24 de abril de 2022

DIA DEL LIBRO 2022

Ayer se celebró el día del libro, una fiesta luz, porque el libro, los libros, han sido y son esa luz que todos buscamos y que está en el interior de cada uno de ellos. La lectura ha sido para mí el pilar sobre el que me sostengo desde que era muy niña. No recuerdo exactamente a qué años empecé a leer, pero lo que sí recuerdo es que fue un libro, Mujercitas, el primero que leí. Y lo recuerdo porque la historia que contaba su autora, Louisa May Alcott, me conmovió desde la primera página. Trataba de la vida de cuatro hermanas, cada cual con su personalidad. Yo tendría cinco o seis años, no más, cuando lo leí. El libro me lo regaló un tío, hermano de mi padre, que era sacerdote. Las pastas eran duras y la portada mostraba cuatro figuras de mujer. Algunas de sus páginas estaban ilustradas en blanco y negro donde representaban las diferentes actividades de las cuatro jóvenes, protagonistas de la historia. Yo pasaba horas y horas leyendo y releyendo el libro y contemplando extasiada las ilustraciones. Una de aquellas hermanas, Jo, quería ser escritora y yo, inmediatamente de conocer las aspiraciones de aquella jovencita, me di cuenta de que yo también quería serlo, como Jo. Después de aquel primer libro, vendrían otros muchos más y me hice una infatigable lectora. Entonces, yo creía que para escribir había que vivir. Las historias que yo leía pertenecían a otros y yo quería, también, contar mi propia historia, pero, claro, yo no la había vivido todavía. Así creía yo, entonces. Pero lo cierto es que no sé por qué razón, cuando tenía doce años, comencé a escribir una novela que situé, nada menos, que en Rusia. La protagonista se llamaba Anuska Petroskha Koroskova. No sé de dónde saqué aquel pomposo nombre, pero deduzco que en mis manos ya habrían caído historias de aquel país. Escribí páginas y páginas en un blog de aquellos de gusanillo y la historia que me había inventado me parecía apasionante. Recuerdo que iba leyéndole a mi hermana y a las amigas más próximas la vida de Anuska. Un día, una de ellas se llevó mi blog para leerlo y lo extravió. No me lo devolvió jamás. Se perdió y nunca lo recuperé. Esta anécdota se la contaba a un amigo mío a propósito del día del libro y de lo que los libros nos han inspirado. Me dijo que la volviera a escribir, que me inventara un final. Fui describiendo desde la primera página, a modo de pieza teatral cómo comenzaba mi novela: "En una sencilla y pobre habitación, sobre una cama, yacía una mujer moribunda. Respiraba jadeando y tenía los ojos cerrados. A su lado una joven le acariciaba las manos, cruzadas sobre el pecho. Las lágrimas de la joven resbalaban abundantes por su rostro como la intensa lluvia caía sobre el cristal de la única ventana que había en la habitación. Al lado de la cama una mesilla con varias cajas de medicamentos y un vaso de agua. Sobre el techo pendía una sola bombilla. La joven estaba sentada en la única silla al lado de la cama. Ambas mujeres, en silencio." Así comenzaba yo aquella triste historia a la que le auguraba un final feliz. Hecha esta primera introducción, la mujer, madre de la joven, fallece y la joven deja la casa llevándose un hatillo con las pocas pertenencias que tenía. No recuerdo nada sobre el entierro. Ese capítulo no existe en mi memoria. La joven comienza su camino dispuesta a enfrentarse a la nueva vida que le esperaba, sola y sin recursos. Tendría que buscar trabajo en alguna casa de familia acomodada para ayudar en la limpieza o en la costura. Tendría que marcharse a la ciudad. Ella sabía coser pues su madre la había enseñado. Tomó el primer autobús que la llevaría a la capital y tras un largo y penoso viaje llegó a San Petesburgo. El autobús paró en una gran estación que ella no conocía y, de pronto, se dio cuenta de que iba a ser muy difícil encontrar trabajo porque no conocía a nadie y ella no tenía fuerzas, ni sabía qué pasos tendría que dar. Tampoco estaba acostumbrada a hablar con