4 de octubre de 2009

El trasero


Ayer mientras miraba distraída la televisión, en una cadena extranjera, invitaban a los viandantes a ganar dinero a cambio de hacer cosas de las más extrañas. El que se prestara al juego podría ganar no sé cuántos dólares a cambio de dejarse rasurar el trasero y las axilas, previo masaje con mantequilla de la buena. No margarina. Se prestó un joven que sin ningún pudor se quitó los pantalones dejando al descubierto su trasero, cubierta la rajita por un asqueroso tanga. No sé qué ven en esa pieza tan ridícula y que tan poco favorece al usuario, aunque tenga el mejor de los culos.Es susodicho se embadurnó el culo con mantequilla ante el jolgorio de los viandantes para, acto seguido, el rasurador, de dos pasadas de maquinilla, le dejó el trasero limpio de pelo y paja, -debía de haberse rebozado en algún pajar, porque haberlas las había, -o lo parecía-.A todo esto, algunos se estarán preguntando dónde fue a parar el brebaje. Pues, a un recipiente preparado al efecto, y no conformes con el episodio, los encargados del programa televisivo, pues se trataba de un programa de televisión, volvieron a increpar a los viandantes ofreciendo más dólares, al que fuera capaz de tragarse el contenido. Pues, oigan, aunque parezca imposible, uno de los presentes se lo bebió. A cambio le dieron un fajo de billetes. Para entonces el griterío se parecía a los que acontecían en las plazas públicas, en la Edad Media, ante el espectáculo de un ahorcado. Me acordé del libro de Kent Folet, “Los pilares de la tierra”. Créanme, el comportamiento, idéntico.Cambié de canal porque aquello no había quién lo aguantara y me encuentro con Belén Estéban y con la Campanario frente a frente echándose en cara qué sé yo, mientras los espectadores del plató asistían al acontecimiento como si se tratara de los presupuestos generales del estado.Al momento se inicia el telediario y suspiré aliviada. Los incendios comenzaron a devorarme a mí también mientras arde España y yo no puedo remediarlo. Dos de cada tres incendios son provocados.Fueron milenios los que invirtió el hombre para salir de las cavernas y recuperar la dignidad de persona. Han bastado apenas unas décadas para echarla por tierra. Hubo un tiempo en que los perros llevaban una vida de perro. Hoy, los canes conviven con sus dueños y muchos de ellos han aprendido a comportarse con más dignidad que sus propios amos.El clima nos está fallando porque el hombre ha fallado a la naturaleza y a la naturaleza no se la debe traicionar porque responde airada. Los hombres han ido perdiendo, sin tregua y sin pausa, la moral: “Es normal, es natural que se casen dos hombres, dos mujeres....Pero, hay que ver lo retrógrada que eres”.Los hombres matan a sus mujeres porque se ha puesto de moda. Los jueces...apenas ni se inmutan. Los hombres, incendian los bosques porque existe un negocio sustancioso de la madera. Las penas, inexistentes. Los hombres hacen sus negocios con la droga. Las autoridades, salvo excepciones, hacen la vista gorda.En Estados Unidos se inventan una especie de jueguecito bursátil donde se puede apostar por algunos países, con sus habitantes incluidos. Hagan juego señores.La crónica en rosa no me sale. Qué quieren que les diga.

3 de octubre de 2009

El hueso

Cenábamos tan ricamente, en animada conversacón, mientras degustábamos, con ganas, las viandas que se esparcían sobre el impoluto mantel. Entre los variados y apetitosos productos, habían servido, también, pimientos rellenos (de la casa), ensaladas ilustradas, calamares, pulpo, etc, etc...Como todo era para todos, lo fuimos repartiendo proporcionalmente con arreglo a los comensales. Sobraban dos pimientos, los cuales se partieron en cuatro trocitos, siendo servidos arbitrariamente en cuatro platos.

Quiso el azar que una de aquellas mitades de pimiento fuera a parar a mi plato y, segundos después, a mi boca, dispuesta a saborear, de nuevo, las exquisitices interiores, algunas no identificables, con las que se habían elaborado los pimientos (de la casa). Pero en el mismísimo acto de tragar para hacer desaparecer de mi cavidad bucal el apetitoso bocado, mi lengua detectó un pequeño objeto, contundente y redondo, de imposible masticación y que, no era más que un hueso de aceituna negro y repelado (comprobé su color al sacarlo, con enorme repugnancia, de mi boca). Con sumo cuidado y disimulando ante mis amigos, lo deposité en el plato y dejé de comer instantáneamente. De pronto sentí un sudor frío que comenzó por mi frente, se fue deslizando por detrás de mis orejas, para continuar por mi cuello y bajar, libremente, bajo mi vestido, recorriéndome la espalda y el pecho, hasta quedar empapada en mi propio sudor. Bien es verdad que podía haber sido un sofocón de los habituales en mi edad y circunstancia, pero no, esos son fácilmente reconocibles. En esta ocasión, fue mucho peor porque en esa repentina deshidratación de mí misma, iba implícito el deseo de expulsar también hasta el líquido viscoso segregado por las glándulas salivales de mi boca, tal fue el asco que me produjo el contacto del hueso con la misma.

