5 de julio de 2011

La lentejuela

Hoy de buena mañana acudí a mi ginecólogo para hacerme una citología. Al ginecólogo lo sustituyó una matrona. Me dice que si no tengo ningún problema que no tengo que hacerme nada. Ah, le digo: claro que no tengo nada, pero hace mucho tiempo que no me hacen una revisión y quiero hacerla. Me dice que a partir de cierta edad que no hace falta. Pues sí, oiga, le digo, claro que hace falta, ¿para qué está, entonces, la medicina preventiva?.
Tras una breve conversación me dice: quítese la braga y póngase ahí.
Antes de acudir a la cita, me duché como es de rigor, muy bien duchada, escrupulosamente duchada, como es de rigor en estos casos.
Nada más acercarse la matrona, colocada yo de la guisa pertinente, me dice: "Huy, tiene ahí una lentejuela" ¿una lentejuela?. Bueno, no exactamente, una cosita metálica y brillante. Pensé inmediatamente en el collar que llevé el día anterior y que se rompió por uno de los hilos trenzados que hizo que se deslizaran por mi cuerpo desnudo varias de esas lentejuelas, que no lo eran, sino, unas minúsculas partículas metálicas brillantes. Ella, la matrona, mujer al fin, entendió lo del collar y lo de la "lentejuela" que, pese a mi escrupulosa ducha, había quedado ahi.
Salí de la consulta con una risa boba en la boca y con mi imaginación presta a construir una historia pseudoerótica.
Había quedado con mi amiga para pasear por el río y después para darnos un baño en la piscina. Nada más verla le cuento lo de la lentejuela. No caía e interpretaba que la lentejuela era un grano. ¿Un grano? No, nada de grano, una lentejuela, en sentido literal, una lentejuela brillante que había ido a parar allí mismo. Las carcajadas podían oírse de lejos.
Recordé, y le conté, cuando, en cierta ocasión, en un restaurante, mientras yo comía un pimiento relleno encontré un hueso de aceituna pelado. Me dio tanto asco que no pude seguir comiendo mientras imaginaba cómo habría ido a parar a aquel inocente pimiento el hueso de aceituna descarnado. Lo saqué con cuidado de mi boca sin que mis acompañantes de mesa se enteraran y lo dejé en el plato.
El día prometía jolgorio y distensión, pero terminó con una sensación de desasosiego en el alma al comprobar que la soledad va escalando, pasito a paso, por nuestro interior y se va apoderando de lo que somos. Hubo un tiempo en que las relaciones eran una piña. Se hacía piña con la familia: con los hermanos, con los primos, con los tíos. Se hacía piña con los amigos, con la gente que nos rodeaba. Hoy, vivimos encapsulados, enjaulados en nuestros pensamientos. Y si los compartimos con alguien cercano comprobamos con amargura que somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos.
Y en esas ando yo.

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