12 de agosto de 2013

El aroma

Hoy he vuelto a nuestra casa quemada, a nuestro jardín que ya no lo es. La hierba se ha secado, los árboles muestran hojas renegridas y retorcidas. La parra ha crecido victoriosa y se entromete por aquí y por allá. Cuelgan las uvas, que no comeremos, en racimos que tocan el suelo. Para llegar a la casa quemada hay que pasar levantando las ramas haciendo un arco para poder llegar al hueco de la puerta. Todo permanece igual que aquél infausto nueve de marzo, día maldito en que el fuego arrasador nos dejó sin nuestro refugio de verano, sin aquella sensación placentera bajo los pies al caminar sobre la tarima de madera, sin el crepitar de las llamas sobre la chimenea, sin el ruido de cacharros en la cocina mientras se preparaba el desayuno. Todo sigue igual, desoladoramente igual. Y pese a esa desolación mi madre quiere ir, quiere regar los árboles. Curiosamente permanecen imperturbables los cuatro troncos cortados que yo pinté de vivos colores a los que puse el nombre de cada hermana. Allí siguen esos cuatro tótems risueños, mirándome agradecidos por haberles dado vida. Aguantan inmutables las inclemencias del tiempo: las lluvias y el viento, el sol abrasador, la indiferencia absoluta del jardín que ya no lo es. Mis pasos me llevan al interior de la casa ya sin techo, el cielo raso de tejado, las ventanas sin marcos ni cristales se burlan de mí. Las paredes descarnadas se desnudan sin pudor mostrándome el adobe de la parte superior, la escalera de granito sin barandilla muestra, como diente de vieja, su único barrote ennegrecido. ¿Qué somos,me pregunto, quién soy yo ahora, despojada de una parte de mi propia esencia? La casa era el lugar donde mis hermanas y yo discutíamos, reíamos, nos encelábamos porque mi madre parece que quería más a una o a otra. Sufríamos sí, pero compartíamos. La casa era como el claustro materno, útero sublime en el que nos sumergíamos cada verano. Le he dicho a mi madre que no me haga ir allí, que no quiero ver lo que veo, que no quiero sentir más lo que siento. Esta tarde hemos estado otra vez con mi madre. Otra vez juntas, pero no en nuestra casa quemada, sino en el pueblo de mi madre, a unos dos kilómetros de distancia donde estaba nuestra casa. Hemos ido a ver la casita que le están haciendo a mi madre, un proyecto aparcado desde hacía varios años y que parece que esperaba a que algo terrible ocurriera para que tomara cuerpo. Mi madre nos sorprende cada día, nos insufla su fuerza y su ilusión. Mi madre va a hacer 90 años en marzo pero quiere disfrutar de su nueva casa. Ha hecho que le coloquen un poyo de piedra junto a la puerta, en la calle para poder charlar con las vecinas. La casa es como una sinagoga, porque hace algunos meses pude conocer una en Baeza, en la Provincia de Jaén y para acceder a ella había que introducirse a través de otras casas y, oh milagro, la singular sinagoga. Para llegar a la casita hay que acceder a través de unas paredes de piedra que conducen a la casa/sinagoga. Mi madre ha conseguido contagiarme su entusiasmo, entusiasmo que tiene fecha de caducidad porque la vida también tiene fecha de caducidad y ya no vivirá mucho más. Pura lógica. La suerte de mi madre es que se irá haciéndonos, todavía, mucha falta. Mamá, le dije no hace mucho: tienes la suerte de que no eres un estorbo, de que nadie quiere que te vayas. Nos iremos a bañar a la playa todos los días, bajaremos andando con un pareo y muchos días comeremos en el bar, dice-. El día 15, día de la fiesta la acompañaré a misa para ver si soy capaz de oler los mismos aromas, sentir la misma brisa caliente mientras nos aproximamos a la iglesia, A ver si soy capaz de volver a sentir mi infancia y adolescencia dentro de mi pecho.

