5 de octubre de 2010

A mi padre


Hoy, cinco de octubre, mi padre hubiera cumplido 93 años, pero tuvo la mala suerte de morir relativamente joven, a los 69 años, aunque mucho tiempo antes, la temible enfermedad del Alzheimer lo había apartado de la realidad, de su realidad. Mi padre nació en 1917 cuando estalló la revolución rusa, en un pequeño pueblo del noroeste de la Península Ibérica que es fronterizo con Portugal.

Recuerdo esta fecha, muy especialmente, porque mi padre cumplía años y porque en octubre se celebraba, en esos días, una de las celebraciones que más le gustaba y celebraba. Se trataba de la Fiesta del Ofertorio, y consistía en colocar sobre la pared de la iglesia una especie de árbol con forma de pino, al que se forraba con sábanas blancas unidas unas a otras. Allí se colgaban uvas, manzanas, diferents dulces, cajetillas de tabaco, botellas de licores, roscas dulces aderzadas con anises y toda suerte de productos locales que las gentes, generosamente, donaban. Era el más hermoso bodegón que pueda imaginarse. Y allí, entre la algarabía de niños y de mayores comenzaba la subasta. Cada cual elegía aquello que le gustaba y alzaba su voz poniendo precio. Iba subiendo la cantidad hasta que era adjudicado al mayor postor. Mi padre se mostraba radiante y siempre conseguía la rosca más hermosa y adornada porque sabía que era la que nos gustaba, a mis hermanos y a mí. Después, recuerdo su hermosa sonrisa, iba troceando la rosca para darnos, a cada uno, nuestra parte.

Era octubre y el sol todavía calentaba, y las hojas de las parras habían caído, vencidas y amarillas. Y soplaba una brisa suave y tañían las campanas y la gente se reía y compartía. Y se llenaban los ojos de lágrimas por el puro placer del encuentro familiar que hacía que los abuelos, los tíos, los primos y los amigos se regocijaran por el simple hecho de verse unos a otros.

Mi padre ahora reposa en el pequeño cementerio que se encuentra situado junto a la propia iglesia y yo ya no puedo felicitarle, ni mirar su rostro, ni asustarme con la fuerza de su mirada, porque: /Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tu cara/ y esos ojos que al mirarlos, cuando niña, me asustaban./Tengo los ojos cerrados, padre/ y estoy mirando tus manos que se agitan/ que solicitan, lánguidamente, caricias./Huyeron, padre, de tí/ tu energía, tu gran personalidad, tu carisma sin igual, tu simpatía./ Tengo los ojos cerrados, padre / y no puedo ni mirarte, ni siquiera demostrarte/ que yo te he querido, padre/ que te quiero/.

Felicidades, padre.

