28 de febrero de 2013

Decrecer para crecer


Ayer asistí a dos conferencias. Es lo bueno que tienen estas ciudades pequeñas que, en un mismo día, puedes hacer de todo: ir a la piscina, a ver a la madre enferma, a pasear por el río y a dos conferencias, como digo. Y a la salida ir de vinos.

Una de mis amigas opusinas -del opusdei- me invitó para que conociera la conversión a la fe, -al catolicismo puro y duro- de una de las hijas del ya desaparecido psiquiatra Vallejo-Nájera. María Vallejo-Nájera se nos presentó en un video casero que había sido realizado en una iglesia. Estaba sentada junto a un sacerdote y allí comenzó a hablarnos del milagro que se había producido en su vida desde que conoció al Señor, desde que había comenzado a tratarlo. Nos habló de la vida disipada y frívola que llevaba en Londres donde residía. Se dedicaba, eso si, a cuidar de sus tres hijos, a tomar  el te de las cinco, a visitar los almacenes Harrods (no sé si se escribe así), ir a restaurantes especiales donde se encontraba, a veces, con Mig Jagger, incluso hasta la princesa Diana iba por allí. En fin Maria reconocío que mientras su marido trabajaba como un animal de sol a sol, (es ingeniero industrial) ella se dedicaba a gastar en ropa, en calzado, en bolsos, en fin, lo que hace la gente rica.

Pero ocurrió el milagro a través de una amiga que, como ella, también era pudiente, mucho más que ella pero que se había enterado de que en Bosnia había un pueblecito que, milagrosamente, no había sido bombardeado pese a la última guerra (ocurría ésto hace algunos años) y la convenció para que viajaran allí. Desde entonces María es una entusiasta del catolicismo, que difunde por doquier pese a que le haya perjudicado en otros ámbitos de su vida pues, como escritora que es y con cierta fama, sus editoras le dan un poquito la espalda. En fin, la religión, ya se sabe, tiene sus adeptos y también sus detractores. Y la religión malentendida como ocurre a muchos en la IGESIACATÓLICAAPOSTÓLICAROMANA, muchísimo más. Por eso Benedicto XVI deja su puesto a otro.Digo yo.

Pero en fín, no quiero seguir con esta historia, interesante sin duda, pero que puede entroncar o, al menos, lo voy a intentar, con el contenido de lo que se dijo en la segunda conferencia que corrió a cargo de un profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Carlos Taibo. Su conferencia la tituló precisamente, "Decrecer para crecer" y en ella nos llegó a convencer, -yo ya lo estaba- de lo muy poco que hemos crecido pese a esta sociedad consumista que nos consume de tanto poseer, de tanto querer más, de tanto trabajar más y más horas para atesorar una, dos, tres o cuatro o más viviendas, para viajar en trenes de alta velocidad para llegar una o dos horas antes a los sitios, para, para, para......para nada al fin, para sentirnos ansiosos, vacíos, tristes e infelices.

Refirió muchas anécdotas vividas tras  su larga trayectoria profesional, encaminadas todas a ellas a invitarnos a volver la vista atrás y a comprobar cómo en los años cincuenta, por ejemplo, en España, cuando se compraban unos zapatos o un abrigo era para que duraran seís o siete años. Pues bien, la crisis que nos ha cubierto como la nieve cubre los campos, nos debe hacer reaccionar para empezar a consumir menos, pero no porque no tengamos dinero para despilfarrar como habíamos hecho, sino porque no necesitamos apenas nada para vivir, no necesitamos apenas ropa para vestir, ni necesitamos accesorios, ni necesitamos ir veloces de un lugar a otro porque se llega a todas partes porque el tiempo es un bien precioso que se puede invertir en uno mismo mientras se lee, se reflexiona, se contempla un paisaje o el río de tu pueblo o el huerto que se tiene al lado de la casita. Vivamos nuestro tiempo como lo vivieron nuestros padres y abuelos......A mí me vino a la cabeza las recientes imágenes que vi en Marruecos, en la medina y en el zoco: los vendedores que bajan de las montañas a vender sus productos en la calle. Allí comparten conversación con sus paisanos, con las gentes de la ciudad, mientras exhiben sus ancestrales trajes que tan sólo se ponen una vez al mes para exhibirlos y para mantener viva una tradición que les hace sentirse auténticos, íntegros en sus creencias, en su fe y en su cultura.

