30 de enero de 2011

Las horas

"Siempre organizando fiestas para disimular el vacío". "Empieces como empieces siempre acabas siendo menos que lo que esperabas". "Tengo de todo menos lo que más deseo". "A mí me han robado la vida, vivo en un lugar donde no quiero vivir y hago una vida que no quiero hacer". "Alguien tiene que morir para que los demás sepamos apreciar la vida". "Hay momentos en los que estás perdida y deseas suicidarte".



Todas estas frases las he extraido de la película, "Las horas" una historia que ha servido como complemento a la lectura de "La señora Doloway", cuarta novela de Viginia Woolf para narrar un día en la vida de Clarisa Dalloway, en la Inglaterra posterior a la Primera Guerra Mundial.

He participado, tanto de la lectura del libro como de la película, junto al grupo de personas que componemos el club de lectura de la biblioteca pública. Ahora ya, sólo mujeres. Había dos o tres hombres, pero ante nuestros comentarios tras las lecturas, nuestras posturas decididas sobre tantos asuntos, han decidido alejarse del club, poco a poco. Por tanto, ahora sólo somos mujeres, mujeres hechas y derechas, casadas, viudas, solteras. Todas ya con la vida resuelta, hecha y con la experiencia que ha hecho del excepticismo la mejor opción.

Sin embargo, a medida que iba escuchando con atención los comentarios que se hacían sobre las frases que apunto al principio, me daba cuenta de que mis compañeras sienten idénticas sensaciones que las tres protagonistas de "Las horas": incomprensión, soledad, amargura, frustación, sometimiento. Sensaciones exclusivas de las mujeres y que son provocadas, en su mayor parte, por los hombres, por sus compañeros, esposos, amantes, incluso padres o hermanos, que no saben descubrir el alma femenina y su complejidad. Las mujeres somos huesos y carne, nervios y piel, miembros y cabellos, como los hombres también, pero somos mucho más, somos sufrimiento, un sufrimiento que se instala en el alma desde el instante en que somos concebidas en el útero materno, un sufrimiento como la materia, con cuerpo, para alertarla de que siempre va a acompañarla. Un sufrimiento que muy pocos hombres son capaces de detectar y esa falta de percpción la convierten en arma arrojadiza contra ella para provocarle estados de ansiedad y depresión que pueden desenvocar en la locura.
Hay una escena en la película donde se ve a una de las protagonistas que conversa con su marido ante el hijo de ambos, un niño de unos siete años. A medida que avanza la conversación, la mirada del niño, a uno y al otro, va mostrando a la cámara la inteligencia que los niños son capaces de demostrar desde su más tierna infancia. Sus miradas, sus gestos de aprobación o reprobación, de sorpresa y aceptación no necesitaron palabras.

Tras contemplar esta escena yo me pregunté y lancé la pregunta a mis compañeras. ¿En que momento de la vida del hombre, esas percepciones, esos síntomas de inteligencia para comprender la complejidad de las relaciones humanas que se atisban en los niños, se interrumpen para mostrarse en la madurez con tanta torpeza?

1 comentario:

  1. Se alejaron los hombres de esas charlas, lo cual me parece comprensible. En instancias así la interlocución de géneros se hace desde universos paralelos, apenas audibles, prácticamente inencontrables. Los hombres se suelen sentir apabullados ante la capacidad de las mujeres para lograr entrelazar todos los hilos emocionales y racionales de sus vidas al unísono.

    Y por cierto que mantengo la convicción de que las personas nunca acaban de madurar y que por el contrario, se alejan de la madurez a medida que crecen y avanzan en los años. Una postura similar manifiesta nuestro amigo escritor Claudio Rodríguez en su texto La filosofía de la niñez, publicada en Plumas Latinoamericanas.

    Debo destacar que la forma en que describes el permanente sufrimiento interno de una mujer lo considero extraordinariamente profundo y certero.

    Un gran abrazo mi querida amiga.

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