18 de septiembre de 2010

Valorio

Esta mañana salí a paser con Elisa y Milagros. Nos encaminamos hacia el Bosque de Valorio mientras el sol nos acariciaba con tibieza. Valorio es un lugar que ha inspirado a poetas como Claudio Rodríguez, Agustín García Calvo, Hilario Tundidor, incluso a mí misma. Muchos son los versos que se han escrito. Por Valorio corría yo hace algunos años, ya hiciera frío o calor, lloviera o nevara. Lo hacía al salir de mi trabajo, antes de ir a comer, a una hora en la que el silencio sólo se rompía por el sonido de las aves al posarse en las ramas, por mis pisadas sobre el suelo y, en invierno, por el murmullo del arroyo que atraviesa el bosque. Un día vi a un perro ahorcado, atado su pescuezo con una cuerda que pendía de una rama de añosa conífera. Aquella visión me estranguló la garganta, me quedé sin respiración. Otro día, un chico corría y venía hacia mí con una mano cubríendose el rostro. Se detuvo para pedirme ayuda. Se le había introducido una pequeña rama en el ojo y no podía sacársela. Con la ayuda de un pañuelo se la extraje con cuidado. El chico me lo agradeció emocionado. Aunque han pasado muchos años de aquello, todavía nos saludamos por la calle cuando nos vemos. Hoy, mientras paseaba junto a Elisa y Milagros, vimos a un torero con su capote. Daba capotazos en solitario ante un toro imaginario. Le pedí que posara para mi cámara y accedió gustoso. Nos sorprendió gratamente el espectáculo, por la rareza del mismo y porque el vivo color del capote entre los árboles ofrecía una estampa pictórica de gran belleza.
En Valorio, también, descubrí otro día al gran pintor José María Mezquita. Era invierno y hacía mucho frío. Junto al arroyo, sentado en un pequeño taburete, delante de un caballete, un hombre pintaba sobre el lienzo. Entonces no conocía al pintor. Me aproximé con cautela para ver lo que llamaba tanto su atención. La fuerza del agua del pequeño arroyo había desnudado las paredes de tierra dejando al descubierto las raíces. El pintor las había llevado magistralmente a la tela. Fue un momento mágico que no olvidaré jamás. Nos hicimos amigos. Algunos años después, se expusieron sus cuadros y descubrí aquellas raíces en uno de ellos. Sentí una viva emoción. Me parecía que era algo mío. Más tarde, le pedí que me permitiera ilustrar la portada de uno de mis libros con aquellas raíces que yo había visto pintar. El título del mismo "Poemario plural".
Hacía mucho tiempo que no paseaba por Valorio. Lo abandoné desde que arreglaron las márgenes del río Duero y desde entonces apenas había vuelto. Hoy me he vuelto a encontrar con el bosque y la memoria me ha sacudido con fuerza. Me ha hecho sentir cierto remordimiento. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles.

16 de septiembre de 2010

Mi madre

Mi madre ya no es lo que era. Hace un tiempo que se encuentra desganada, sin ilusión, sin ganas de vivir. Dice que las piernas no le quieren andar, que la llevan a la cama, que es donde mejor se encuentra. Dice lo que decía su madre, mi abuela, que "este cuerpo pide tierra" y me da mucha tristeza porque me doy cuenta de que mi madre ya está cansada. Sus ojos se han empequeñecido, su voz se ha hecho débil, su paso es más torpe. Dice que se siente mal porque se pasa el día mano sobre mano, sin ganas de hacer nada. Hace no mucho tiempo, se mostraba jovial y dispuesta, con ganas de decir a unos y a otros lo que hay que hacer. Arreglaba el jardin, cavaba alrededor de los árboles, se arreglaba su ropa, estrechando o ensanchando sus faldas, arreglando un vaquero al nieto, acicalándose para ir al baile. Hasta hace muy poquito. Mi madre tiene tendencia a deprimirse y cuando esto ocurre, acude al médico a que le cambie el tratamiento. Ahora ya no le apetece ni ir al médico. ¿Para qué? -dice- . Esta misma tarde la he llevado al pueblo para que disfrute de la parra, ahora cargada de uvas que los pájaros van degustándolas picoteando las más maduras. Cuando estén listas para ser cortadas, no quedará ni un racimo sano pues los pájaros se habrán comido las más dulces. Hemos estado sentadas bajo la frondosidad de las hojas mientras el sol de otoño, muy tibio, se filtraba entre las ramas del cerezo e iluminaba su rostro. No he querido bajar al embalse a darme un baño porque no quería dejarla sola. Hemos cogido los higos maduros, los que estaban en las ramas más altas los he aporreado con un palo subida a una escalera. Pese a que las ramas de la higuera parecen frágiles, aguantaban mi cuerpo, total 55 kilos.
El otoño, hoy, aunque todavía no ha llegado, ha hecho su triunfal presencia. Llueve en el exterior y se oye el bramido de los truenos. Llevé a mi madre a su casa. Hasta la fecha, no necesita a nadie, pero esa tristeza que se ha adueñado de su ser me inquieta. Y me entristece.

