18 de marzo de 2013

2013

Me pregunto a qué se debe esta obstinación que me ronda últimamente y que no me deja ser yo, que me impide hacer con facilidad lo que he hecho toda mi vida. Quiero escribir y no puedo. No sé si es mi cabeza o son mis dedos y me pregunto qué es lo que tendría que hacer para que volviera a mí el ritmo de trabajo que siempre había tenido.

Yo no sé si es mi situación personal o  la situación general, o ambas cosas a la vez. Podría decir que nada me sonríe al cien por cien. Es más creo que la vida ha dejado de sonreírme. Mientras escribo miro la fotografía del año 36 y no sé porqué la he puesto aquí para ilustrar esta entrada. La fotografía la tomé hace unos tres o cuatro años en un viaje por Asturias Occidente. En un pueblecito de montaña nos mostraron una casa museo privada. Su dueño coleccionaba de todo, desde unas botas de militar, un farol de renfe, un tablero de ajedrez antiquísimo y ese calendario donde se podía leer la fecha en que estalló la guerra civil española. El calendario se detuvo en esa fecha macabra.

No sé si el ambiente existente ahora mismo en España es prebélico, pero la sensación es de gran preocupación, como si se barruntara algo terrible, algo que va a ocurrir y nada bueno, por cierto. Ayer y hoy hemos podido ver unas terribles imágenes de unos soldados españoles en Iraq que le están dando una terrible paliza a dos prisioneros iraquíes. No puedo con estas situaciones, no puedo con estas imágenes. Se me rebela el alma y las lagrimas me resbalan de impotencia por las mejillas. Aquélla guerra absurda, aquella tozudez del presidente Aznar para congraciarse con Blair y con Bush. Aquélla estupidez, aquella soberbia que acabó con tantas vidas. He odiado a Aznar, a Bush y a Blair con toda mi alma. No sé porqué no se hace un consejo de guerra a estos señores que provocaron tanto mal. ¿Cuántos muertos ocasionó aquella absurda guerra? ¿Qué se consiguió, al fin? La historia tendrá que juzgar a estos imbéciles. La historia debería hacerlo rápido para que cientos de familias afectadas puedan dormir tranquilas.

Anoche leí un libro de Ramó J. Sénder que, muy delicadamente, tocaba el problema de la guerra civil española. Una historia real, cruda, Una historia que deja colgados algunos flecos para que el lector saque sus propias conclusiones. Un sacerdote cuenta la vida de un joven que fue víctima de la guerra porque estaba en el otro bando. El sacerdote lo había bautizado, le habia dado la comunión, lo casó y lo delató, pese al cariño que le profesaba. También lo enterró y celebró el aniversario de su muerte. En aquella época yo no había nacido, ni supe nada, ni me contaron nada. La gente de mi generación supimos, ya muy creciditos lo que significó aquella contienda. Fuimos descubriendo poco a poco que los que la vivieron se ensañaron en el odio y en la venganza. No sé si sería arriesgado pensar que vivimos unos momentos cuyo caldo de cultivo puede ser propicio a vivir algo terrible. No lo sé pero el ambiente es muy tenso. Se nota sobre todo en Madrid, por ejemplo. Cada vez veo a más personas durmiendo en la calle, a más personas que rebuscan en los contenedores, a más gente que pide en la calle, en el metro, en la puerta de las iglesias.s Cada vez hay más músicos que tocan a Vivaldi o a Mozart en cualquier placita  y la música se va metiendo de el corazón  y se va apagando mientras los pasos nos alejan.

Parece que estuviéramos en vísperas de grandes acontecimientos que no acaban de llegar y que necesitamos que lleguen. Que lo hagan con urgencia porque no aguantamos más, no aguantamos tanta burla, tanto escarnio.

Leo a los columnistas habituales y todos respiran de la misma forma. Hay un acuerdo tácito que proclama la acción. Hemos de hacer algo, ¿a qué esperamos? Ya no hay esperanza, ya no hay ilusión. No podemos perder mucho más porque lo vamos perdiendo todo. Nos estamos perdiendo en una  densa nube de horror, de corrupción, de maldad.

El nuevo Papa va a echar un pulso a los países desarrollados, va a intentar que su tropa rinda cuentas. Si lo dejan. Algunos apuntan que este Papa va a resultar peligroso para muchos.

28 de febrero de 2013

Decrecer para crecer


Ayer asistí a dos conferencias. Es lo bueno que tienen estas ciudades pequeñas que, en un mismo día, puedes hacer de todo: ir a la piscina, a ver a la madre enferma, a pasear por el río y a dos conferencias, como digo. Y a la salida ir de vinos.

