6 de noviembre de 2010

Mi abuela Tomasa

Esta misma tarde fui con mi madre a nuestro pueblo. En realidad fuimos a nuestros tres pueblos. En uno nació mi padre, donde tenemos la casa de verano, en otro a dos kilómetros de distancia está el pueblo de mi madre donde todavía tiene allí su patrimonio, incluida una casita que se inició y el albañil no terminó y así sigue, entre zarzas y maleza. Y por último está nuestro pueblo y cuando digo nuestro, me refiero el lugar donde nacimos mis hermanos y yo, que está situado en medio de los dos. Los tres, distan entre sí, un kilómetro. Se recorren, a paso ligero en veinte minutos y en coche, en cinco.
En esos tres pueblos crecí, deambulé, iba a casa de mis abuelos paternos y maternos casi a diario, a verlos, simplemente, a por uvas, a por pan, patatas...todo lo que hacían o cultivaban pues eran labradores y vivían del campo. Mis padres y mis hermanos vivíamos entre las dos pequeñas poblaciones, en el Poblado, el Salto de Ricobayo, construído expresamente para los empleados que trabajaban en la empresa hidroeléctrica donde trabajaban . Mi vida transcurría apaciblemente en estos tres sitios mientras iba descubriendo la verdadera Vida, la descarnada y la edulcorada. Allí descubrí los primeros besos de enamorados que se daban un chico y una chica, escuché también por primera vez los gritios de una parturienta y presencié, junto a otros muchos niños el primer apareamiento de dos jóvenes detrás de una peña. También descubrí apareamientos en perros, vacas y ovejas. Y veía a los muertos con sus caras verdosas o amarillentas y que, lejos de asustarme, me detenía en mirarlos con atención cómo estaban colocados, siempre de la misma manera. Hombres y mujeres con las manos cruzadas sobre el pecho, el rosario entre los dedos, vestidos con sus mejores trajes. Algunos llevaban un pañuelo en torno al rostro y anudado en la cabeza. Yo creía que sería porque le dolían las muelas. Después supe que era para que se les cerrara la boca pues algunos, al morir, se les quedaba abierta.
Los muertos estaban siempre sobre sus camas y la gente, alrededor, rezaba y lloraba, los niños correteaban entrando y saliendo sin que nadie les dijera nada.
Me dice una amiga mía que el tema de la muerte me atrae y me doy cuenta de que la parca es un tema constante en mi vida pues me dejo llevar como me estoy dejando llevar ahora sin darme cuenta. Y no quería escribir de la muerte hoy, sino de mi abuela materna. Al pasar por el cementerio, que queda al lado de la carretera, mi madre recordó a sus padres que están allí enterrados y me dijo: "Este año no hemos venido por los Santos". No, -espondí-. Yo estaba de viaje, mi hermana se fue a jugar al golf y los demás hermanos viven fuera. Y empezamos a hablar de mis abuelos. Y yo me acordaba de mi bisabuelo, que sabía latín porque era cura y que mi abuela, sin embargo, no sabía escribir. Nunca supo escribir, pero sabía calcular las cifras con una precisión increíble. Mi abuela era una mujer inteligente, inteligentísima, diría yo, tenía una conversación agradable y sus razonamientos eran verdaderos ensayos filosóficos. Era
admirada por todos los vecinos, por toda la familia y que mantuvo a mi abuelo permanentemente enamorado.
Mi abuela, murió, creemos, con 104 años, aunque ella no tenía muy clara su edad pues, al nacer, sus padres, el cura y el ama, tuvieron que dejarla al cargo de una buena familia con intención de recogerla más adelante, pero me imagino que las cosas no debían ser fáciles por entonces y no lo hicieron. Más adelante, murió la mujer que la cuidaba y la llevaron al hospicio con ocho añitos. Al poco tiempo tuvo la suerte de ser adoptada por un matrimonio que no tenía hijos y querían una niña como ella para que les ayudara y cuidara cuando fueran viejos. Y allí comenzó la vida de mi abuela y, por ende, la mía propia. Mi abuela fue muy feliz con sus benefactores, creció, se enamoró, se casó, bien casada con mi abuelo, nacieron mis tíos y nació mi madre. Son muchas las historias que mi madre nos cuenta de sus padres, de sus vidas, de sus andanzas. Mi abuela, al parecer, ni siquiera se enteró de que tuvo la menopausia. Mi madre que se quejaba tanto de los sudores, de las molestias que la retirada de la regla conlleva, oía decir a mi abuela: "De todo os quejáis, en mi vida tuve yo semejantes menopausias". Mi abuela era de hierro, jamás le pusieron una inyección, jamás tuvo un catarro y jamás anduvo encorvada. Siempre derecha como una vela. Murió una tarde de verano, tras haber pasado una velada de conversación con mi madre y mi tía. Dijo, al irse a la cama, que sentía frío. Dobló las piernas y expiró. Y se orinó. Fue la primera vez que se le escapó, cuando se escapó su vida.