desconocidos. Nunca había salido de su pequeño pueblo. Aturdida por el movimiento de la ciudad, por los automóviles que circulaban en todas direcciones y por las gentes que iban y venían en todas direcciones se quedó quieta junto a un pequeño parque. Se acercó hasta donde había un banco y se sentó para poner sus ideas en orden y pensar, sobre todo pensar. De pronto reparó en un grupo de hombres y mujeres que hablaban entre ellos con gran excitación. Parecían no estar de acuerdo sobre lo que hablaban. De pronto uno de los hombres reparó en ella y como si hubiera descubierto lo que buscaba se dirigió a ella: Permítame que me presente, señorita. Soy director de una escuela de arte y estamos localizando exteriores para rodar un documental. Necesitamos a una joven que tenga ciertas características físicas y usted se adapta perfectamente a ellas. ¿Querría acompañarnos? Anuska se quedó estupefacta. No daba crédito a lo que estaba viviendo. Mi novela debía continuar de una manera muy previsible: chica humilde, desconocida, bonita, sin futuro y sin contactos que, de pronto, alguien la descubre y, como en las películas, le propone un trabajo como modelo, actriz o como vendedora de libros. Ya no volví a la historia de Anuska porque me parecía muy pueril, aunque no pueda complacer a mi amigo. La historia de Anuska quedó incompleta. El día del libro me ha hecho recordar los primeros años de mi infancia cuando empecé a familiarizarme con las pizarras y los pizarrines, los lapiceros y los tinteros. Creo que, de niña, yo no usaba bolígrafos pues no los recuerdo. Escribíamos, primero en la pizarrita y cada niño teníamos una pequeña tiza blanca con la que podíamos borrar lo que escribíamos con un pequeño trapito. Así era de sencillo nuestro instrumental. Más adelante escribiríamos con plumas estilográficas que había que cargarlas en un tintero que contenía la tinta. Un horror porque ésta manchaba los vestidos, los dedos, los libros, los pupitres de madera y ya no se quitaba la mancha. Recuerdo el gran bofetón que me propinó una odiosa maestra porque a mi vestidito de cuadros rojos y blanco lo había manchado en la pechera con una gran mancha de tinta. Al pasar junto a ella cuando salíamos al recreo, me cruzó la cara con su dura mano. Gracias a que junto a ella había una prima suya que había ido a visitarla y estaba allí y al presenciar la escena le preguntó, ¿pero, por qué le pegas? A lo que la odiosa maestra añadió, ¿no ves cómo lleva el vestido? Entonces yo miré hacia abajo y vi una enorme mancha de tinta en mi vestido. Nunca jamás me olvidé de aquel bofetón, como siempre supe que aquel gesto tenía mucho que ver con el odio y la discriminación. Y pasaron los años y apareció el bolígrafo. El boli fue mi gran aliado. Durante muchos años escribía a mano para después continuar con aquellas estratosféricas máquinas Remingthon o Underwood. Con aquellas máquinas aprendí a escribir en la escuela Superior del Secretariado en Madrid a no mirar el teclado. Llegué a alcanzar gran velocidad, más de trescientas pulsaciones por minuto y creo que todavía sigo siendo muy rápida cuando escribo y, por supuesto, sin mirar el teclado. Curiosamente, cuando tengo que poner algún número siempre lo miro. No quise aprender nunca la numeración del teclado; se ve que hasta en eso demuestro mi aversión a las matemáticas. Tras aquellas máquinas que se han convertido en piezas de museo, llegaría la máquina eléctrica, segura y limpia. Los escritos ya salían impecables. Y por fin el ordenador. En mi buhardilla guardo algunos ordenadores de aquellos que tenían una enorme panza detrás de la pantalla y una máquina de escribir de la marca Hispano Olivetti. Han pasado muchos años, mi vida, como todas las vidas, podría convertirse en una pieza literaria, pero hoy, gracias a las redes sociales y la facilidad con la que todo el mundo nos manifestamos, nuestras vidas son pequeñas piezas que, día a día, van conformando una novela. Como pudo ser la de Anuska Petroska Koroskova.

