27 de noviembre de 2012

Test de personalidad


Estoy asistiendo a un taller de psicología para adultos, (no entiendo por qué llaman taller a una clase) porque me gusta la psicología, porque creo que tengo una buena psicología natural,  porque he leído mucho sobre ella, tanto por afición, como cuando cursaba mis estudios de sociología, o cuando mi hija era pequeña y me leía cada día algún capítulo de una voluminosa enciclopedia que compré hace muchos años sobre psicología.

Recuerdo que desde que mi hija tenía un añito iba yo empapándome de las características y el comportamiento que tenían que tener los niños a esa edad. Me empapé de todo ello a medida que mi hija iba cumpliendo años: dos, tres, cuatro, cinco, seís... catorce... quince... creo que ya paré cuando se hizo adolescente. Sí, me interesa la psicología en la misma medida que me interesan las personas y sus reacciones. Lo cierto es que me doy cuenta de que me desenvuelvo bien a la hora de emitir un juicio (aunque sea para mí sola) sobre una persona y casi nunca me equivoco. Soy un poco brujilla en eso. Para ser más exactos, creo que tengo una buena dosis de psicología natural, característica que todos los psicólogos del mundo tendría que tener, "a priori", antes de embarcarse en una carrera para ejercerla con la dignidad y profesionalidad que merece.

 En cierta ocasión, estaba de visita en casa de un amigo, a la sazón psicólogo, y mientras esperaba que terminara la consulta con uno de sus clientes, se abrió la puerta y salió la persona del despacho de mi amigo. Pude ver de quien se trataba, incluso lo conocía de vista y sabía su nombre. Pues bien, cuando mi amigo y yo nos quedamos solos me dice: "Qué problemas que tiene la gente, este pobre hombre es impotente". No puedo definir aquí cómo se me quedó el cuerpo. Casi olvidé los motivos de mi visita. Me puse furiosa conmigo misma, con él, con la situación. ¿Qué carajo tenía yo que saber que aquel hombre era impotente? Por supuesto, cada vez que lo veía por la calle me lo imaginaba en su impotencia -la imaginación es libre- y volvía a poner en tela de juicio la profesionalidad de ciertos psicólogos. Una mierda. Por supuesto, esta anécdota la aireé cuando procedía para que los posibles clientes se abstuvieran de ir a aquel estúpido e indiscreto psicólogo. Creo que desde entonces, casi le retiré el saludo.

Como siempre me voy del tema. Estaba tratando mis clases de psicología para adultos. Ayer estuvimos comentando con la profesora la mecánica que se utiliza en Psicología para hacer un test de personalidad. Hace un mes aproximadamente nos hizo uno a cada alumno y ayer mismo nos dio los resultados. Bueno, más bien fuimos comprobando, cada cual, nuestra propia personalidad a tenor de los resultados del manual que teníamos delante. Personalmente, yo respondí a cada una de las preguntas, creo que eran unas 200, con sinceridad absoluta. Donde no sabía qué responder, porque dudaba realmente, elegía la opción destinada para ello. Me congratulé, a la vista de los resultados, que lo que dicen de mí es lo que yo pienso de mi misma. Es decir funcionó la dialéctica a la perfección. Los resultados de mi test me indican que no debo cambiar mi forma de ser. Prefiero debatirme en la agonía de la verdad que vivir las mieles del artificio.

20 de noviembre de 2012

Independentismo


No, no voy a escribir sobre el independentismo catalán porque de ello se escribe y dice demasiado. Corren ríos de tinta sobre el particular y a mí no me interesa lo más mínimo. Sí me interesa ese independentismo individual o personal que va extendiéndose como la grama en nuestra sociedad y que hace peligrar la integridad familiar o lo que antes se entendía por familia. 

Tengo una edad que me permite contemplar con cierta distancia la evolución de lo que han sido las familias españolas desde hace unos cuantos años. ¿Qué quedó de aquellas casas de abuelos donde los niños se cruzaban con sus primos, con sus tíos, con sus vecinos, con sus padres y abuelos?

¿Dónde aquellos juegos compartidos, las locas carreras por el corral entre el alboroto de las gallinas, el carro en la tenada, las vacas en el pesebre comiendo paja en los pilones de piedra, el olor a vino cuando reposaba en las cubas tras el pisado? ¿Dónde el corretear de los pequeños subiendo y bajando escaleras, tropezándose con cubos, con los mayores que trajinaban sin parar? ¿Dónde una abuela azuzando los pucheros en la lumbre baja y las llamas subiendo trepidantes por el hueco de la chimenea?¿Dónde fueron a parar aquellas reuniones familiares interminables donde se pasaban días enteros celebrando las matanzas del cerdo, los cumpleaños, las fiestas patronales, las bodas, los bautizos, hasta los entierros?. Todo era motivo de reunión, todo era alegría y buen humor, porque hasta las muertes eran más livianas, más muertes, diría yo, porque todo se celebraba en las casas. Hoy, la moda de los tanatorios hace de las muertes algo descafeinado y como sin sentido. No se pueden comparar aquellos velatorios de pueblo, con el muerto en la cama, con los cuatro velones, la gente abarrotando la casa, rezando llorando. Y los niños curioseándolo todo. A una hora prudencial se sacaban pastas y hasta alguna copita de anís. Sí, aquello eran verdaderos velatorios, muertes como Dios manda.

