18 de agosto de 2014

Crucificada

A veces me siento así: crucificada, atada de pies y manos, sin posibilidad de movimiento. Otras veces ocurre todo lo contrario: de mi cuerpo brotan alas, alas de colores de las más exóticas aves y me siento liviana, frágil, sin peso específico que me ate a la tierra. Es entonces cuando yo soy yo y mi circunstancia. Es entonces cuando la vida a mi alrededor me facilita atrapar el aire que me rodea, respirar hondo y percibir que me lleno de pétalos de multicolores flores. Flores que cubren mi cuerpo y perfuman mi piel. Y así vuelvo a ser niña, aquella niña que no tenía cuerpo porque no lo sentía, no le pesaba y todo era bello.

He estado unos días en mis lugares de infancia, recorriendo los caminos pedregosos bordeados de zarzales que me iban ofreciendo su fruto dulzón y evocador. A cada paso me he detenido en un zarzal y me he dejado embriagar por el sabor de las moras. He cerrado los ojos y retrocedido en el tiempo. Oh milagro, he sentido la misma sensación, el mismo candor e inocencia. Me he detenido en esos pequeños hormigueros y he visto la laboriosidad de las hormigas. Me fascinan esos montones de pequeños foleos que antes cubrieron el grano de trigo. Las hormigas se cruzan. Van y vienen, cada una a lo suyo y consiguen dejar extasiada mi mirada. Sigo mi deambular mientras percibo el aroma a tomillo, a jara, a verano, a tierra seca y polvorienta, misteriosa. Aparecen formas pétreas que me hacen soñar. Tortugas gigantes en procesión. Rocas a las que se ha dado un tajo longitudinal y allí permanecen a través del tiempo. Los terremotos labraron este paisaje de mi infancia pero también la mano del hombre primitivo dejó sus huellas. Mi cabeza se ha liberado de ataduras, de convencionalismos sociales y mi corporeidad se ha escapado de mi misma. Camina a mi lado para no abandonarme pero sin molestarme. Sólo siento lo que no se siente y siento que estoy en el lugar deseado porque éste es el sitio donde confluyen todos los caminos iniciados. Aquí se mitiga el ansia y se llega a término, como ese tren que pita ante la próxima estación y se para. Misión cumplida.

He estado unos días en el lugar donde las noches son estrellas que me miran y protegen, que velan mis sueños mientras los grillos rompen el silencio de la noche con su sinfonía inconfundible. Es como si aquellos grillos que yo oía de niña no hubieran muerto y siguieran cantando día tras día, año tras año, para siempre, para que yo los oiga. Esta tierra es así: firme, serena, compacta, luminosa, acogedora, liviana. Esta tierra proporciona un aire limpio, tanto que las llagas del alma van desapareciendo lentamente, como desaparecen las marcas de las heridas por el tiempo y la piel se vuelve otra vez blanca y luminosa.

He dejado que mi cuerpo se sumerja desnudo en la placidez de estas aguas tranquilas, suaves, finas, reparadoras, y he notado un inmenso bienestar a nada comparable. Y cuando esto ocurría, el sol se aliaba a mi piel para calentarla y secarla mientras me dejaba acariciar sin oponerme. Así han transcurridos unas jornadas que se me antojan ya contadas, como contados son los días, como contado es el tiempo que me separa de mi tiempo.

Hoy he suspendido esta tregua y he vuelto a poner en guardia mis fibras más sensibles. Hoy he suspendido bruscamente este abrazo incondicional que me proporciona la naturaleza. Y es que yo quiero volver a la tierra, hacerme agua o liquen para que nadie turbe mi placidez.

El camino siempre se bifurca y nunca se sabe a ciencia cierta, cuál es el que conviene.

