa especie de potro de tortura -y tanto que de tortura- para asesinarlo allí mismo, por la fuerza, delante de todos.
Recuero aquella primera matanza que presencié de ñiña. Aterrorizados mis ojos, descompuesta mi alma. Mi abuelo blandía un enorme cuchillo de hoja afiladísima. Mis tíos agarrando al cerdo por las patas y la hoja del cuchillo hundiéndose lentamente en el pescuezo del animal. Nunca podré borrar de mi memoria aquella escena. Después se sucederían una tras otra, cada año. Y los años me fueron eneñando que las cosas son así en el mundo rural. Los hombres depredan como los animales para comer. Sin contemplaciones, sin él mínimo gesto de compasión para el pobre cerdo. Ni compasión para los pollos, cuando veía a mi madre, muy angustiada por cierto, agarrar la cabeza del pollo y doblársela sobre el propio cuerpo. Le arrancaba unas cuantas plumas de la cabeza y así, de esa guisa, el pollo medio axfisiado, mi madre le hacía un certero corte en la cabeza para que se desangrara. El pollo agitaba sus patas en los últimos estertores hasta que se quedaba inmóvil. Entones mi madre lo dejaba sobre el fogón, junto a un plato o cazuela, donde iba escurriendo la poca sangre que le quedaba.
Cuando hablo con mi hija de estas cosas se queda con la boca abierta. Ella no ha vivido estas experiencias pues apenas ha pasado temporadas en el pueblo y, ahora, lamentablemente, los pueblos se han urbanizado mucho. Las ancestrales costumbres han desaparecido y si se celebra alguna matanza es todo un espectáculo. La organiza el propio ayuntamiento para que acuda el personal de la ciudad, para recordar otros tiempos, para rescatar, en suma, antiguos usos y costumbres.
Mi tía Josefa, hermana de mi tía Gregoria no ha vivido en otro lugar más que en el pueblo donde nació. Nada ha visto ni, tampoco, nada quiere ver. Se siente agusto así, con su vida, tan corta de miras y limitada.
Hace dos o tres veranos, me encontraba yo sola en el jardín de la casa del pueblo. Hacía un calor insoportable y yo me guarecía tumbada en una hamaca debajo de la frondosa parra. Un cerezo, al lado, reventaba de fruto. Lo cubría una red para impedir que los pájaros se comieran las cerezas o las picotearan.
El silencio, mientras dormitaba, era absoluto. De pronto un ligero rumor me llegó desde el cerezo. Me acerqué para ver lo que ocurría. Un pobre pájaro, negro y grande, se había colado por uno de los agujeros de la red y se debatía desesperado para salir de allí. Abría el pico una y otra vez, muerto de sed y de calor. Me quedé paralizada mirando al pájaro sin saber qué hacer. De pronto salí corriendo en busca de mi tía Josefa que viviá justo enfrente de nuestra casa. Le dije lo que ocurria y, presta, vino conmigo hasta el lugar de la tragedia.
Sin pensárselo un segundo, mi tía Josefa introdujo su mano por el agujero de la red y al instante sacó al pájaro. Pero antes de que yo respirara aliviada, sus dedos índice y pulgar de la mano derecha, comenzaron a apretar el frágil pescuezo del pájaro hasta axfiliarlo. Le dije, "pero tía ,por favor, ¿por qué haces eso? ¿Qué por qué hago ésto? -dijo con una pérfida sonrisa. "A ver si crees que he venido a salvarlo, éste ya no vuelve a comer ninguna cereza".