Tal vez parecerá exagerado lo que cuento, total, sólo es un inofensivo hueso de aceituna, peor hubiera sido encontrar un pelo grasiento o casposo. O canoso, como también ha ocurrido alguna vez. O peor aún, hasta un pelo corto y grueso, de los no visibles pero que, incomprensiblemente, aparecen alguna vez en algún suculento plato de sopa de cocido. En fin, tan llamativa debió parecer la metamorfosis de mi rostro que, cuando el contertulio que se sentaba frente a mí me preguntó qué me pasaba no supe responderle. Disimulé lo que pude por mis amigos mientras mi cabreo y desazón iban en aumento.

A los postres, ya llevaba yo un buen rato elucubrando sobre cómo y en qué manera habría ido a parar aquél hueso de aceituna negra a aquel pimiento rojo (de la casa). Primera posibilidad: tal vez, el cocinero se comió la aceituna y la lanzó al socaire cayendo por casualidad en la masa ya preparada de los pimientos. Una guarrada.
Segunda posibilidad: tal vez, mientras el cocinero manipulaba el preparado de los piemientos, se comió la aceituna, la repeló y la dejó caer de su boca hasta el recipiente. Mala leche, diría yo. Tercera y última posibilidad: tal vez, se recoge lo que sobra de los platos: una gamba por aquí, un trocito de pollo de la paella por allá, un pedacito de pescado que ha quedado muy limpito y, también, este otro filetito de jamón de york. Se le limpia la mayonesa y ya está. Y allí, en un plieguecito oculto bajo una pequeña hojita de lechuga, iba el hueso de aceituna que terminó, finalmente, en mi boca. Oiga,la imaginación es muy libre y yo no podía pensar en otra cosa.

1 de octubre de 2009

El frigorífico


Hacía mucho calor. Leía sentada en la cama, apoyada la cabeza sobre el cojín. Sentí sed y bajé las escaleras hacia donde estaba la cocina. Abrí el frigorífico y, de pronto, un ratón salto de entre las botellas situadas en la parte de abajo del frigorífico. Me quedé petrificada. Cerré la puerta casi al instante. Durante unos momentos me mantuve quieta, allí, junto al frigorífico cerrado. No grité, no. No soy de las que gritan: ni en las películas de terror, ni siquiera cuando tuve mis dolores de parto. Yo no grito.
Me mantuve así, quieta parada, no sé cuánto tiempo.
Cogí un vaso y me dirigí al grifo para llenarlo. Bebí despacio sin dejar de pensar en el ratón. Era la primera vez que me había quedado sola en la casa de verano. No sabía cómo iba a ser capaz de abrir el frigorífico. Subí de nuevo a mi habitación y continué con la lectura. Apagué la luz pero no era capaz de dormirme. Me hice mil conjeturas de cómo había ido a parar el ratón allí. La casa es vieja y, de vez en cuándo, se detectan escrementos de ratón por la despensa, en algún cajón. Cuando esto ocurre, se colocan pequeños recipientes con granulitos de veneno y no se vuelven a ver. Pero dentro del frigorífico, dentro del frigorífico, un ratón, no se había visto nunca.
Me quedé dormida cuando ya clareaba el día. Me levanté y sin entrar en la cocina, me dirigí a la calle. Al lado de mi casa, un grupo de niños con sus padres esperaban al autobús. Ýo no sabía qué hacer, ni a quién dirigirme. Me veía ridícula, no sabía cómo pedir ayuda. Armándome de valor, me dirigì a un abuelo que llevaba a sus nietos de la mano. Le abordé decidida. Le comenté lo que me pasaba. Sonriendo me dijo que no me preocupara, que él mismo, cuando dejara a los niños iría en mi ayuda.
Volví a mi casa y esperé al hombre. Al poco llegó. Yo le esperaba con una escoba y con el palo de una fregona, armas que servirían para acabar con el roedor.
El hombre abrió con cautela la puerta. Yo me había imaginado que el ratón estaría muerto por el frío, que estaría allí, junto a los tomates o la lechuga, junto al recipiente de la carne, al lado de la leche. Lo imaginaba muerto y bien muerto.
Al abrir la puerta, nada, ni rastro del ratón. Había desaparecido. El hombre me dijo que tal vez hubiera escapado al abrir yo la puerta. Imposible, le dije, no le dio tiempo. La cerré de estampida.
Fuimos sacando todo lo que había dentro y nada. ni rastro del ratón. Tenía que estar en alguan parte, le dije, no ha salido de aquí.
De pronto reparamos en un agujero, tamaño ratòn, que había en la parte de abajo, en un ángulo, donde se colocaban las botellas. Por allí había huído.
Di las gracias al amable abuelo y le acompañé hasta la puerta.
Hace apenas una semana, se llevaron el viejo frigorífico y en su lugar, y sin agujeros, uno nuevo.