1 de noviembre de 2013

Todo es posible en el Día de los Santos

La calle está solitaria cuando anochece. Los edificios de viviendas se hallan separados por jardines vallados. Es una calle residencial donde no hay ningún establecimiento. Los coches aparcados a uno y otro lado de la calzada. Algunos contenedores de vidrio, cartón y materia orgánica ocupan espacios entre los coches. La soledad de la calle permite a algunos mendigos rebuscar entre lo que se tira, por eso siempre aparecen esparcidos en el suelo, zapatos, ropas, secadores rotos, alguna plancha, comida. Al caminar por la acera casi tropiezo con un montón de libros esparcidos por el suelo. Me detengo sorprendida a mirarlos y observo que todos ellos son alemanes. Me pregunto a quién habrán sobrado esos libros para que los arrojen así con tanto desprecio. Parecen nuevos. Seguí mi camino entre sorprendida e irritada por semejante atentado contra la cultura. No quise hacerme demasiadas preguntas ante el hecho por tanto dejé abiertas todas las posibilidades. Mis pasos, por fin, me llevan al Puente de Segovia. Se ha iluminado la Catedral de la Almudena al otro lado del Río Manzanares y los chorros de agua de las fuentes que han instalado tras la reciente remodelación me dejan entrever la iluminación del otro lado de la ciudad. He abandonado la soledad de la calle y me tropiezo con gente que va y viene, los coches en ambas direcciones. Poco tiempo después me encuentro frente al Palacio Real, atravieso la Plaza de Isabel II y comienzo a caminar por la calle Arenal donde el bullicio a mi alrededor me saca de mi ensimismamiento. La voz de un tenor y la música de violines me aproximan a un numeroso grupo de personas que escuchan extasiadas. Me detengo junto al grupo mientras escucho con atención. Las monedas y algunos billetes iban cayendo a una de las cajas, abierta, al efecto. Allí permanecí un buen rato disfrutando del bello y espontáneo concierto. Un poco más adelante un ilusionista jugaba a esconder un reloj en el bolsillo del pantalón de un niño para, al momento, decirle que lo buscara en el bolso de una señora. Y sigue mi distraido deambular hasta tropezarme con una joven solista que, con su violín, interpretaba Las Estaciones de Vivaldi. Cuánto talento desperdiciado -me dije- y cuánta dignidad en estas personas que se ganan la vida como pueden, en medio de las calles más concurridas porque saben que siempre encuentran espectadores que contribuyen a su supervivencia. Los aplausos también premiaron el buen hacer de la violinista. Por fin en el corazón de Madrid, en la Puerta del Sol, que se me muestra como un circo con varias pistas que hacen que no se sepa dónde mirar, tantos estímulos, tantos atractivos, tanta vida alrededor. Abundan las figuras humanas vestidos de púrpura imitando a algún dios griego, un Don Quijote escuálido que pugna por caerse de su Rocinante, un pobre diablo metido en un esperpéntico coche de bebé llorando a grito pelado para llamar la atención, vendedores de juguetes luminosos que llaman la atención de los niños, un hombre de mediana edad, bien trajeado y con una Biblia en la mano insta a los viandantes a que piensen que hay otra vida que le traerá la felicidad, un joven descarado enfrentándose a varios policías que tratan de calmarlo y decirle que se aleje de allí. Aunque lo merecía no lo detuvieron pues hubo momentos en que golpeó a algunode ellos. La gente miraba curiosa sin aproximarse demasiado. Yo también me alejé. Llamó mi atención otro corro de personas que miraban silenciosas. Dos personas negras se arrodillaban en el suelo mientras otros dos hombres detrás de ellos levantaban unas porras simulando el castigo. Se trataba de apoyar a los inmigrantes y rechazar la xenofobia.  Mientras todo esto ocurría en el centro de Madrid, miles de jóvenes celebran la fiesta del disfraz terrorífico, las caras pintadas de rojo simulando sangre, brujas con sombreros picudos, máscaras monstruosas para asustar. Mientras todo esto ocurría Madrid también recordaba a las cinco jóvenes que hace un año murieron aplastadas en una macrofiesta sin control, sin que hasta la fecha los responsables hayan sido castigados.

