19 de agosto de 2014

La boda

Mañana viajo a Madrid porque, de madrugada, vuelo rumbo a Alemania para asistir a la boda de mi sobrina Melanie. Iremos juntos, en el mismo vuelo, mi hija y yo, mi hermana y dos de sus hijos. Al día siguiente lo harán el tercer hijo de mi hermana y su novia, además de mi hermana menor, su hija y su pareja. Allí nos reuniremos todos, los que vamos de España y los que ya están allí. Se casa la hija de mi hermana, la que me sigue en edad y que ha heredado la terrible enfermedad que aniquiló a mi padre: Alzheimer. Ya ha sido diagnosticada y ella lo sabe y lo asume con naturalidad y simpleza. Y nosotros lo asumimos con inmensa tristeza porque sabemos las horas de angustia, de tristeza, de impotencia que minan a la persona que sufre la enfermedad. Lo vivimos muy intensamente los años que mi padre la sufrió hasta su muerte. Mi hermana, todavía coherente, sufre de olvidos soberanos, despistes que delatan su estado. Ha dejado de jugar a las cartas, ha dejado de conducir su automóvil, ya no puede venir a España sola como lo hacía hasta no hace mucho para pasar unos días en familia. Cuando hablamos por teléfono, la conversación se hace leve, breves frases de cortesía para intentar dejar la conversación porque no quiere seguirla. Porque no sabe, tal vez.

El descubrimiento de su enfermedad nos ha dejado a todos muy tocados. Paralizados. No podemos olvidar los últimos años de mi padre cuando nos decía que "como se puede vivir habiendo muerto". Mi madre no nos acompaña porque ya no se siente con fuerzas. Los años y el cáncer la van minando poco a poco. La han minado tanto que ha perdido las ganas de vivir. Todo lo que le hacía ilusión hasta hace muy poco ha desaparecido. Me dice que qué hace ella aquí. Que querría acostarse y no levantarse. Hace unos días una mosca insistía en picarle una y otra vez. Ella decía que es porque le huele a muerto. Mi madre siente también mucha pena por mi hermana. Cómo no.

Mi sobrina también ha perdido a su padre recientemente. Murió de repente en Mallorca hace dos meses, de infarto, cuando había concluido las vacaciones y ya regresaba a Alemania. Habían estado distanciados varios años por la separación de sus padres pero últimamente tenían una relación muy estrecha y su padre le decía que en su boda, iba a ser su padrino, bailaría con todas las españolas (con todas sus tías). Mi hermana me contó que estuvo llorando sin parar durante varios días. Pero se ha ido reponiendo y el otro día me pidió que llevara cedés de flamenco porque quiere que baile. Sabe que me gusta mucho el flamenco y que bailo con cierto aire. No tengo técnica ni distingo una seguididlla de un fandango pero tengo ritmo y lo siento. Mi sobrina se acuerda de una vez que estuvimos en Alemania en un cumpleaños y yo bailé mucho y quiere que vuelva a bailar. La verdad es que no tengo el cuerpo de jota ni el ánimo de baile pero he pedido a un amigo que me buscara algo especial. Veremos cómo marchan las cosas.

Vamos de boda. y mi madre se queda en España, sola, no quiere quedarse en su nueva casa pese a que muy cerca está su hermana, una anciana de 92 años que ahora está con sus hijas, mis primas, y la cuidarían también a ella. Pero ayer regresamos las dos a la ciudad. La tristeza se ha instalado en su corazón y me temo que no va a abandonarla. Y la tristeza también me roza a mí y ronda mis pasos.

18 de agosto de 2014

Crucificada

A veces me siento así: crucificada, atada de pies y manos, sin posibilidad de movimiento. Otras veces ocurre todo lo contrario: de mi cuerpo brotan alas, alas de colores de las más exóticas aves y me siento liviana, frágil, sin peso específico que me ate a la tierra. Es entonces cuando yo soy yo y mi circunstancia. Es entonces cuando la vida a mi alrededor me facilita atrapar el aire que me rodea, respirar hondo y percibir que me lleno de pétalos de multicolores flores. Flores que cubren mi cuerpo y perfuman mi piel. Y así vuelvo a ser niña, aquella niña que no tenía cuerpo porque no lo sentía, no le pesaba y todo era bello.

