3 de agosto de 2010

"Venus"

No me imaginaba que esta entrada iba a hacer, otra vez, referencia a mi gatita Venus. Otro sábado de teatro en el magnífico recinto del castillo medieval de Zamora. En esta ocasión, Fuenteovejunta. Ya sabéis aquéllo de "todos a una". Excelente representación en un escenario de lujo en el foso del castillo donde las piedras se yerguen con la misma altivez que el Comendador. Para esta ocasión, mi gatita ya duerme el sueño de los justos en un rinconcito, entre la hiedra que crece salvaje por las paredes de la tapia de la casa.
Venus, hace unos días, maullaba y me seguía por la casa. La acaricié como de costumbre y mi mano se empapó de humedad. En un principio pensé que se habrìa mojado en el cesped del jardín, pero al instante comprobé que no era agua sino sangre. Corrí con ella al veterinario y enseguida me comunicó que aquello era un tumor maligno, de esos que crecen rápidamente. Fueron unos minutos de conversación apenas, pero mientras ese tiempo corría comprendí que el consejo del veterinario era la eutanasia inmediata. Mi gatita tenía veinte años. Veinte años de fidelidad, de cariño, de compañía constante, sobre mi pecho cuando me tumbaba en el sofá, junto al teclado de mi ordenador bajo el calor de la lamparita. Allí permanecía durante horas hasta que me iba a la cama. En estos momentos en que escribo pienso en ella y la extraño pero, curiosamente, siento paz porque Venus tuvo una vida muy placentera a mi lado. El veterinario le aplicó una inyección para dormirla. Durante diez minutos acaricié su suave pelo hasta que quedó profundamente dormida. Después le inyectó lo que provocaría su definitivo sueño. No se movió. Sus ojos abiertos parecían mirarme. No sé por qué no estoy triste. O no me siento como creía que debería sentirme. A mi memoria viene aquello que una vez me dijo un amigo cuando hablábamos sobre la muerte. Me decía que cuando se nos muere alguien, le lloramos con desesperación porque no nos hemos portado bien con él en vida. Cuando somos conscientes de que hemos sido siempre fieles compañeros, atentos, solícitos y hemos amado de verdad, cuando esa persona se va, pasados los primeros momentos tras la marcha definitva, nos invade una sensación de paz y de armonía. Nos sentimos bien con nosotros mismos.
Tal vez, esa sea la razón por la que yo me siento bien, porque soy consciente de que mi gatita ha recibido constantemente mimos, cuidados y atenciones. Porque siempre recibí fidelidad y cariño y yo no hice más que corresponder. Incluso asistí a todos sus partos sin apartarme de ella, hasta que salía el último gatito de su pequeño vientre. La cuidé y cuidé a sus repetidas proles hasta el destete, hasta los dos meses, cuando Venus, ya cansada, parecía necesitar que los gatitos hicieran su propia vida. Se los iba quitando paulatinamente hasta dejarla sola, lista y preparada para un nuevo apareamiento y consiguiente parto. Fueron cerca de diez veces. Me hice experta en partos felinos. Así aprendí que las gatas, en el momento del alumbramiento, pueden hacer varias cosas a la vez: lamer al gatito que acaba de parir, estimularse los genitales para ayudar a salir al siguiente, ir comiéndose la placenta y, al tiempo, intentar cazar a una mosca que merodea junto a ella atraída por el olor. Confieso que observaba todo este proceso con fascinación. Podía pasarme toda una tarde, o una mañana entera mirando y atendiendo a mi gatita. No podía ni ir al lavabo pues era capaz de correr detrás de mí mientras uno de sus gatitos asomaba la cabeza. Aprendí que no debí moverme de su lado pues me necesitaba allí, junto a ella.
Fue hermoso, fueron veinte años de fidelidad mutua, de amor y de respeto.
Descansa en paz gatita mía.

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