Si yo comparo mi niñez con la de mi hija, no me queda más remedio que compadecerla. Ella se ha perdido todo lo que yo viví de pequeña cuando tenía las casas de mis abuelos, por parte de mi padre y por parte de mi madre. Llegué a tener hasta tres casas de abuelos, cinco abuelos, porque conocí a mi bisabuela, la abuela gorda. La llamábamos así porque era gorda. Solía darme huevos fritos para desayunar cuando iba a verla. Tenía yo 17 años cuando murió y ya tenía novio, el que hoy es mi marido. Madre mía, cuántos años con la misma persona. Tendrían que darnos una medalla por aguantar tantos. Por lo menos la medalla al mérito militar.

Me voy del tema sin querer. Sí, echo mucho de menos a aquellas familias extensas que aunque se habían subdividido en otras, seguían acudiendo con regularidad a la casa troncal, a la de los padres y allí se reunían con los otros hermanos ya casados, con los hijos de unos y de otros y reinaba una armonía inigualable, una convivencia que ahora no existe, y un amor que estaba allí aunque nadie dijera al otro que lo quería. Eso era maravilloso y yo lo echo de menos y echo de menos que mi única hija aunque tiene abuela, tíos, primos y todo lo que hay que tener no disfrute de aquello que disfruté yo, porque ahora somos todos independientes. Nos hemos independizado de la vida. Somos monstruitos aislados en una burbuja de soledad rodeados de comodidades, de música a la carta, de películas a la carta, de un maldito móvil que esclaviza a los jóvenes y que les permite hablar sin hablar, sin que salga una palabra de su boca.

Cuando comparo todo aquello con las escuetas vidas de nuestros hijos me dan ganas de llorar. Aquellas casas de pueblo enormes que daban cabida a las familias extensas de antes, se han convertido en ghetos individuales donde las familias nucleares se empequeñecen y aíslan irremediablemente. Los abuelos viven solos en sus casas, Los hijos casados en las suyas, sus hijos aislados, cada uno a lo suyo. La madre pensativa y añorante, el padre a lo suyo. Sólo el zumbido del televisor. Nadie tiene voluntad para reunirse, cada vez cuesta más porque nos hemos independizado, nos hemos hecho independientes emocionalmente y ya no hay cabida para el amor, para la amistad, para la comunicación. Maldita la hora en que las cosas comenzaron a cambiar sin que nos diéramos cuenta.

Somos independientes, hemos apostado por la independencia, pero también por la más absurda de las soledades. Y yo reniego de esta independencia que nos oprime y entristece porque ya no nos sentimos integrados en ninguno grupo de esos que fortalecían el alma. Ahora proliferan las asociaciones de vecinos, de senderismo, de música, de micología.....amigos incluso de la insoportable soledad que sufrimos gracias a esta independencia que nos hemos buscado.

11 de noviembre de 2012

Tonterías


Soy consciente de que voy a escribir tonterías pero voy a hacerlo. El otro día fui a la conferencia de una amiga que iba a hablar sobre un músico desconocido, al menos lo era para mí, Eugenio... Ella es profesora de música y sabe mucho de música y de todo pues durante su disertación, la historia fue mucho más protagonista que la música.

En el estrado junto a ella, había dos conocidos míos. Curiosamente dos conocidos, antes amigos, que me han traicionado. Con los que ya no me hablo, ni les saludo por la calle. De momento, al verlos, me sentí irritada y me dije: "si lo sé no vengo", pero inmediatamente reaccioné y me dije de nuevo: "en realidad, yo he venido a escuchar a mi amiga, no a verlos a ellos" y, automáticamente, adopté esa postura que dicen tenemos los viandantes con los mendigos, que no los vemos, son invisibles. Pues eso hice yo, me dediqué a mirar y a saludar a mis conocidos y a ellos a ignorarlos. Incluso cuando disertaba mi amiga, sentada entre los dos, solo miraba a ella, a ellos no le di la oportunidad de que su mirada se cruzara con la mía.

Durante la larga hora que duró la intervención de mi amiga, aunque estaba muy atenta a lo que decía, también hacía mis propias reflexiones y me decía, ahí tengo dos enemigos, total dos enemigos por metro cuadrado. Y comencé a repasar mentalmente la lista de enemigos que me he labrado en los últimos tiempos. Me quedé escandalizada, un noventa por ciento de mis amistades y conocidos me han traicionado de alguna manera. A algunos porque los he puesto en contacto unos con otros y después me han dejado tirada como a una colilla. Otros porque me han hecho putadas que sería imposible de narrar aquí. Pensaba, cómo no, en nuestra casa que se nos quemó y que los bomberos no hicieron nada por enfriar antes de que el fuego se iniciara. 