He estado unos días en mis lugares de infancia, recorriendo los caminos pedregosos bordeados de zarzales que me iban ofreciendo su fruto dulzón y evocador. A cada paso me he detenido en un zarzal y me he dejado embriagar por el sabor de las moras. He cerrado los ojos y retrocedido en el tiempo. Oh milagro, he sentido la misma sensación, el mismo candor e inocencia. Me he detenido en esos pequeños hormigueros y he visto la laboriosidad de las hormigas. Me fascinan esos montones de pequeños foleos que antes cubrieron el grano de trigo. Las hormigas se cruzan. Van y vienen, cada una a lo suyo y consiguen dejar extasiada mi mirada. Sigo mi deambular mientras percibo el aroma a tomillo, a jara, a verano, a tierra seca y polvorienta, misteriosa. Aparecen formas pétreas que me hacen soñar. Tortugas gigantes en procesión. Rocas a las que se ha dado un tajo longitudinal y allí permanecen a través del tiempo. Los terremotos labraron este paisaje de mi infancia pero también la mano del hombre primitivo dejó sus huellas. Mi cabeza se ha liberado de ataduras, de convencionalismos sociales y mi corporeidad se ha escapado de mi misma. Camina a mi lado para no abandonarme pero sin molestarme. Sólo siento lo que no se siente y siento que estoy en el lugar deseado porque éste es el sitio donde confluyen todos los caminos iniciados. Aquí se mitiga el ansia y se llega a término, como ese tren que pita ante la próxima estación y se para. Misión cumplida.

He estado unos días en el lugar donde las noches son estrellas que me miran y protegen, que velan mis sueños mientras los grillos rompen el silencio de la noche con su sinfonía inconfundible. Es como si aquellos grillos que yo oía de niña no hubieran muerto y siguieran cantando día tras día, año tras año, para siempre, para que yo los oiga. Esta tierra es así: firme, serena, compacta, luminosa, acogedora, liviana. Esta tierra proporciona un aire limpio, tanto que las llagas del alma van desapareciendo lentamente, como desaparecen las marcas de las heridas por el tiempo y la piel se vuelve otra vez blanca y luminosa.

He dejado que mi cuerpo se sumerja desnudo en la placidez de estas aguas tranquilas, suaves, finas, reparadoras, y he notado un inmenso bienestar a nada comparable. Y cuando esto ocurría, el sol se aliaba a mi piel para calentarla y secarla mientras me dejaba acariciar sin oponerme. Así han transcurridos unas jornadas que se me antojan ya contadas, como contados son los días, como contado es el tiempo que me separa de mi tiempo.

Hoy he suspendido esta tregua y he vuelto a poner en guardia mis fibras más sensibles. Hoy he suspendido bruscamente este abrazo incondicional que me proporciona la naturaleza. Y es que yo quiero volver a la tierra, hacerme agua o liquen para que nadie turbe mi placidez.

El camino siempre se bifurca y nunca se sabe a ciencia cierta, cuál es el que conviene.

