22 de enero de 2010

Regreso

Tras una semana en Madrid, vuelvo. Vuelvo a lo cotidiano, a lo que tanto me aburre y desespera. Me esperaba el dentista y el oftalmólgo, ambos especialistas, casi casi, a la misma hora. Tuve que correr. Mis ojos no han mejorado nada y sigo con una especie de alergia desde hace cuatro meses. Irritación, lacrimeo, molestias. LLegué a pensar que, de pronto, mi probre gatita Venus, una siamesa de diecisiete años y el ser vivo que más me ama, era la causa de mi problema, pero no. Me hice recientemente las pruebas alérgicas y no soy alérgica absolutamente a nada. Puede ser el polvo, los ácaros... yo qué sé.
Precisamente, esta misma mañana, cuando salí a la calle, antes de tomar el tren que me trajo a Zamora, unos gatitos, todos negros, dormitaban dentro de la alambrada de un jardín. Ay que ver la ternura que producen los gatos. Son bellos, elegantes, silenciosos, inteligentes, educados, cariñosos. Son todo esto y mucho más. Los hay, incluso, cultos.... Mi gatita Venus, suele colocarse a mi lado, cuando escribo, le encanta el movimiento de mis dedos ante el teclado. Se mantiene agazapada, escondidas sus patitas sobre su vientre, en actitud descanso y de observación. A veces intenta acercar su cabeza a mis dedos para que la acaricie. Lo suelo hacer porque me provoca un sentimiento de placer indescriptible. Hacer el bien a un animal, complacerlo, es hacer el bien a la Humanidad. Todos necesitamos una caricia, todos necesitamos una mano que se acerque a nuestra cabeza, a nuestro hombro, a nuestra mano. Todos necesitamos ese calor humano que se restringe tantas veces. Me pregunto por qué el hombre (y la mujer, claro), somos tan parcos en proveernos caricias. Mientras dura el amor, todo el cuerpo emana pasión, fuerza, vigor, todo nos parece poco para ofrecer al ser amado, incluso para ofrecer a los demás, porque el amor nos hace generosos, nos hace crecer por dentro, nos hace dadivosos, diferentes.
Cuando muere, nos hacemos parcos, lentos, perezosos, calculadores de movimientos. Escatimamos hasta el movimiento. No sé si esto que escribo es compartido por alguien, pero yo lo siento así.
El viaje en tren es estimulante, creativo. Terminé de leer un poemario de Agustín García Calvo, el ilustre filósofo, profesor, ensayista, dramaturgo. "Valorio, 24 veces". Poemas que van desgranando la vida, que no es otra, precisamente, que el propio amor, de lo que hablaba antes. Agustín, zamorano, como yo misma, de quién tuve el honor de ser alumna suya de latín, frecuentaba Valorio, donde he ido yo a correr tantas veces, en días de lluvia, de nieve, de niebla, de sol, de calor, de frío. Pues en ese mismo Valorio el profesor vivió su tierno amor. Habla de la hierba, de la incipiente floración pre primaveral, de los insectos, de la brisa de los álamos. Habla de besos, de ese nido que tiene la mujer entre el hombro y la cabeza, ese escondrijo donde al amante gusta dormitar. Y susurrar.
Pensé en esas veinticuatro veces. ¿Tal vez se refería el profesor a las veces que descubrió el amor en el bosque de Valorio?

Y así me voy a dormir, haciendo recuento de memoria. Para hacerle caso a mi hija.

2 comentarios:

  1. muito brm... uma especie de diario
    muito interessante. fico a saber um pouco mais de ti mas...
    será que está aqui tudo?
    bjinho
    c.

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  2. Lo he leido. Fluido y claro, tu relato nos acerca.el secreto de escribir, y parecer que auiente lee te tiene delante...será en parte que comparto tu sentir.

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