23 de febrero de 2010

Madrid, otra vez

Viaje en tren, en el Talgo. Viajar en tren es una delicia. El silencio, el confort, la soledad. Tres elementos que estimulan la imaginación y propician la lectura. "Un viaje frustrado", de José Plá. No había leído nunca a este escritor catalán. Su lectura es relajante, sosegada, describe minuciosamente lo que vive, lo que vé, lo que siente, lo que piensa. Es de esos escritores con los que el lector se siente agusto pues trata lo universal desde lo local. Hace distingos entre patria y país, pone fronteras a espacios mínimos. Esto no me gusta de Plá, pero solamente ésto. Como escritor le concedo un diez alto.
El viaje a Madrid, dos horas siete minutos, no ha sido suficiente para terminar el libro pero le he dado una buena batida. Ya en el metro, dirección Príncipe Pío, me topo con esas caras anónimas que me llaman tanto la atención. Rostros de inmigrantes procedentes, en su mayoría de Centroamérica, cabellos lacios y oscuros, baja estatura, rasgos indígenas. Casi todos ellos muestran caras de cansancio tras la larga jornada laboral, se les notan las dificultades de la vida cotidiana para sobrevivir. No se vislumbra alegría en sus gestos. El resto de los ocupantes del vagón, ciudadanos españoles, lee, aprovechan esos minutos de transporte para sumergirse en la lectura. Me pasa como a una amiga mía que dice le encanta viajar en tren y en metro para observar a la gente, para intentar adivinar sus vidas, su posición social, incluso sus pensamientos. A mi me ocurre lo mismo, pero al contrario que en el tren, para largos desplazamientos, me gusta leer, en el metro no lo hago nunca. Qué mejor lectura que la observación de tantos rostros, de tantos gestos, de tantas vidas anónimas. No olvidarè lo que presencié un día en el metro cuando regresaba a mi destino. Era hora punta y los vagones atestados de gente apretujada, como una masa humana latiendo al unísono. Yo, por suerte, iba sentada aunque las personas que iban en pie me impedían ver lo que ocurría. De pronto oí llorar a un niño y al momento vi cómo ese niño era izado en el aire con brusquedad por una mano cruel que lo agarraba por el cuello del abrigo. Sólo pude ver la cabeza del niño, de unos dos años, con algunas calvas, como si el pelo hubiera sido arrancado de raíz. Acerté a ver la cara de la persona que agarraba así al niño. Una mujer grande y despiadada, parecía del este de Europa, podría ser su madre. El niño fue izado por el aire y soltado violentamente dejándolo caer al suelo, o al grueso de humanidad que viajaba en aquellos momentos. Un claro caso de violencia y de horror. Hubiera arremetido allí mismo contra la mujer pero se paró el tren y vi que era mi estación. Salí con el alma desgarrada. Nadie dijo nada, nadie hizo nada. Dios mío, ¿a qué tenemos miedo? ¿por qué la indiferencia ante estos episodios?