1 de noviembre de 2013

Todo es posible en el Día de los Santos

La calle está solitaria cuando anochece. Los edificios de viviendas se hallan separados por jardines vallados. Es una calle residencial donde no hay ningún establecimiento. Los coches aparcados a uno y otro lado de la calzada. Algunos contenedores de vidrio, cartón y materia orgánica ocupan espacios entre los coches. La soledad de la calle permite a algunos mendigos rebuscar entre lo que se tira, por eso siempre aparecen esparcidos en el suelo, zapatos, ropas, secadores rotos, alguna plancha, comida. Al caminar por la acera casi tropiezo con un montón de libros esparcidos por el suelo. Me detengo sorprendida a mirarlos y observo que todos ellos son alemanes. Me pregunto a quién habrán sobrado esos libros para que los arrojen así con tanto desprecio. Parecen nuevos. Seguí mi camino entre sorprendida e irritada por semejante atentado contra la cultura. No quise hacerme demasiadas preguntas ante el hecho por tanto dejé abiertas todas las posibilidades. Mis pasos, por fin, me llevan al Puente de Segovia. Se ha iluminado la Catedral de la Almudena al otro lado del Río Manzanares y los chorros de agua de las fuentes que han instalado tras la reciente remodelación me dejan entrever la iluminación del otro lado de la ciudad. He abandonado la soledad de la calle y me tropiezo con gente que va y viene, los coches en ambas direcciones. Poco tiempo después me encuentro frente al Palacio Real, atravieso la Plaza de Isabel II y comienzo a caminar por la calle Arenal donde el bullicio a mi alrededor me saca de mi ensimismamiento. La voz de un tenor y la música de violines me aproximan a un numeroso grupo de personas que escuchan extasiadas. Me detengo junto al grupo mientras escucho con atención. Las monedas y algunos billetes iban cayendo a una de las cajas, abierta, al efecto. Allí permanecí un buen rato disfrutando del bello y espontáneo concierto. Un poco más adelante un ilusionista jugaba a esconder un reloj en el bolsillo del pantalón de un niño para, al momento, decirle que lo buscara en el bolso de una señora. Y sigue mi distraido deambular hasta tropezarme con una joven solista que, con su violín, interpretaba Las Estaciones de Vivaldi. Cuánto talento desperdiciado -me dije- y cuánta dignidad en estas personas que se ganan la vida como pueden, en medio de las calles más concurridas porque saben que siempre encuentran espectadores que contribuyen a su supervivencia. Los aplausos también premiaron el buen hacer de la violinista. Por fin en el corazón de Madrid, en la Puerta del Sol, que se me muestra como un circo con varias pistas que hacen que no se sepa dónde mirar, tantos estímulos, tantos atractivos, tanta vida alrededor. Abundan las figuras humanas vestidos de púrpura imitando a algún dios griego, un Don Quijote escuálido que pugna por caerse de su Rocinante, un pobre diablo metido en un esperpéntico coche de bebé llorando a grito pelado para llamar la atención, vendedores de juguetes luminosos que llaman la atención de los niños, un hombre de mediana edad, bien trajeado y con una Biblia en la mano insta a los viandantes a que piensen que hay otra vida que le traerá la felicidad, un joven descarado enfrentándose a varios policías que tratan de calmarlo y decirle que se aleje de allí. Aunque lo merecía no lo detuvieron pues hubo momentos en que golpeó a algunode ellos. La gente miraba curiosa sin aproximarse demasiado. Yo también me alejé. Llamó mi atención otro corro de personas que miraban silenciosas. Dos personas negras se arrodillaban en el suelo mientras otros dos hombres detrás de ellos levantaban unas porras simulando el castigo. Se trataba de apoyar a los inmigrantes y rechazar la xenofobia.  Mientras todo esto ocurría en el centro de Madrid, miles de jóvenes celebran la fiesta del disfraz terrorífico, las caras pintadas de rojo simulando sangre, brujas con sombreros picudos, máscaras monstruosas para asustar. Mientras todo esto ocurría Madrid también recordaba a las cinco jóvenes que hace un año murieron aplastadas en una macrofiesta sin control, sin que hasta la fecha los responsables hayan sido castigados.