7 de octubre de 2021

La romería

Mi amiga Maritere Paz me envía esta fotografía con una fecha, 23 abril 57. Me dice que estábamos en la romería del Cristo, en nuestro pueblo, en Muelas del Pan. Yo, entonces, tenía 14 y estaba llena de complejos; lo detecto mirando fijamente mi imagen. Me veo como retraída, como queriendo pasar desapercibida. Estaba gordita porque el cambio de niñez a adolescencia me cambió el metabolismo y engordé y me sentía horrorosa. Además, los chicos me lo recordaban de vez en cuándo, llamándome:¡gorda, gorda! Sufría muchísimo; y en silencio, porque el sufrimiento nos lo guardábamos para nosotros. Lo decía el poeta Waldo Santos, -ahora hemos celebrado el centenario de su nacimiento-. Waldo decía que "rió, lloró y vivió, pero hacia dentro, porque no quieras ir fuera". Así me ocurría a mí, sufría por estar gorda pero me lo callaba, "para dentro". Y así pasé yo aquellos años de infancia, muy molesta con aquellos kilos de más, mientras veía a mi adorada hermana Manoli, esbelta y preciosa con su pelo largo y oscuro. Yo, por el contrario, además de gorda, como tenía el cabello rizado me lo cortaban muy cortito y todavía me veía mucho más fea. Nunca supe por qué tenían que cortarme el pelo por el hecho de tenerlo rizado. Menos mal que cuando ya fui dueña de mí misma me lo dejé crecer y me hacía la toga para llevarlo liso. Con el tiempo, lo dejo a su aire, rizado natural y me gusta. Lo cierto es que esa fotografía me ha hecho volver a mi infancia. Vuelvo a mirarme con atención y me veo como en segundo plano,para no mostrarme demasiado. No, decididamente no me gustaba ni mi pelo, ni mi cuerpo, ni mis mejillas; siempre sonrosadas, en exceso, creía yo. Curiosamente, yo no tenía ni una fotografía de aquella época aunque mi padre nos fotografiaba constantemente. Pero, seguramente, yo me encargaba de romperlas para que desaparecieran de mi vista. Hoy, Maritere, mi primera amiga de infancia, con la que hemos vuelto a reencontrarnos por constantes mensajes de whasaps, me hace recordar aquellos días hermosos, porque, pese a todo, yo viví unos días preciosos junto a mi familia y con el resto de familias que vivíamos en nuestro precioso Salto de Ricobayo, un poblado cuidado y bello, repleto de jardines llenos de flores y setos, siempre bien recortados por el jardinero Sebastián que se ocupaba de ello. Lo teníamos todo, y todo gratis: casas, escuelas, material escolar, autobús para llevarnos a la capital, a Zamora; teníamos todo tipo de obreros que reparaban todo lo que se estropeaba. Se rompía un cristal y venían a colocarlo, se fundía una estufa y aparecía un electricista, se averiaban las cañerías de la cocina y llegaba Dionisio el fontanero; había que cambiar los maracos de una ventana, de ello se ocupaba el carpintero. Y todo, absolutamente todo, financiado por la populosa e importante empresa IBERDROLA, antes Iberduero (así se llamaba entonces) y mucho antes, Saltos del Duero. Era una empresa generosa. Dicen que, socialmente, ha sido la mejor empresa de Europa, por la