La mañana en Madrid, al día siguiente, amaneció nublada. Me dirigí, a pie, hacia el centro, apenas treinta minutos a paso ligero. Indagué las obras de la M-30, ya casi concluidas, y llegué hasta la Plaza Mayor. El equipo del GALATASARAI turco se arremolinaba en la plaza, al aire libre, sentados en sillas, cantando y disfrutando del Madrid castizo. Todos vestían camisentas rojas del equipo. Los paseantes fotografiaban sin parar, yo también. De pronto hizo su aparición un trio compuesto por dos guiris tocados con sendos sombreros y cabellos largos y una chica joven, alta y morena, como Carmen la de Merimé. Abrieron unas sillas plegables y comenzaron a tocar sus guitarras. La chica se había puesto una falda de volantes y allí mismo empezó su actuación, gratuíta, simpática, flamenca. Fandangos, bulerías y muchos olés por parte del público. Madrid es siempre un mosaico donde caben fantasías goyescas o velazqueñas. El movimiento, el color, la vitalilidad y el estilo siempre acompañan estos cuadros vivientes. Grabé con mi cámara al cuadro flamenco. Para entonces, el peso de mi tierra, de mi ciudad levítica, ya me había aligerado. Y es que no hay nada mejor que un garbeo por los madriles para sentirse libre, sin cargas ni pesadumbres.
Comí en el restaurante donde estaba el grupo del equipo turco. Ellos en la terraza al aire libre, yo en el interior donde podía ver sus movimientos y seguir escuchando su jarana.
Ya por la tarde, me dirigí al Paseo de Recoletos para ver la exposición de los impresionistas: Manet, Degas, Monet, Cézane, Fantin-Latour, Pissarro, Renoir, Cézanne....
Maravillosa exposición, maravillosa sensación al recrearse mi vista ante tanta belleza, ante tanta perfección. Me llamó la atención, especialmente, un cuadro donde se ven a dos hombres arrodillados en el suelo raspando la madera de una estancia grande y luminosa, vacía para el efecto. Cómo es posible conseguir con el pincel y el óleo, ese efecto casi fotográfico, tan real. Al fondo del cuadro un enorme ventanal por el que entra la luz e ilumina los rastros que van dejando los hombres en la madera tras pasar su cuchilla, las virutas en el suelo, los brazos de los hombres, sus manos, la perfección de sus cuerpos agachados. Esa misma mañana, en mi casa, también habían rayado el parquet con una ruidosa máquina que me obligó a ponerme tapones en los oídos. También desde el ventanal de mi casa penetraba la luz, casi la silueta de la Iglesia de San Francisco el Grande, y en diagonal, el imponente Palacio Real, hermosa vista de día, el Madrid de los Austrias a mis pies, y hermosa vista de noche, iluminados los nobles edificios.
Y, por fin, ARCO, al día siguiente. Una sorprendente sesión fotográfica a los críticos de arte. No imaginaba lo pesado que resulta una sesión de ese tipo. Casi una hora y media para colocarnos: las manos a lo largo del cuerpo, ahora una mano sobre el mentón en actitud pensativa, relajados, a nuestro gusto, ahora cambio de postura. Puffffff.....no sé el motivo del posado, pero su autor se lo tomaba muy en serio. Nos dijo que al día siguiente haría lo mismo con el público en general, con los que quisieran posar para él. Y transcurrió el día de galería en galería, oteando, escrutando, admirando, disfrutando en suma. Arco es Arco. Por la noche, me enviaron una de las fotos por email y comprobé que habíamos sido colocados formando grupos de tres, dos personas más altas a los lados y una más bajita en el centro, de tal manera que todas las filas hacían una especie de onda. Interesante.
Y la noche me encontró con el libro de Plá entre las manos. El día aunque nublado, fue radiante, para mí.