31 de julio de 2013

El concierto


Quisiera escribir los textos más bellos esta noche. Arrancar el silencio de lo má profundo del Duero y escuchar la voz del molinero al otro lado, cuando, entre cánticos, llamaba con dulzura a su esposa que tendía la ropa sobre la verde pradera de la orilla. Esta noche, hubiera querido escribir los más bellos cuentos sentada en uno de los poyos que se encuentran al lado de la iglesia de San Claudio. Sí, hubiera querido cantar yo también y que despertaran las figuras que adornan los capiteles de las columnatas de la iglesia. Esta misma mañana me adentré en el templo y recorrí con mis ojos la belleza que guarda su interior, la piedra blanca en perfecta armonía, la imagen del Cristo del Amparo a la izquierda, esperando un año entero a ser sacado de la iglesia para procesionar junto a los ciento cincuenta hermanos que conforman la procesión. Silencio en el interior del templo, como silente están mis labios y callada mi boca. Hoy han discurrido mis pasos por el rumoroso barrio de Olivares y en el puente de piedra me he sentado en una silla para escuchar a una banda de música que interpretaba pasodobles, algo muy poco propicio para un lugar tan bello. A mi derecha, la noche me mostró la catedral iluminada, las peñas de Santa Marta, ambarinas por los faroles, el río bajo mis pies, discurría ensimismado hacia su destino. Y yo, esta noche querría sentir en mi alma lo que sentí alguna vez, sentir que la vida es bella, que la vida, aunque se escape de las manos, sigue siendo bella.

24 de julio de 2013

El tren

Son las dos y treinta y cinco de la madrugada del día de Santiago, fiesta mayor en Galicia. Una fiesta que prometía olvidarnos momentáneamente, de la crisis, ha hecho que se quiebren todas las previsiones de felicidad y alegría porque  el mal fario, la casualidad o la fatalidad han hecho que un tren Alvia, con más de doscientos pasajeros a bordo, que había salido de la estación de Chamartín en Madrid, haya descarrilado cerca de las diez de la noche del día 24. Apenas le separaba  cien  kilómetros para llegar a su destino, pero ese destino veleidoso, precisamente, hizo que, en una pronunciada curva, el tren, tal vez a excesiva velocidad, chocara violentamente contra un talud y ocurrió la catástrofe. Más de cincuenta víctimas hasta el momento y otros tantos heridos, algunos de gravedad.

Cuando esto ocurría, a las diez menos cuarto de la noche del 24, la cantante fadista Misia cantaba junto al Duero en una noche de luna clara, de cielo estrellado. Allí junto al rumor del azud del Duero escuchaba extasiada, con inevitable saudade, la voz de la fadista portuguesa. Una diva vestida de negro que reconoce que nadie podrá sustituir a la gran Amalia Rodríguez porque Amalia era especial, era única e intentar imitarla es cosa perdida.

A esa misma hora también mi hija Concha junto a sus cinco compañeras y amigas del grupo de música que han formado, cantaban en en una discoteca madrileña. Mi corazón la acompañaba y mi madre, a mi lado, me acompañaba a mí en el espectáculo de Misia, una fadisita portuguesa de Porto, una mujer liberal, moderna que dice que hace lo que le da la gana porque "cuando se tienen cincuenta años, una hace lo que quiere porque le importa un bledo lo que digan". Misia habla perfectamente castellano porque su madre era española y su abuela también. Las dos artistas, del mundo de la farándula. Misia habla muy bien porque piensa muy bien y así lo demostró.

Aún con el sonido de la guitarra portuguesa en mi oído, con ese movimiento de los dedos en las cuerdas provocando gemidos, casi orgásmicos, las noticias del transistor del coche me hacen saber del descarrilamiento del tren, ese mismo tren en el que voy y vengo de Zamora a Madrid y viceversa, el mismo tren que llevaba a Agustín García Calvo, ese tren que permite disfrutar con  del paisaje, de la lectura, del silencio. Ese modo de locomoción tan seguro y tan romántico  se ha hecho añicos esta noche. Curiosamente se ha roto un juguete moderno, costoso, la envidia de muchos. Y es que corremos demasiado, queremos llegar lo antes posible a todas partes. Llegar lo antes posible aunque solo sea para estar más tiempo ociosos.

