8 de noviembre de 2011

Harta

Cada vez que me reúno con ellas siempre me voy a casa irritada. No lo puedo remediar. No soporto ni sus conversaciones, ni su forma de ser ni estar. Me parece que en estas personas se cumple aquello que nos enseñaban de pequeñas y que estudiábamos en los libros de religión cuando hablaban de los "sepulcros blanqueadaos". Pues bien, todas estas señoras son verdaderos sepulcros blanqueados.

Hacía mucho tiempo que no las veía. Ha pasado el verano por completo y creo que la última vez que me reuní con estas amigas fue en el mes de mayo. Ni una llamada, ni un intento de volver a vernos, ni nada de nada de nada. Y ¿por qué? Pues porque la amistad está rota. Solo se mantiene por compromiso, por aquello de no romperla por completo. Y no puedo soportar este tipo de amistades. Curiosamente, estas amigas, por llamarlas amigas, lo son desde hace más de treinta años. Hubo un tiempo en que nos frecuentábamos, compartiamos cosas, nos procurábamos con cualquier motivo y todo fluía de manera natural y amable. Yo acudía a aquellos retiros espirituales interminables una vez por mes que se desarrollaban en un primer piso. El pisito había sido comprado por gente del Opus Dei. Hasta a mí misma se me pidió que colaborase y creo que, por aquél entonces, aporté diez mil de las antiguas pesetas. Allí acudía sumisa y educadita. Atendía a la misa que oficiaba un sacerdote del Opus Dei. Recuerdo que decía sus homilías sin mirar a las señoras, -todas éramos mujeres- no miraba a los ojos, no siendo que pudiera violentarse su dormida líbido. Al parecer es una norma que se les exige a los curas del Opus Dei. No mirar a las mujeres a los ojos. "Fijad la vista en un punto indefinido del techo, como si una mosca se empeñara en distraerte", -imagino que debían decirles-. Acudía también al pisito para ver películas de Monseñor Escrivá de Balaguer, aquél curita aragonés que fue canonizado hace algunos años y ya es San José María.

San José María era de Barbastro y yo, qué casualidad, estuve ocho años allí, cuando aprobé la oposición de CAMPSA, la antigua compañía petrolífera del monopolio de petróleos donde trabajé por un tiempo de treinta años hasta que lo dejé para dedicarme a lo que quería, como escribir que era mi verdadera pasiòn. Yo, entonces, no tenía ni idea de quién era el tal José María Escrivá, pero cuando regresé a Zamora pronto tuve contacto con estas amigas y ellas fueron las que me iniciaron en las costumbres opusdeistas: rosarios, misas, romerías, películas, charletas.......todo era así y yo, entonces, me adaptaba bien a aquellas actividades que, menos mal, alternaba con muchísimas otras.

Pero pasó el tiempo y aquello se me quedó un poco obsoleto y pacato. Dejé de acudir al pisito pues me sentía rara. Las últimas veces me sentía como una burra en un garage. Dios mío, me decía, pero ¿qué estoy haciendo yo aquí? Y poco a poco fui desapareciendo y poco a poco, también, me di cuenta de que estas amigas, en concreto una de ellas que era la me llamaba siempre, fue dejando de llamarme hasta que nuestra amistad fue desapareciendo. La amistad, suelo decir yo misma, hay que cultivarla, hay que que protegerla, hay que mimarla, porque si no acaba muriendo. Como muere el amor del bebe por la madre que lo abandona. La amistad, como al amor, hay que alimentarla a diario.

Y en esta situación me encuentro cada vez que veo a estas amigas que ya no lo son, al menos, ya no las siento como amigas. Ayer, tras seis meses sin vernos y sin hablar, nos reunimos en un pequeño café para hablar de las mismas tonterías de siempre. Salió a relucir el libro de un conocido zamorano que lo titula "El olor del coche de mi padre". Ellas no lo han leído pero yo sí y les dije que me había decepcionado la parcialidad con la que habla de la sociedad zamorana de los años 60. Sólo hablaba de las familias rimbombantes de la època. Sólo cita los nombres de aquellos con los que él se relacionó dejando al resto en el más puro anonimato. Incluso, en la presentación del libro habló hasta con desdén de la "pobre gente" que le llevaban pollos por Navidad a su padre, que era médico, pero no merecieron que se les nombrara. Les comenté que el libro, al discriminar a las clases menos importantes pierde credibilidad. Sinceramente no me gustó. A ellas les pareció normal porque el autor no se relacionaba con nadie más que con los de su clase. Una de ellas arguyó, incluso, que su madre no la dejaba que se relacionara con las chicas que venían de los pueblos, con las que vivìan en barrios periféricos.

Me fui de la reunión furiosa diciéndome a mí misma que es la última vez que quedo con ellas.