Una de mis amigas opusinas -del opusdei- me invitó para que conociera la conversión a la fe, -al catolicismo puro y duro- de una de las hijas del ya desaparecido psiquiatra Vallejo-Nájera. María Vallejo-Nájera se nos presentó en un video casero que había sido realizado en una iglesia. Estaba sentada junto a un sacerdote y allí comenzó a hablarnos del milagro que se había producido en su vida desde que conoció al Señor, desde que había comenzado a tratarlo. Nos habló de la vida disipada y frívola que llevaba en Londres donde residía. Se dedicaba, eso si, a cuidar de sus tres hijos, a tomar  el te de las cinco, a visitar los almacenes Harrods (no sé si se escribe así), ir a restaurantes especiales donde se encontraba, a veces, con Mig Jagger, incluso hasta la princesa Diana iba por allí. En fin Maria reconocío que mientras su marido trabajaba como un animal de sol a sol, (es ingeniero industrial) ella se dedicaba a gastar en ropa, en calzado, en bolsos, en fin, lo que hace la gente rica.

Pero ocurrió el milagro a través de una amiga que, como ella, también era pudiente, mucho más que ella pero que se había enterado de que en Bosnia había un pueblecito que, milagrosamente, no había sido bombardeado pese a la última guerra (ocurría ésto hace algunos años) y la convenció para que viajaran allí. Desde entonces María es una entusiasta del catolicismo, que difunde por doquier pese a que le haya perjudicado en otros ámbitos de su vida pues, como escritora que es y con cierta fama, sus editoras le dan un poquito la espalda. En fin, la religión, ya se sabe, tiene sus adeptos y también sus detractores. Y la religión malentendida como ocurre a muchos en la IGESIACATÓLICAAPOSTÓLICAROMANA, muchísimo más. Por eso Benedicto XVI deja su puesto a otro.Digo yo.

Pero en fín, no quiero seguir con esta historia, interesante sin duda, pero que puede entroncar o, al menos, lo voy a intentar, con el contenido de lo que se dijo en la segunda conferencia que corrió a cargo de un profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo. Su conferencia la tituló precisamente, "Decrecer para crecer" y en ella nos llegó a convencer, -yo ya lo estaba- de lo muy poco que hemos crecido pese a esta sociedad consumista que nos consume de tanto poseer, de tanto querer más, de tanto trabajar más y más horas para atesorar una, dos, tres o cuatro o más viviendas, para viajar en trenes de alta velocidad para llegar una o dos horas antes a los sitios, para, para, para......para nada al fin, para sentirnos ansiosos, vacíos, tristes e infelices.

Refirió muchas anécdotas vividas tras  su larga trayectoria profesional, encaminadas todas a ellas a invitarnos a volver la vista atrás y a comprobar cómo en los años cincuenta, por ejemplo, en España, cuando se compraban unos zapatos o un abrigo era para que duraran seís o siete años. Pues bien, la crisis que nos ha cubierto como la nieve cubre los campos, nos debe hacer reaccionar para empezar a consumir menos, pero no porque no tengamos dinero para despilfarrar como habíamos hecho, sino porque no necesitamos apenas nada para vivir, no necesitamos apenas ropa para vestir, ni necesitamos accesorios, ni necesitamos ir veloces de un lugar a otro porque se llega a todas partes porque el tiempo es un bien precioso que se puede invertir en uno mismo mientras se lee, se reflexiona, se contempla un paisaje o el río de tu pueblo o el huerto que se tiene al lado de la casita. Vivamos nuestro tiempo como lo vivieron nuestros padres y abuelos......A mí me vino a la cabeza las recientes imágenes que vi en Marruecos, en la medina y en el zoco: los vendedores que bajan de las montañas a vender sus productos en la calle. Allí comparten conversación con sus paisanos, con las gentes de la ciudad, mientras exhiben sus ancestrales trajes que tan sólo se ponen una vez al mes para exhibirlos y para mantener viva una tradición que les hace sentirse auténticos, íntegros en sus creencias, en su fe y en su cultura.

Volvamos la vista atrás y decrezcamos un  poco. Ya hemos crecido bastante, desmesuradamente, sin control y sin pensar en que el crecimiento de unos ataca directamente al de los otros.

26 de febrero de 2013

Libertad


Debo ser un bicho raro: raro y repugnante, debo estar hecha de una pasta especial para soportar, indiferente, que un marroquí me colocara una serpiente a modo de bufanda. Es la primera vez que me ocurre pero eso no quiere decir que me aterroricen las serpientes como a la mayoría de los mortales. Ni mucho menos.

No pensaba, ni por lo más remoto, que algo así me sucediera, pero me sucedió. Me acerqué al hombre que se ganaba la vida con sus serpientes. Las lleva en una caja de cartón y cuando hay público a su alrededor abre la caja y las cabezas de las serpientes comienzan a asomarse. El hombre las agarra como puede para que no se escapen mientras los curiosos se acercan o miran apartándose. Yo me acerqué al hombre y sin pensarlo dos veces me colocó la sepiente alrededor de mi cuello. No tuve tiempo ni a pensarlo ni a reaccionar pero, de pronto, tomé conciencia de que tenía un reptil encima y no sentí nada. Incluso me atreví a tocarlo. Era frío y escamoso y me hizo el mismo efecto que cuando toco un bolso o unos zapatos de piel de serpiente. Naturalmente tuve que darle al buen hombre dinero. Era su trabajo.