3 de octubre de 2013

ECUADOR


Por fin ya estoy en mi casa. Regresé a España tras mi estancia en Ecuador, un país que intuyo fértil, salvaje, natural y sublime, un país que me hubiera llenado, no sólo la mirada sino también el alma y sin embargo he vuelto vacía, estéril porque mi estancia en Ecuador se ha reducido solamente a Guayaquil y a una zona de playas maravillosas donde parece que ni siquiera el hombre, el hombre civilizado, haya puesto allá sus pies. Todo era mar y arena, conchas hermosas, conchas que la madre naturaleza quiso grabarlas con una estrella como si hubiera sido hecha por el mejor, por el más delicado de los artistas. Pero las conchas son así, con su estrella y sus agujeritos para que una se las lleve con la ilusión de hacerse un colgante. Recogí de la arena de la playa unas cuantas pero la mayoría se rompieron. Conseguí traer conmigo, como si de un tesoro se tratara -es un tesoro- ocho de estas conchas. Han viajado conmigo desde Guayaquil hasta Cali, soportando la inspección policial, incluso quise mostrárselas a un policía que las miró sorprendido, ni él las conocía. De Cali a Madrid, diez horas más de vuelo y otras dos horas de tren hasta Zamora. Y aquí tengo mis tesoros para construir algo hermoso. Quiero colocarlas sobre una tabla de madera y unirlas una a una por un sedal para que cuelguen, para que al mirarlas, reciba la brisa del Pacífico, ese Pacífico que consiguió serenarme, que me permitió que mis pies se acariciaran con las arenas de sus playas, ese Pacífico cálido, ese Pacífico que, en la noche, guió mi paseo bajo la luna hermosa reflejada en sus aguas mientras la conversación fluía sin sentir. He permanecido casi todo el tiempo en la ciudad de Guayaquil, una ciudad de mil caras, de cien mil sensaciones, una ciudad de contrastes donde conviven las nuevas y modernas infraestructuras con periferias marginales, con gentes en su mayoría mostrando un decidido mestizaje. Una ciudad aparentemente ordenada y limpia donde apenas se fuma. No fuma la gente. Me dijeron que la campaña antitabaco había sido muy fuerte y que consiguió convencer a la población, una población generosa y celosa de su ciudad que ha conseguido una transformación llamativa gracias a que sus impuestos, por pura voluntad, han ido a parar a su ciudad. El alcalde, hace diez años les dio a elegir si querían que sus impuestos fueran al estado o a la ciudad y optaron por esto último. El resultado a la vista. Lo que antes fue un estercolero por donde campaban las ratas y el olor a pescado podrido mareaba hasta el desmayo, lo que antes fuera prostíbulo hoy es lugar de paz, de ocio, de cultura, de espectáculos, de encuentro y comunicación, de orgullo. De orgullo sí. El Malecón de Guayaquil es todo un espectáculo que se extiende a lo largo de dos kilómetros y medio luciendo en altivas estatuas a todos los presidentes desde que se fundó la ciudad. Desde el Malecón, a un lado el río Guayas, hermoso y cimbreante, al otro los modernos edificios que compiten en elegancia y armonía. Al fondo, el famoso cerro de Santa Ana plagado de casitas de colores que se muestran como mosaico multicolor. Otro logro de su alcalde. Un lugar turístico de gran atractivo al que se accede a través de cuatrocientos y pico de escalones perfectamente empedrados y divididos por una baranda de hierro, a ambos lados las casitas de madera rehabilitadas, pintadas, decoradas con gusto. Van apareciendo las cafeterías, los restaurantes, las tiendas de artesanía, las galerías de arte. El arte en Guayaquil es una constante, como es una constante la actividad cultural. Se suceden los conciertos a diaro, los cuentacuentos. Hasta Guayaquil llegan artistas de lejanas tierras para satisfación de los guayaquileños. Por suerte vi a Luís Eduardo Aute. Su esposa estudió conmigo en Madrid hace ya muchos años. Yo sabía que permanecían juntos pero lo que no sabía es que su esposa es de Guayaquil. El propio Aute dijo que había encontrado una ciudad bellísima que nada recordaba a la que él dejó hacía ya varios años. Aute me emocionó con su pose y actitud de poeta y filosófo. Nos habló de sus nuevas canciones y de lo que le había sugerido cada una de ellas. Aute es poco grato a los gobiernos españoles porque es crítico con el Poder, con la injusticia, con la corrupción. Nos contó la historia de una nueva canción que compuso en Atenas, poco antes de las revueltas.Él estaba en casa de un amigo en una hermosa terraza, cenando frente al monte Licabeto (yo lo visualizaba mientras tanto) había gatos alrededor (en Grecia hay muchos) y cantaba cantaba. Junto a mi hotel, la hermosa catedral neogótica, pegadas pared con pared. Desde el recinto del jardín donde está la piscina, una iguana gigante la preside y entra la frondosa vegetación que recorre la fachada de la catedral permite ver las agujas góticas y una vidriera que me mira con su mirada de colores. A pocos metros el parque de las iguanas. Cientos de iguanas reposan sobre el césped, reptando por los troncos de los árboles, amontonadas unas sobre otras mientras las palomas corretean junto a ellas, picotean y muestran una grata pacífica convivencia. Me dijeron que no salen del recinto del parque porque el ruido de los coches las asusta. Por la noche todas se esconden en las ramas de los árboles. El suelo limpio. Las iguanas se han recogido para dormir. Guayaquil se ha metido dentro de mí pero se me ha escapado la Amazonía, se me ha escapado Quito, Las Galápagos, Cuenca, Baños, Manta, la sierra, la montaña, se me escapado ese mundo fascinante vírgen, ajeno a la civilización, feliz por estar feliz de lo que es, de lo que tiene, de lo que significa. Será para el año que viene. Si Dios quiere.

