4 de mayo de 2012

El senegalés

Me he hecho muy desordenada. Me sonrío cuando, recordando  mucho tiempo atrás,  llegaba a casa tras mi jornada laboral y repasaba con el dedo detrás del lavabo o del bidet para ver si la asistenta había fregado bien. También, antes de marchar, deshacía mi cama del todo, poniendo sábanas, manta y colcha sobre la butaca para que la asistenta la hiciera como es debido. Era muy exigente aunque la verdad es que me tomaban el pelo pues dejaba mi casa bajo la responsabilidad de una jovencita que no sabía y no quería cumplir con su obligación y, lógicamente, cuando se quedaba sola hacía lo que le daba la gana. Atendía a mi niña, eso sí, cuando se levantaba, le daba el desayuno y la llevaba al colegio. El resto del tiempo, se lavaba el pelo, hablaba por teléfono, dormía o vagueaba. El resultado de todo ello lo comprobaba yo en cuanto echaba un vistazo al llegar a casa. Pero de aquello ha llovido mucho y mis neuras por la limpieza y el orden han ido desapareciendo y ahora soy mucho más condescendiente conmigo misma y lo de pasar el dedo me parece una cosa horrible y mis cajones son un desastre. Todos tienen de todo y casi todo sin servir para nada. Imagino que a todo el mundo le pasará lo mismo, pero no es ningún consuelo. Particularmente siento cierto remordimiento de conciencia como la siento cada noche por haber fumado. Me corroe el remordimiento.
Ayer, tras mis últimos viajes, en una de las bolsitas de aseo todavía no vaciadas, me encontré con una pulsera de esas que dicen tener poderes especiales. Son de goma, negras, tal vez de más colores, y tienen una especie de medallita brillante. He visto que las llevan con frecuencia pero nunca había reparado en ellas. Por eso al ver la pulserita en mi bolsa recordé de inmediato su procedencia. Hace unos días, nada más llegar al puerto de el Pireo, en Grecia, tomamos el metro para que nos llevara a Atenas. Ibamos cuatro o cinco personas que veníamos juntas de la isla de Amorgós.  Comentábamos sobre la parada que teníamos que elegir dependiendo de nuestro destino. Mi amiga y yo ibamos al hotel pues pernoctábamos una noche en la ciudad y los otros iban directamente al aeropuerto. A nuestro lado viajaban dos negros. Uno de ellos dirigiéndose a mi me pregunta ¿española? sí, le digo. e inmediatamente empezamos a hablar. Era de Senegal, había vivido en Valencia y llevaba viviendo en Atenas diez años. Tendría unos cuarenta años, era alto y guapo e iba bien arreglado. Percibí que no le debía  ir mal la vida. Hablamos de la  situación de Grecia y de las dificultades por las que pasa el pueblo griego. No sé exactamente el tiempo que transcurrió hasta que llegamos a nuestro destino que también era el suyo. Nos despedimos de nuestros amigos que continuaron su viaje en el metro y salimos junto al senegalés. Nos indicó los pasos que debíamos dar para llegar al hotel. No estaba muy lejos pero como íbamos con maletas decidimos tomar un taxi. Le dijo al taxista que no debía cobrarnos ´más que cinco euros y el taxista asintió. Le dimos las gracias por tanta amabilidad mientras nos estrechábamos las manos. De pronto se saca una pulsera de su muñeca y me la da. Ante su inesperado gesto le pregunto, ¿por qué, por qué? El chico hace un gesto con la mano como restando importancia pero yo volví a insistir. Entonces me dijo, "me gustas, solo por eso, me gustas, eres abierta, simpática". Muchas gracias le dije, muchas gracias. Adiós. Fue un gesto que me agradó mucho porque, por un lado, compruebo la facilidad con la que nos podemos comunicar los unos con los otros y por otro, porque me doy cuenta de la generosidad de algunas personas.

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