Este pequeño episodio ocurrió en Tánger hace unos días. No sé qué tiene esta gente, esta cultura para que me sienta tan fascinada por todo lo que veo, huelo, siento, percibo. Todo me provoca una emoción indescriptible. Un subidón, que decimos mucho ahora. Marruecos y su gente me levantan la moral, me excita la imaginación y me siento libre. Curiosamente me siento libre en un país donde las mujeres no lo son, donde todavía van capturadas en sus ropas que las ocultan por completo sin que se insinúen sus cuerpos, sin que se marquen sus líneas femeninas y bellas. Me siento libre en lugares así, incluso soportando el acoso de los vendedores que me rodean y me quitan mi espacio vital porque no me permiten ni disfrutar de ese metro que toda persona necesita a su alrededor para que no se sienta agobiada. Me viene a la cabeza la sensación de agobio que se siente en un ascensor cuando se ha de compartir con desconocidos. Precisamente, esa sensación de molestia es porque nos robamos ese espacio y nos sentimos mal. Sólo al salir del ascensor volvemos a recuperarnos. Curiosamente, la literatura, el cine o la vida misma, nos muestran escenas donde los amantes se aman en el ascensor mientras éste va del segundo al veintidós, por ejemplo. Debe dar tiempo a los besos acalorados, a la fiebre momentánea y a rematar. Pero claro, ésto es otro cantar. Nada que ver, por supuesto.

Marruecos me volvió loca cuando lo descubrí, me trastornó pese a la algarabía callejera, pese a la suciedad de sus calles, de sus olores, a veces nauseabundos como por ejemplo el barrio de los tintoreros en Fez, esa ciudad imperial donde el Rey de Marruecos posee un palacio con puertas de madera nobilísima con incrustaciones de oro. A cada lado de esa preciosa puerta, dos guardianes, noche y día, lo custodian. Entonces visitè varias ciudades de Marruecos. En esta ocasión tan solo fue un viaje rápido de un día, desde Tarifa en ferry hasta Tánger, esa ciudad cosmopolita, bellísima y muy limpia y cambiada.

Fueron unas horas pero sentí esa libertad interior, una libertad que  parte del espíritu y se va expandiendo por todo el cuerpo, esa libertad que hace que los ojos sean niños, que la piel se erice al mínimo estímulo, que la palabra salga con alegría de los labios, que el oído se agudice para intentar escuchar voces, suspiros, gritos, risas, llantos.

26 de enero de 2013

Amor


 Ayer se fue mi hija a Madrid, se fueron dos de mis hermanas, una a la vecina Cáceres, otra a Alemania. Se fueron y yo me quedé como si no hubiera pasado nada. A mi mente acudieron aquellas despedidas cuando y0 era estudiante y me iba a Madrid dejando a mi madre en la puerta llorando y yo con el corazón compungido porque sabía que no iba a volver a verla hasta las próximas vacaciones. No me atrevo a decir que yo quería más a mi madre y que mi madre me quería más a mí, que lo que yo quiero ahora a mi hija o que mi hija me quiera a mí, porque el amor entre ambas es incuestionable, pero siento que algo ha cambiado, que no se viven las relaciones materno filiales con aquella vehemencia y entrega. Ahora parece como si no hubiera ni tiempo para demostrarnos cuánto sentimos la separación, cuánto vamos a extrañarnos durante el tiempo que permanezcamos lejos, porque los hijos y los padres andamos cada uno a lo nuestro. Dios mío, antes, las madres no tenían ni lo suyo porque sus vidas estaban dedicadas a lo de los otros, ellas no eran, no tenían, no se iban, ellas estaban siempre allí, siempre en el lugar para despedir y recibir a los que se iban, ellas estaban allí, llenas de un amor inmenso para darlo a los hijos, para que ellos, al marchar, supieran que allí se quedaba contrita y triste, esperando la vuelta, para abrazar, para mirar el rostro del hijo o de la hija con arrobo, escrutando los cambios, imperceptibles para los demás, pero no para la madre.

Hoy me he sentido especialmente triste por esa sensación de desapego, de desarraigo. Hoy, me doy cuenta de que ya no nos necesitamos tanto los unos a los otros. Se van los hijos, se alejan; se van también los hermanos, se alejan de nuestro lado y nuestra vida sigue extendiendo tentáculos, abarcando nuevas sensaciones, inventando nuevas metas, otros horizontes. Caminamos por vías diferentes, como el tren se desliza sobre esos dos carriles paralelos. A veces, de vez en cuando, se unen en un punto, en un mudo nudo de comunicación, se cruzan y vuelven a separarse. Mi madre, 86 años, es todavía ese nexo fundamental. Y necesario.