12 de agosto de 2013

El aroma

Hoy he vuelto a nuestra casa quemada, a nuestro jardín que ya no lo es. La hierba se ha secado, los árboles muestran hojas renegridas y retorcidas. La parra ha crecido victoriosa y se entromete por aquí y por allá. Cuelgan las uvas, que no comeremos, en racimos que tocan el suelo. Para llegar a la casa quemada hay que pasar levantando las ramas haciendo un arco para poder llegar al hueco de la puerta. Todo permanece igual que aquél infausto nueve de marzo, día maldito en que el fuego arrasador nos dejó sin nuestro refugio de verano, sin aquella sensación placentera bajo los pies al caminar sobre la tarima de madera, sin el crepitar de las llamas sobre la chimenea, sin el ruido de cacharros en la cocina mientras se preparaba el desayuno. Todo sigue igual, desoladoramente igual. Y pese a esa desolación mi madre quiere ir, quiere regar los árboles. Curiosamente permanecen imperturbables los cuatro troncos cortados que yo pinté de vivos colores a los que puse el nombre de cada hermana. Allí siguen esos cuatro tótems risueños, mirándome agradecidos por haberles dado vida. Aguantan inmutables las inclemencias del tiempo: las lluvias y el viento, el sol abrasador, la indiferencia absoluta del jardín que ya no lo es. Mis pasos me llevan al interior de la casa ya sin techo, el cielo raso de tejado, las ventanas sin marcos ni cristales se burlan de mí. Las paredes descarnadas se desnudan sin pudor mostrándome el adobe de la parte superior, la escalera de granito sin barandilla muestra, como diente de vieja, su único barrote ennegrecido. ¿Qué somos,me pregunto, quién soy yo ahora, despojada de una parte de mi propia esencia? La casa era el lugar donde mis hermanas y yo discutíamos, reíamos, nos encelábamos porque mi madre parece que quería más a una o a otra. Sufríamos sí, pero compartíamos. La casa era como el claustro materno, útero sublime en el que nos sumergíamos cada verano. Le he dicho a mi madre que no me haga ir allí, que no quiero ver lo que veo, que no quiero sentir más lo que siento. Esta tarde hemos estado otra vez con mi madre. Otra vez juntas, pero no en nuestra casa quemada, sino en el pueblo de mi madre, a unos dos kilómetros de distancia donde estaba nuestra casa. Hemos ido a ver la casita que le están haciendo a mi madre, un proyecto aparcado desde hacía varios años y que parece que esperaba a que algo terrible ocurriera para que tomara cuerpo. Mi madre nos sorprende cada día, nos insufla su fuerza y su ilusión. Mi madre va a hacer 90 años en marzo pero quiere disfrutar de su nueva casa. Ha hecho que le coloquen un poyo de piedra junto a la puerta, en la calle para poder charlar con las vecinas. La casa es como una sinagoga, porque hace algunos meses pude conocer una en Baeza, en la Provincia de Jaén y para acceder a ella había que introducirse a través de otras casas y, oh milagro, la singular sinagoga. Para llegar a la casita hay que acceder a través de unas paredes de piedra que conducen a la casa/sinagoga. Mi madre ha conseguido contagiarme su entusiasmo, entusiasmo que tiene fecha de caducidad porque la vida también tiene fecha de caducidad y ya no vivirá mucho más. Pura lógica. La suerte de mi madre es que se irá haciéndonos, todavía, mucha falta. Mamá, le dije no hace mucho: tienes la suerte de que no eres un estorbo, de que nadie quiere que te vayas. Nos iremos a bañar a la playa todos los días, bajaremos andando con un pareo y muchos días comeremos en el bar, dice-. El día 15, día de la fiesta la acompañaré a misa para ver si soy capaz de oler los mismos aromas, sentir la misma brisa caliente mientras nos aproximamos a la iglesia, A ver si soy capaz de volver a sentir mi infancia y adolescencia dentro de mi pecho.