forma en como trataba a sus empleados. Sólo había una cosa que no me gustaba y es que tenía institucionalizado una especie de sistema de castas. Por un lado estaban los ingenieros, después, los peritos, oficinistas y por último los obreros donde abarcaban muchas especialidades. Hay que tener en cuenta que Iberdrola es una empresa hidroeléctrica y requiere muchas especializaciones. Mientras éramos niños no nos dábamos mucha cuenta de todo esto, pero, andando el tiempo, ya detectábamos esas diferencias sociales, y esas posiciones más o menos elitistas. Me dice mi amiga Maritere, que se acuerda mucho de las casas de mis dos abuelas en Muelas y Ricobayo; como yo recuerdo la casa de la suya; era preciosa. Se accedía por unas escaleras de madera y en cada escalón, a los extremos, había preciosos geranios. En la parte de atrás había un huerto donde la abuela de mi amiga, la señora Domitila, se afanaba en arreglar las plantas. Tenían una perra enorme y un gato de angora que siempre dejaba sus pelos en los cojines de los sillones que había en la terraza. Al lado estaba la iglesia donde íbamos a misa los domingos, con nuestros velos de encaje. Algunas niñas se los habían hecho ellas mismas en clase de costura. Cómo ha cambiado la vida. Ahora me hace sonreir lo del velo y el misal. Ah, el misal, también era un elemento insustituíble que teníamos que llevar a misa. El cura se llamaba don Lorenzo y poco más recuerdo de él. Estaba el ingeniero , don Fermín, un señor altísimo, que vivía en una casa preciosa, como un palacete, todo de piedra con jardin alrededor y con un muro también de piedra. Una casa que se diferenciaba de las demás, mucho más sencillas. Recuerdo que iba a comulgar todos los domingos. Pasaba majestuosamente por el pasillo central seguido de su mujer y de los hijos mayores que hubieran hecho la Primera Comunión. Recuerdo también a Magdalena, una joven guapísima que cantaba en el coro junto a otras chicas y que un joven seminarista que fue a pasar un verano con sus padres, al verla, se enamoró de ella. Creo que dejó el seminario, pero no se casaron. Cada cual hizo su vida. Y cómo no recordar las romerías del Cristo, en el vecino pueblo de Muelas del Pan. Todavía se celebran pero yo no he vuelto y creo que ya no tienen el encanto que tuvieron. Se pasaba el día en el campo, en medio de un paisaje granítico rodeado de jaras y escobas que en primavera explotaban de colorido. El embalse del Esla, al otro lado de la ermita, lucía esplendoroso entre peñas jaras y escobas. Se comía y se bailaba y todo era placer. Las chicas mirábamos a los chicos. A mí me gustaba uno que está sentado a mi derecha pero él me dijo un día: "A ver cuando adelgazas..." Qué triste, ¿no?. Veo en la fotografía a Maritere, con su flequillo oscuro y su cara preciosa, a Laurita, en la fila de abajo, y a los chicos; veo a Narci y a Javi, hermano de Maritere, de los otros no me acuerdo. En fin. La vida ha pasado y los recuerdos se inclinan más hacia lo bueno que hacia lo malo, por tanto, seguiré celebrando la vida.