Volvamos la vista atrás y decrezcamos un  poco. Ya hemos crecido bastante, desmesuradamente, sin control y sin pensar en que el crecimiento de unos ataca directamente al de los otros.

26 de febrero de 2013

Libertad


Debo ser un bicho raro: raro y repugnante, debo estar hecha de una pasta especial para soportar, indiferente, que un marroquí me colocara una serpiente a modo de bufanda. Es la primera vez que me ocurre pero eso no quiere decir que me aterroricen las serpientes como a la mayoría de los mortales. Ni mucho menos.

No pensaba, ni por lo más remoto, que algo así me sucediera, pero me sucedió. Me acerqué al hombre que se ganaba la vida con sus serpientes. Las lleva en una caja de cartón y cuando hay público a su alrededor abre la caja y las cabezas de las serpientes comienzan a asomarse. El hombre las agarra como puede para que no se escapen mientras los curiosos se acercan o miran apartándose. Yo me acerqué al hombre y sin pensarlo dos veces me colocó la sepiente alrededor de mi cuello. No tuve tiempo ni a pensarlo ni a reaccionar pero, de pronto, tomé conciencia de que tenía un reptil encima y no sentí nada. Incluso me atreví a tocarlo. Era frío y escamoso y me hizo el mismo efecto que cuando toco un bolso o unos zapatos de piel de serpiente. Naturalmente tuve que darle al buen hombre dinero. Era su trabajo.

Este pequeño episodio ocurrió en Tánger hace unos días. No sé qué tiene esta gente, esta cultura para que me sienta tan fascinada por todo lo que veo, huelo, siento, percibo. Todo me provoca una emoción indescriptible. Un subidón, que decimos mucho ahora. Marruecos y su gente me levantan la moral, me excita la imaginación y me siento libre. Curiosamente me siento libre en un país donde las mujeres no lo son, donde todavía van capturadas en sus ropas que las ocultan por completo sin que se insinúen sus cuerpos, sin que se marquen sus líneas femeninas y bellas. Me siento libre en lugares así, incluso soportando el acoso de los vendedores que me rodean y me quitan mi espacio vital porque no me permiten ni disfrutar de ese metro que toda persona necesita a su alrededor para que no se sienta agobiada. Me viene a la cabeza la sensación de agobio que se siente en un ascensor cuando se ha de compartir con desconocidos. Precisamente, esa sensación de molestia es porque nos robamos ese espacio y nos sentimos mal. Sólo al salir del ascensor volvemos a recuperarnos. Curiosamente, la literatura, el cine o la vida misma, nos muestran escenas donde los amantes se aman en el ascensor mientras éste va del segundo al veintidós, por ejemplo. Debe dar tiempo a los besos acalorados, a la fiebre momentánea y a rematar. Pero claro, ésto es otro cantar. Nada que ver, por supuesto.

Marruecos me volvió loca cuando lo descubrí, me trastornó pese a la algarabía callejera, pese a la suciedad de sus calles, de sus olores, a veces nauseabundos como por ejemplo el barrio de los tintoreros en Fez, esa ciudad imperial donde el Rey de Marruecos posee un palacio con puertas de madera nobilísima con incrustaciones de oro. A cada lado de esa preciosa puerta, dos guardianes, noche y día, lo custodian. Entonces visitè varias ciudades de Marruecos. En esta ocasión tan solo fue un viaje rápido de un día, desde Tarifa en ferry hasta Tánger, esa ciudad cosmopolita, bellísima y muy limpia y cambiada.

Fueron unas horas pero sentí esa libertad interior, una libertad que  parte del espíritu y se va expandiendo por todo el cuerpo, esa libertad que hace que los ojos sean niños, que la piel se erice al mínimo estímulo, que la palabra salga con alegría de los labios, que el oído se agudice para intentar escuchar voces, suspiros, gritos, risas, llantos.