La felicidad es esquiva, se filtra como las ráfagas de viento por los riscos de las montañas y es difícil detenerla. Yo era, relativamente feliz esta noche y la felicidad se me ha escapado sin enterarme.

Mañana será otro día.

1 de julio de 2013

Pitos y aplausos a la Reina

La Berliner Philharmoniker al completo con su director Sir Simon Rattle en el escenario del Teatro Real. Detrás el Coro Titular del teatro. Más de doscientas personas en escena dispuestas a interpretar la Novena Sinfonía de Beethoven. Era el día 28 de junio y el concierto sería retransmitido en directo por Palco Digital, la Pantalla en la Plaza de Callao y por Radio Clásica de Radio Nacional de España.

Ya instalada en mi asiento me dispongo, con los cinco sentidos, a no perderme ni un instante del concierto cuando comienzo a oír murmullos que subían de tono mientras, a mi derecha, oigo una voz masculina, sonora que dice: "viva la Reina". En esos momentos me apercibí de que los murmullos eran pitos y abucheos que parecían querer  ser apagados por reverentes aplausos.  Entonces me di cuenta de que la reina Sofía acababa de hacer su aparición en la Palco Real, ese palco majestuoso, privilegiado, desde donde se contempla el espectáculo y  que solo a los reyes se les permite hacerlo. Dice mi amiga Isabel, profesora de música y experta en temas musicales que desde ambos lados del escenario se trazan dos línieas invisibles que cruzan el patio de butacas y al juntarse haciendo el vértice, ese es el lugar perfecto para asistir a la representación. Naturalmente el Palco Real es el lugar perfecto y doña Sofía, desde ese sitio tuvo que escuchar el malestar de los españoles, de un público nada sospechoso de ser ni antisistema, ni anárquico, ni siquiera de izquierdas. O mucho me equivoco pero al Teatro Real suele acudir gente bien acomodada, gente que compra sus abonos para asistir a la temporada de ópera, gente, al fin y al cabo, que no está en crisis o, al menos, no parece estarlo. Por eso los abucheos en esas circunstancias es, simplemente, un gesto de desagrado, de desencanto, de cabreo, por qué no, de todo lo que nos transmite la Casa Real, que no se ha conformado con los privilegios de los que ya goza sino que ha sobrepasado los límites de lo aceptable. No voy a relatar ahora lo que ha llenado de tinta los avatares de los miembros de "sangre azul" de la casa en  periódicos nacionales y extranjeros desde hace tiempo y que todos hemos podido comprobar con rabia y decepción, por tanto los abucheos a la Reina, aunque ella sea la menos culpable, estaban más que justificados.

El concierto duró una hora y quince minutos aproximadamente. La batuta de Sir Simon Rattle se desplazaba a la distancia justa de su cuerpo con movimientos precisos para que los miembros de la orquesta hicieran de ese tiempo el sueño que muchos acariciaban.  Un lujo para el Teatro Real y un lujo para el público que asistimos al concierto.

Sir Simon Rattle fue elegido por la propia orquesta cuando su nombre, junto al de Daniel Barenboim era candidato para dirigir la Berliner Philharmoniker. Salió triunfante este ingles de Birmingham y desde 2002, cuando fue nombrado, la orquesta sigue manteniendo su técnica intacta así como el perfecto entendimiento con cada uno de los músicos que han captado y aprehendido su propia personalidad.

La Novena de Beethoven se adecúa perfectamente a estos tiempos convulsos y nos invita a mirar el futuro con esperanza porque, al fin, hay que mirar al mundo como una sinfonía que sube y eleva el tono cuando no puede más y las voces y los violines gritan de dolor pero también esas mismas voces se aplacan hasta convertirse en un mensaje amable y pacífico.

Al finalizar, parte del público esperó a que la reina Sofía saliera para aplaudirla fervorosamente y para demostrar que todavía tiene su público. Por cierto, encontré muy guapa a la reina. Su rostro más redondo que de costumbre se ha embellecido de cierto exotismo.