Tres horas de reloj estuve presente, acordonada la casa, los bomberos en el jardín y el pueblo entero de espectador, hasta que cayó el tejado y todo desapareció ante mis propios ojos. Odié a los bomberos, al alcalde, a la gente del pueblo que habían visto humo y olido a humo días atrás sin que nos avisaran. Odié a todo el mundo. Recordé la reciente muerte de un ser querido y el comportamiento de familiares que no supieron estar a la altura de las circunstancias y que han provocado que se quiebre la relación. Se va estrechando el círculo de la gente que nos quiere y eso duele. Recordé a mi pobre padre, que realizó un trabajo fotográfico inmenso para la empresa donde trabajaba y su nombre nunca figuraba en sitio alguno. He tenido que luchar varios años, enfrentándome a unos y a otros para reivindicar ese derecho. Los resultados, nuevas enemistades, nuevos enemigos. 

Yo no sé si el mundo está en mi contra o yo estoy en contra del mundo. Me cuesta mucho aceptar normas y preceptos. Me cuesta mucho aplaudir a quienes confunden al hombre con  ratas.

1 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo


Esta tarde he pasado por la casa de Agustín García Calvo, un palacete situado en la calle de la Rúa de los Notarios, una calle estrecha, de corte árabe, que conduce directamente a la Catedral. Allí vivía, hasta hoy mismo que nos ha dejado, con su familia: sus hijos, nietos... Una casa que cuenta con un claustro renacentista del que emergen robustas columnas, no recuerdo si jónicas o corintias. El caserón también  cuenta con un teatro donde se recita, se actúa y se representan obras clásicas, algunas del propio Agustín.

Pasé por allí, a sabiendas de que no encontraría en la puerta ningún indicio de la muerte de Agustín. Ni esquela ni nada. El portón, como siempre, cerrado a cal y canto. Las ventanas siempre ocultando el interior gracias a las contraventanas que se cierran obstinadamente para despistar a los curiosos. En una de ellas se muestra siempre el logo de la editorial LUCINA, de su propiedad, donde se editan todas sus obras.

Hace un rato me entero de que ha muerto en el hospital de Zamora y que mañana a las cinco de la tarde será enterrado en el cementerio de San Atilano de la ciudad. Tampoco se anuncia si habrá una misa. Imagino que no. A Agustín no le iban las ceremonias religiosas, como no le iba el Poder, como no le iban las imposiciones que el mismo genera.

Hace no mucho lo ví en la estación del ferrocarril rumbo a Madrid, como yo misma. Se paseaba por el andén, con las manos cruzadas en la espalda, con sus dos o tres camisas, una sobre otra, anudadas en la cintura, con un chaleco vaquero, con su coleta canosa de pelo enmarañado. Lo miré silenciosa y pensativa recordando todos los momentos que he vivido en su presencia, cuando le conocí en el instituto en mi primera clase de latín. Me aprendí aquel mismo día una frase que no he vuelto a olvidar: "ego volo domus", yo quiero una casa. Y comenzaron el rosa rosae, las declinaciones, las traducciones. No lo volví a ver ni a saber nada de él pese a que era amiga de uno de sus hijos. Solíamos ir a jugar a la casa que poseían en el barrio de la Candelaria, con un hermoso y salvaje jardín que nos cubría la hierba. Allí vivía un montón de gente. Era una familia muy numerosa. Después pasaron los años y nos fuimos haciendo mayores. Cuando volví a verlo ya había muerto Franco y yo era una ignorante de la vida pero llena de curiosidad. Comencé a ir a sus conferencias al Colegio Universitario. No me perdía ni una. Era maravilloso escuchar su discurso, su verbo fácil, su cadencia al recitar. Era una bestia de la intelectualidad. Era único. Me maravillaba observarlo mientras hablaba, caminando de un lado a otro por el estrado, siempre con las tres camisas de diferentes colores, con un colgante que se parecía a un limón, por el color y la forma. Su pelo entrecanoso, sus pantalones vaqueros, sus zapatos puntiagudos. Su palabra, siempre su palabra.

Aunque sabía que era accesible, nunca me atreví a decirle nada. Eso sí, escribí varios artículos sobre él, incluso cuando se negó a pagar a Hacienda y pidió dinero a la ciudadanía para que le ayudaran. Mi artículo se titulaba "Un filósofo en apuros"´. Sé que lo leyó y no le debió gustar pues no lo dejaba bien parado.

Tiene un nieto que se llama Gus, con el que me llevo muy bien. Es hijo de una antigua amiga que se casó con Juaco, hijo del filósofo, del que se separó. Hablo mucho con Gus, es simpático y abierto. Tiene una imaginación prodigiosa y sueña y elucubra sobre la vida que le gustaría tener y no tiene. Es divertido. No sé cómo habrá reaccionado ante pérdida tan sentida.

Agustín no tenía carnet de conducr, no veía la televisión. Era querido y respetado por muchos, despreciado por los ignorantes que son muchos también. Hoy, no sólo Zamora, España entera y el mundo entero ha perdido una de las mentes más preclaras del siglo XX. Descansa como puedas Agustín.