El Papa y Vargas Llosa

Cuando escribo lo que sigue, el Papa debe estar durmiendo, descansando de la jornada de hoy en Santiago de Compostela. Mañana le espera otra intensa jornada en Barcelona para consagrar la Sagrada Familia de Gaudí, ese grandioso monumento que se empezó a construir en 1882 cuando se colocó la primera piedra el 19 de marzo de aquél año.
Por la televisión, la cadena 1 en su Informe Semanal, uno de los mejores espacios televisivos españoles, entre otros temas, un amplio reportaje sobre Vargas LLosa, con motivo de haber sido galardonado con el Nobel de Literatura. Sin pretenderlo, ambos personajes, el Papa y el escritor peruano han coincidido en sus mensajes. El Papa ha criticado abiertamente el creciente laicismo de la sociedad española, su falta de espiritualidad y de conciencia, la indiferencia de las clases privilegiadas hacia los más débiles. Mario Vargas Llosa hablaba de su última novela y de los estragos que se hicieron contra los nativos del Congo Belga. Decía el escritor que la misión de cualquier hombre es denunciar los atropellos que se cometen contra la humanidad, las torturas, las mutilaciones, el trato vejatorio contra aquellos esclavos que se vieron sometidos por la fuerza de los colonizadores. "El sueño del celta", el título de la novela a la que hace referencia el escritor, despierta mi curiosidad, despierta mi piedad y hace que se entrecrucen mis sentimientos entre mi "creciente laicismo" y mi falta de fe y, por otro lado, mi exacerbado malestar hacia el dolor y las desigualdades, mi irritación permanente ante la indiferencia y frialdad de los que siguen adscritos a una religión que atestigua que la fe es creer en lo que no vimos.
Seguir creyendo en lo que no se ve es una de las pruebas más duras a las que se somete el hombre de bien que, cada día, ha de comulgar con "ruedas de molino" para seguir tragando lo que desde tantas fuentes emponzoñadas le dan de beber.

1 de noviembre de 2010

El pícaro

El metro de Madrid, a esa hora de la tarde, casí vacío. Apenas tres o cuatro personas en cada vagón. El día de Todos los Santos los madrileños, o están en los cementerios o han salido, como de costumbre, a respirar otros aires.

Todavía cuatro estaciones para llegar a mi destino. En una de ellas entra un pobre anciano, un mendigo, encorvado, que se vale de una muleta para caminar. Cada paso parece que le cueste un gran esfuerzo. LLeva una barba de muchos días y un gorro calado hasta las orejas. En su mano un sencillo bote para las lismosnas. Aunque hace frío se calza con unas chanclas de goma amarillas por donde asoman unos pies delgados y algo sucios. Pienso que debe sentir mucho frío.

Como en otras ocasiones, me arrepiento de no llevar dinero suelto en los bolsillos de mi chaqueta. No sé porqué extraña razón no me gusta que noten el gesto de abrir el bolso y sacar mi billetero para buscar en él alguna moneda. Pero mientras pienso en ello observo que el mendigo, que en esos momentos pasa junto a mí, retrocede y se vuelve. Una señora, sentada a pocos metros le ofrece unas monedas, lo que aprovecho para abrir mi bolso con rapidez para que cuando el mendigo pase junto a mí poder darle algo. Otra mujer, frente a mí le da su limosna. Para entonces ya tengo mis monedas en la mano mientras el hombre sigue arrastrando sus pies y su espina dorsal forma una perfecta semicircunferencia. Yo también colaboro con el menesteroso.

El tren sigue rugiendo imparable bajo el suelo de Madril devorando la oscuridad de sus tenebrosos túneles. Miro distraida a mi derecha, al extremo del vagón y veo al pobre mendigo apoyado en la puerta. Parece que ha levantado la cabeza. Me parece que no es tan viejo como creía. Da la sensación de que se ha incorporado sobre sí mismo. El tren se para de repente y se abren las puertas. El mendigo sale del tren a toda velocidad mientras éste inicia su nuevo destino. Pude ver al mendigo correr sin detenerse, sin volver la vista atrás. Perfectamente erguido.