14 de febrero de 2010

La postilla

Es verdad que los padres, las madres en este caso, inculcamos a los hijos nuestras manías o nuestras neuras. Todo se hereda, todo se aprende. Yo, desde muy pequeña me ha encantado arrancar, extirpar o explotar espinillas, las mías propias y las de los más allegados: hermanos, hija...creo que a nadie más le sacaría una espinilla. Pudor obliga. Recuerdo que mi hermano, cuando éramos muy niños, me cobraba algún céntimo, incluso una peseta, para poder sacarle alguna.
A mi hermana Toya, las espinillas la dejan indiferente. Pero las postillas, ah, las postillas. Son su debilidad. Cualquier heridita, por pequeña que sea, no deja que llegue a puerto, o sea, a curarse, porque ella -"no lo puedo soportar"-, levanta la incipiente postilla una y otra vez hasta que ya, por aburrimiento, la postilla renuncia a hacerse.
A su hija Rebeca, tuvieron que extirparle en cierta ocasión, un pequeño bultito que tenìa en una pierna. Como era algo profundo la pequeña intervención dejó un hueco en su lugar, que su madre debía curar cada día con mercromina hasta que, poco a poco, fue haciéndose la postilla. Como le habían advertido que no se la tocara, ella respetó el mandato pero miraba la herida con verdadera pasión y ganas, mientras veía cómo se iba conformando la postilla día a día. Cuánta paciencia y cuánta resignación debió de sufrir para soportar el crecimiento de aquél apéndice marrón. Al fin, la postilla, por sí misma, fue separándose de la piel hasta desprenderse por completo de la pierna de Rebeca. Fue entonces cuando su madre rescató la postilla entre sus dedos. El placer que le proporcionaba a mi hermana el contacto de aquello tan mullidito en sus dedos, -decía- no tenía parangón. La acariciaba una y otra vez disfrutando con verdadero placer.
La guardó en un gasita y la llevaba siempre en su bolso. De vez en cuando la sacaba y la volvía a acariciar. Un día, cuando iba por la calle, se le acercó un chico y amenazándola con una navaja, le robó su bolso y con él sus pertenencias y la postilla de Rebeca. Dice que lo que verdaderamente sintió perder fue la postilla de su hija, mucho más que todo lo demás.
Esta misma tarde, mi madre, mi hermana, mi hermano y yo fuimos a nuestro pueblo para acercarnos a la vecina localidad de Almaraz para ver el Santuario rupestre de San Pelayo. Íbamos conversando de diferentes cosas y salió el tema de la postilla robada. Nos reíamos divertidos mientras volvimos a escuchar el relato con toda atención. Nos imaginábamos la cara que debió de poner el ladrón cuando descubriera el "tesoro". Por lo menos, -decía mi hermano- estoy seguro de que el ladrón se llevaría un gran susto pues creería que la postilla debió servir para hacer el budú a alguien. Se imaginaba arrojando el bolso muy lejos, incluso con lo que de valor tuviera no siendo que se confabularan las brujas contra él, porque todos sabemos que aunque no creemos en ellas, "habeylas haylas".
Nunca más supo del camino que llevó la postilla. Qué raros comportamientos tenemos los humanos, hay que reconocerlo. De mi manía por las espinillas, recuerdo que yo le sacaba una a mi madre que tenìa en la espalda. Cuando llegaba el verano y nos poníamos nuestros bañadores, la espalda de mi madre quedaba a mi libre disposición. Entonces yo me afanaba con ahínco para sacarle lo que no había -decía mi madre- pero de tanto presionar año tras año, conseguí que se le enquistara la zona hasta que, por fin, yo misma la acompañé al dermatólgo para que le extrajera el quiste, convertido ya en una piedra, de lo duro que estaba.
Pues bien, esa misma operación me la hace a mí mi hija en cuanto me tiene al lado, no espera a que llegue el verano y me vea en bañador. Simplemente, me dice: "mamá a ver cómo tienes la espinilla". Me clava sus uñas mordidas una y otra vez y no consigue sacar nada, pero ya ha empezado a hacerse un pequeño quiste. Sé, por experiencia, que en algún momento tendré que ir al dermatólogo como mi madre. Puaffffffff.....!