3 de octubre de 2013

ECUADOR


Por fin ya estoy en mi casa. Regresé a España tras mi estancia en Ecuador, un país que intuyo fértil, salvaje, natural y sublime, un país que me hubiera llenado, no sólo la mirada sino también el alma y sin embargo he vuelto vacía, estéril porque mi estancia en Ecuador se ha reducido solamente a Guayaquil y a una zona de playas maravillosas donde parece que ni siquiera el hombre, el hombre civilizado, haya puesto allá sus pies. Todo era mar y arena, conchas hermosas, conchas que la madre naturaleza quiso grabarlas con una estrella como si hubiera sido hecha por el mejor, por el más delicado de los artistas. Pero las conchas son así, con su estrella y sus agujeritos para que una se las lleve con la ilusión de hacerse un colgante. Recogí de la arena de la playa unas cuantas pero la mayoría se rompieron. Conseguí traer conmigo, como si de un tesoro se tratara -es un tesoro- ocho de estas conchas. Han viajado conmigo desde Guayaquil hasta Cali, soportando la inspección policial, incluso quise mostrárselas a un policía que las miró sorprendido, ni él las conocía. De Cali a Madrid, diez horas más de vuelo y otras dos horas de tren hasta Zamora. Y aquí tengo mis tesoros para construir algo hermoso. Quiero colocarlas sobre una tabla de madera y unirlas una a una por un sedal para que cuelguen, para que al mirarlas, reciba la brisa del Pacífico, ese Pacífico que consiguió serenarme, que me permitió que mis pies se acariciaran con las arenas de sus playas, ese Pacífico cálido, ese Pacífico que, en la noche, guió mi paseo bajo la luna hermosa reflejada en sus aguas mientras la conversación fluía sin sentir. He permanecido casi todo el tiempo en la ciudad de Guayaquil, una ciudad de mil caras, de cien mil sensaciones, una ciudad de contrastes donde conviven las nuevas y modernas infraestructuras con periferias marginales, con gentes en su mayoría mostrando un decidido mestizaje. Una ciudad aparentemente ordenada y limpia donde apenas se fuma. No fuma la gente. Me dijeron que la campaña antitabaco había sido muy fuerte y que consiguió convencer a la población, una población generosa y celosa de su ciudad que ha conseguido una transformación llamativa gracias a que sus impuestos, por pura voluntad, han ido a parar a su ciudad. El alcalde, hace diez años les dio a elegir si querían que sus impuestos fueran al estado o a la ciudad y optaron por esto último. El resultado a la vista. Lo que antes fue un estercolero por donde campaban las ratas y el olor a pescado podrido mareaba hasta el desmayo, lo que antes fuera prostíbulo hoy es lugar de paz, de ocio, de cultura, de espectáculos, de encuentro y comunicación, de orgullo. De orgullo sí. El Malecón de Guayaquil es todo un espectáculo que se extiende a lo largo de dos kilómetros y medio luciendo en altivas estatuas a todos los presidentes desde que se fundó la ciudad. Desde el Malecón, a un lado el río Guayas, hermoso y cimbreante, al otro los modernos edificios que compiten en elegancia y armonía. Al fondo, el famoso cerro de Santa Ana plagado de casitas de colores que se muestran como mosaico multicolor. Otro logro de su alcalde. Un lugar turístico de gran atractivo al que se accede a través de cuatrocientos y pico de escalones perfectamente empedrados y divididos por una baranda de hierro, a ambos lados las casitas de madera rehabilitadas, pintadas, decoradas con gusto. Van apareciendo las cafeterías, los restaurantes, las tiendas de artesanía, las galerías de arte. El arte en Guayaquil es una constante, como es una constante la actividad cultural. Se suceden los conciertos a diaro, los cuentacuentos. Hasta Guayaquil llegan artistas de lejanas tierras para satisfación de los guayaquileños. Por suerte vi a Luís Eduardo Aute. Su esposa estudió conmigo en Madrid hace ya muchos años. Yo sabía que permanecían juntos pero lo que no sabía es que su esposa es de Guayaquil. El propio Aute dijo que había encontrado una ciudad bellísima que nada recordaba a la que él dejó hacía ya varios años. Aute me emocionó con su pose y actitud de poeta y filosófo. Nos habló de sus nuevas canciones y de lo que le había sugerido cada una de ellas. Aute es poco grato a los gobiernos españoles porque es crítico con el Poder, con la injusticia, con la corrupción. Nos contó la historia de una nueva canción que compuso en Atenas, poco antes de las revueltas.Él estaba en casa de un amigo en una hermosa terraza, cenando frente al monte Licabeto (yo lo visualizaba mientras tanto) había gatos alrededor (en Grecia hay muchos) y cantaba cantaba. Junto a mi hotel, la hermosa catedral neogótica, pegadas pared con pared. Desde el recinto del jardín donde está la piscina, una iguana gigante la preside y entra la frondosa vegetación que recorre la fachada de la catedral permite ver las agujas góticas y una vidriera que me mira con su mirada de colores. A pocos metros el parque de las iguanas. Cientos de iguanas reposan sobre el césped, reptando por los troncos de los árboles, amontonadas unas sobre otras mientras las palomas corretean junto a ellas, picotean y muestran una grata pacífica convivencia. Me dijeron que no salen del recinto del parque porque el ruido de los coches las asusta. Por la noche todas se esconden en las ramas de los árboles. El suelo limpio. Las iguanas se han recogido para dormir. Guayaquil se ha metido dentro de mí pero se me ha escapado la Amazonía, se me ha escapado Quito, Las Galápagos, Cuenca, Baños, Manta, la sierra, la montaña, se me escapado ese mundo fascinante vírgen, ajeno a la civilización, feliz por estar feliz de lo que es, de lo que tiene, de lo que significa. Será para el año que viene. Si Dios quiere.