14 de septiembre de 2010

Desilusión

"Les deseo lo mejor. Amo demasiado a los españoles. He transitado por buena parte de su obra imperecedera y sólo quisiera que la historia actual les hiciera justicia ante tanta grandeza pasada."
Esta frase, de mi querido amigo Jorge Muzam, forma parte del comentario que deja en uno de mis anteriores posts y que me sirve a mí para iniciar éste.
Me pregunto, no sin cierta angustia y, casi, con desesperación, ¿dónde nos ha ido a parar aquella grandeza pasada de la que nos sentíamos tan orgullosos a la que se refiere Jorge? ¿dónde aquéllas ilusiones, tras cuarenta años de dictadura, y la posterior democracia, que nos hacía pensar que la justicia iba a enseñorearse de todos los estamentos del Estado?
Recuerdo aquellos años, tras la muerte de Franco, justamente cuando yo empecé a publicar mis artículos en el periódico local, artículos llenos de ilusión, vibrantes de emoción, cuyo contenido versaba sobre todo lo que iba aconteciendo. Fueron cientos de artículos, uno a la semana. Mis estudios de Sociología, por aquél entonces, me ayudaron a pensar, a extrapolar ideas, a familiarizarme con pensadores como Weber, Spencer, Parsons, Durkheim, Mosca y tantos otros que me aportaron tantas ideas, que me fueron familiarizando con la filosofía, con la necesidad de participar en construir un mundo mejor, un mundo donde cada cual aportara su granito de arena, un mundo donde, cada cual, supiera discernir entre el bien y el mal, como me enseñó Platón, como me sugería Aristóteles. Y así se fueron pasando los años y mis artículos deben de sumar cerca de tres mil. Los guardo por algún lugar de la casa, perdidos y olvidados por las estanterías, amarillentos y tristes, las palabras perdidas en el tiempo, las frases olvidadas, las ilusiones perdidas.
¿Dónde fueron a parar aquellos luminosos días de primavera cuando, gozosa, acicalada y guapa, me dirigía a depositar mi voto en la urna para participar de mi derecho al voto? De aquello ya no queda nada. Recuerdo, en una ocasión, el que fuera ministro de la Vivienda, a la sazón, diputado por Zamora, mi ciudad, me llamó un día para ponerme en las listas. Me decía que yo tenía un gran predicamento. Dios mío! Hasta me pareció una atrocidad que me propusiera algo de tanto calado. Yo tan inexperta, tan ignorante, tan poco preparada para tan alta responsabilidad. Noooooooooo, por Dios, de ninguna manera aceptaría algo así. Entonces estaba convencida de que los cargos importantes eran ostentados por gentes sabias, justas, expertas, gentes que sabían más que nadie y que hacían las cosas mejor que nadie porque para gobernar se requieren sabiduría, ecuanimidad, afán de justicia, espíritu de servicio, generosidad. Todo esto y mucho más, imaginaba yo, quería yo, creía yo, que los que gobernaban deberían poseer.
¿Qué ha ocurrido en todos estos años? ¿Dónde han ido a parar nuestras ilusiones?
He dejado de ir a votar, he dejado de leer todo lo referido a los políticos, he dejado, incluso, de ir a misa, -sólo en bodas, entierros o celebraciones puntuales-. He dejado de creer en cualquier tipo de istitución, civil o religiosa. Aunque me bautizaron católica, reniego del hipócrita catolicismo. Me gusta denominarme cristiana. Simplemente.
No quiero seguir porque me duele, porque duele la situación social española, tan peligrosamente dividida entre izquierda y derecha, entre gentes que se consideran de una facción o de otra e ignoran lo que son las ideologías, lo que son las ideas que emanan de la propia reflexión, del pensamiento, en suma. Gentes teledirigidas, marionetas al viento a merced de quién les favorece.
Debería estar penado por ley la pérdida de ilusión por la que pasamos muchos españoles por mor de la acción de nuestros gobernantes.