9 de febrero de 2010

Camino

Puffffffffffffffff!!!!!!!!!!!
No sé exactamente por dónde empezar. Si por el Camino de Santiago que, por fin, quiero hacer este año, en mayo, aunque todavía no sé los kilómetros que van a ser, unos ocho días a una media de 22 kilómetros aproximadamete. Espero esta aventura con emoción porque son muchos los conocidos y amigos que cuentan que el camino, sobre todo, es el camino, es lo que se siente y se encuentra mientras se dirige uno a Santiago. Lo de menos, parece ser, es llegar. Lo intuyo, lo creo firmemente porque las experiencias que tengo de caminar por senderos, vericuetos, barrancos, o por carretera simplemente, sola o acompañada, es uno de los placeres que más he disfrutado. Y además barato.
Y continúo con este otro "Camino", el librito de Monseñor Escrivá de Balaguer y Cendrá, un camino que se sigue desde la paciente lectura y desde el convencimiento de que lo que se lee es todo un dogma de fe. Lo descubrí hace ya muchos años, en Torreciudad (Huesca), cuando aquello todavía no era lo que es hoy, un santuario espectacular enclavado en uno de los parajes peninsulares más bellos e inmerso en pleno pirineo aragonés. Descubrí "Camino", como digo, cuando yo era una joven recién llegada a Barbastro, tras haber aprobado una oposición a Campsa, aquél monopolio de petróleos, extinto ya y que fue mi primer y último trabajo en mi vida laboral. Mi expectación, entonces, ante la vida era completa y mi curiosidad desbordante. Entonces yo ni sabía, ni había oído hablar del Opus Dei. Pero yo estaba allí, repito, en Torreciudad, rodeada de naturaleza y feliz. Un pequeño torreón en ruinas, izado sobre altozanos, desde donde se divisa el río Cinca, allá en el abismo del precipicio, trepidante en invierno y más tranquilo en épocas de estío. Este torreón dio lugar a una bonita leyenda de la que se conserva una gran devoción a la Virgen y que se extiende por todo el Somontano aunque no se sepa, ni el origen del santuario ni el de su imagen, la Virgen de Torreciudad, una imagen morena, semejante a la de Montserrat, de estilo románico. Sería José María Escrivá mucho tiempo después, el que hizo el verdadero milagro de Torreciudad, un Santuario espléndido al que llegan miles de peregrinos de diferentes partes del mundo cada año. Ese es el verdadero milagro.
El libro "Camino" lo leí con mucho interés pues consta de frases muy cortas llenas de filosofía de vida, de mesura, y de inteligencia también, a qué negarlo. Me lo vendió una persona de "la obra" que estaba allí, en el pequeño santuario en ruinas para atender a los que se acercaban.
Poco tiempo después, ya en Zamora, di de lleno con el Opus Dei. Y, poco a poco fui enterándome de su filosofía. Fueron años muy agradables. Entonces era muy receptiva a las charlas, a las películas que Monseñor Escrivá de Balaguer protagonizaba por todos los países del mundo, rodeado de multitudes, de gentes de viva fe que preguntababan cómo debían tener paciencia para atender a las muchas faenas de casa, sus responsabilidades con los hijos, con la familia, como debían actuar en determinados momentos. Yo asistía a aquellas reuniones y reconozco que me favorecían, me sentía relajada y ligera de alma, sin pesadumbre, llena de positividad.
No sé qué ocurrió ni en qué momento, el caso es que todo aquello hoy lo veo como algo esperpéntico, algo que obstruye la mente y no la deja crecer. Mantengo amistades con gente del Opus Dei, pero mi opinión sobre ella ha cambiado sustancialmente. Después de cuarenta años tratando a muchas de esas personas me doy cuenta de que son incapaces de pensar por sí mismas. Me recuerdan un poco a los adeptos al Islam, a ese fanatismo que todo lo llevan a su señor Alá, que todo lo ofrecen a, que todo se hace en función de...algo inverosímil, en suma que chirría y, personalmete, me ha hecho distanciarme de esas personas. En cuarenta años hay que cambiar en algo, hay que evolucionar y para ello hay que pasar y traspasar la revolución interior que cada persona libra consigo misma. Los fanatismos, sean de la marca que sean no hacen ninguna revolución interior, se dejan dirigir, simplemente.
Qué por qué escribo de todo esto? pues porque esta noche he visto en TV la película "Camino". Curiosamente había preguntado a mis amigas "opusinas" por ella, pero no la han visto. ¿Consigna? ¿Prohibición?. Vaya usted a saber.
Por lo que conozco del Opus Dei, la película está tratada con rigor y veracidad. Todo lo que se muestra en ella está calcado de lo que es la vida en el Opus y de lo que es la gente del Opus: las mismas reacciones, las mismas alabanzas, los mismos ofrecimientos, los mismos "sacrificios", las mismas cegueras, los misgos gestos, las mismas conversaciones, incluso la misma vestimenta. Porque hasta en eso, la gente del Opus se deja llevar. Señoras impecablemente vestidas y calzadas, complementos de marca a ser posible, muy bien peinadas, siempre de peluquería. Todo es perfección en sus ademanes, en su orden de vida. Todo milimetrado, pesado y sopesado.
Verdaderamente, no sé por qué camino tirar. Probablemente por el mío propio porque gracias a Dios, y en su nombre, a Jesucristo, Buda, o Alá, auténticos profetas, en cuyas filosofías se encuentra la VERDAD, con mayúscula, he comprobado lo fácil que es seguirla, sin manipulaciones de sus "oficiales/oficiosos" seguidores que han hecho de sus credos caos y confusión en la Humanidad.
Pero, ¿por qué he llegado a este extremo de desencanto de lo previamente establecido?