Sonreí benévolamente ante estos nuevos lazarillos, picarones, embaucadores, tal vez en paro, tal vez vagos, que hacen de la vida arte. Porque, sin duda, el falso mendigo supo representar su papel con suma maestría. Ayer mismo, cuando el avión que me llevaba de Santander a Madrid, un vuelo de bajo costo, donde ya no dan ni agua, el auxiliar de vuelo, un joven atractivo con los cabellos en punta y haciendo una ligera cresta en el centro (horrible moda que amaricona al personal) se pasó los 55 minutos que duro el vuelo anunciando colonias que olían a los campos en primavera, cremas faciales para señoras que dejan el cutis como el de Penélope Cruz o como el de la mismisima Jenifer López, cigarrillos de diez unidades por el módico precio de seis euros, eso si, cigarrillos sin nicotina y que casi, hasta son beneficiosos para la salud. También anunciaba exquisitos bocadillos de ternera donde el queso derretido se desliza por la garganta y llega al estómago triunfante. Toda suerte de articulos imaginables que hacen de los aviones un mercado. El chico, mientras hablaba y añadía chascarrillo tras chascarrillo, con mucha gracia, provocaba las carcajadas de la gente. Sin embargo su rostro se mostraba serio y apenas sin mover un músculo de la cara aunque era consciente del interés que despertaba. Los 55 minutos se pasaron en un santiamén. Al bajar del avión el chico, junto a las azafatas nos despedían al lado de la portezuela. Miré al simpatico joven y le felicité. Me miró sonriente y me dio las gracias. Por último le dije: "Felices Fiestas Navideñas". Gracias, contestó, es usted la primera que me las felicita este año.

Este chico -me dije- podría vender hasta su alma al diablo.

5 de octubre de 2010

A mi padre


Hoy, cinco de octubre, mi padre hubiera cumplido 93 años, pero tuvo la mala suerte de morir relativamente joven, a los 69 años, aunque mucho tiempo antes, la temible enfermedad del Alzheimer lo había apartado de la realidad, de su realidad. Mi padre nació en 1917 cuando estalló la revolución rusa, en un pequeño pueblo del noroeste de la Península Ibérica que es fronterizo con Portugal.

Recuerdo esta fecha, muy especialmente, porque mi padre cumplía años y porque en octubre se celebraba, en esos días, una de las celebraciones que más le gustaba y celebraba. Se trataba de la Fiesta del Ofertorio, y consistía en colocar sobre la pared de la iglesia una especie de árbol con forma de pino, al que se forraba con sábanas blancas unidas unas a otras. Allí se colgaban uvas, manzanas, diferents dulces, cajetillas de tabaco, botellas de licores, roscas dulces aderzadas con anises y toda suerte de productos locales que las gentes, generosamente, donaban. Era el más hermoso bodegón que pueda imaginarse. Y allí, entre la algarabía de niños y de mayores comenzaba la subasta. Cada cual elegía aquello que le gustaba y alzaba su voz poniendo precio. Iba subiendo la cantidad hasta que era adjudicado al mayor postor. Mi padre se mostraba radiante y siempre conseguía la rosca más hermosa y adornada porque sabía que era la que nos gustaba, a mis hermanos y a mí. Después, recuerdo su hermosa sonrisa, iba troceando la rosca para darnos, a cada uno, nuestra parte.

Era octubre y el sol todavía calentaba, y las hojas de las parras habían caído, vencidas y amarillas. Y soplaba una brisa suave y tañían las campanas y la gente se reía y compartía. Y se llenaban los ojos de lágrimas por el puro placer del encuentro familiar que hacía que los abuelos, los tíos, los primos y los amigos se regocijaran por el simple hecho de verse unos a otros.

Mi padre ahora reposa en el pequeño cementerio que se encuentra situado junto a la propia iglesia y yo ya no puedo felicitarle, ni mirar su rostro, ni asustarme con la fuerza de su mirada, porque: /Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tu cara/ y esos ojos que al mirarlos, cuando niña, me asustaban./Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tus manos que se agitan/ que solicitan, lánguidamente, caricias./Huyeron, padre, de tí/ tu energía, tu gran personalidad, tu carisma sin igual, tu simpatía./ Tengo los ojos cerrados, padre / y no puedo ni mirarte, ni siquiera demostrarte/ que yo te he querido, padre/ que te quiero/.

Felicidades, padre.