15 de marzo de 2021

BODAS DE ORO

Recuerdo que cuando cumplí 50 años escribí un artículo que titulaba “Medio siglo” donde decía que, ese día, al despertar, seguro que vería en mi rostro algo que delatara tan importante acontecimiento. Sin embargo, al contemplarme en el espejo me encontré con la misma de siempre, con las mismas inquietudes y sensaciones y que no había notado nada especial pese a tener ante el espejo a alguien con medio siglo de vida. Hace muy pocos días mi marido y yo hemos cumplido 53 años de casados. Ya superamos las bodas de oro. Estoy aquí, ante mi ordenador, y me vienen a la cabeza miles de imágenes y situaciones vividas durante todos estos años en las que hemos subido y bajado la montaña tantas veces, en la que se han vertido lágrimas y también sonrisas, donde se han dicho cosas que no se quisieron decir, otras se callaron. Cincuenta años juntos dan para mucho. También he disfrutado de mi madre, que se fue hace un par de años con 95. Mi madre era un pozo de sabiduría con la que mantenía estupendas conversaciones. Una riqueza, un espejo en el que mirarme. Un ejemplo vital que me acompañará mientras viva. Hasta el final recordaba relatos que sabía de memoria, poemas, dichos. Era genial. En todo este tiempo, he ganado muchos amigos, otros se han ido quedando por el camino. Algunos han desaparecido, otros todavía están, pero se ha enfriado la relación. Incluso se ha perdido para siempre. Se cometen errores, omisiones, olvidos…y se pagan caros. Es triste perder amistades con las que se han compartido muchas cosas, pero la vida es así. Hoy mismo he encontrado por Facebook a una antigua amiga de estudios, cuando ambas estudiábamos Secretariado de Dirección en aquella escuela de Claudio Coello, en Madrid, muy próxima al lugar donde mataron a Carrero Blanco. Éramos íntimas y compartimos muchas confidencias. Espero que me conteste y acepte mi amistad. He visto su imagen y aunque el paso de los años ha transformado su estampa, he querido reconocer su mirada picarona, su sonrisa resplandeciente, también atisbos de tristeza que se quedan impregnados en la piel y en el semblante. El sufrimiento, las frustraciones, los desengaños son sentimientos universales que nadie se libra de ellos. He organizado una comida con algunos amigos, pocos, para celebrar el acontecimiento. Con la familia: Mi hija, mis hermanos y sobrinos. Lo celebraremos más tarde porque algunos no podían estar el día señalado, el 3 de febrero, San Blas, se dice, que veremos a las cigüeñas. Ahora no hay que esperar a esta fecha porque las cigüeñas ya no se van, se quedan y se enseñorean de las ciudades; las veo a diario en los campanarios de las iglesias, por el río Duero cruzando las aguas con alguna rama para llevar a sus nidos. Las veo, incluso, frente a los jardines de mi casa, paseándose por el césped con sus andares parsimoniosos. Desde mi cama, incluso, las veo aparearse en los nidos de la Iglesia del Carmen. El macho sobre la hembra, un minuto o algo más, después, el macho se separa y sacude sus alas y se aleja volando. La hembra se queda quieta, tranquilla y relajada. Mi salud, pese a que ha pasado tanto tiempo desde que cumplí 50, desde que celebramos las bodas de oro aquél, ya lejano, 3 de febrero, es buena. Tengo, todavía, mucha vitalidad y curiosidad. Hago ejercicio, escribo. Procuro hacerlo casi a diario para no perder esta vocación literaria que Dios me dio y que no me ha abandonado nunca. Tengo proyectos que me permiten seguir adelante para que los años no me pesen demasiado.

3 de marzo de 2021

Tan cerca y tan lejos

Tan cerca como lo he tenido siempre, tanto como he disfrutado de estos dos ríos, dejándome acariciar por sus aguas, tanto como me han hecho soñar estos paisajes y sin embargo han tenido que pasar décadas para ver donde se abrazan el uno al otro: el río Esla y el río Duero. Por fin, ayer fui a este lugar mágico para ver, como si de dos amantes se tratara, el abrazo de estos dos hermosos ríos rodeados de imponentes paredes graníticas. El paisaje deslumbra en medio de una naturaleza mágica y agreste entre la que crece el tomillo, las escobas, las encinas y multitud de florecillas multicolores que van salpicando el espacio, mínimo, que hay entre las rocas. Revolotean las águilas ante mis ojos para posarse en los nidos que se esconden entre el paisaje. Las piedras hablan y nos dicen que hubo un tiempo en que por estos lares habitaron otros hombres, tal vez aquellos que iban cubiertos con su propio pelaje. Allí, en privilegiada atalaya descubro el verraco que se alza sobre un altar rupestre. La imaginación estalla en las sienes y es fácil dejarse llevar por ella. Cuando nos acercamos a estos rincones se siente el enorme agradecimiento ante la Madre Naturaleza.