30 de noviembre de 2010

Mi pelo

A Carmen Martín Gaite, cuenta en el libro que leo que, de jovenzuela, se ponía bigudiés en el cabello porque lo tenía muy lacio y no le gustaba. A mí, por el contrario, mi pelo me ha hecho sufrir siempre, por rizado y abundante. Envidiaba a muerte a mis amigas y a mi hermana segunda porque lo tenían liso y largo. Yo siempre lo llevaba corto, a lo afro. Mi madre me mandaba a la peluquera de vez en cuando para que me lo cortara y además de cortármelo me rasuraba el cogote con una maquinilla de barberlo. Lo odiaba, odiaba a la peluquera y odiaba a mi pelo. Me odiaba a mí misma porque yo, de adolescente, era gorda y los chicos me lo recordaban cuando pasaba junto a ellos: "Gordaaaaaaaaaaaaa, gordaaaaaaaaaaa...., arrastrando la a hasta que daba la vuelta a la esquina tapándome los oídos para no oírlos. Cuánto me hizo sufrir mi aspecto en mi adolescencia. Tenía, además, unas mejillas permanentemente sonrosadas que se ponían casi moradas cuando alguien me humillaba, como cuando me llamaban gorda, o alguien me decía cualquier cosa que me molestaba. Dios mío, qué sufrimientos tan tontos, pero eran verdaderos suplicios. Cuando cumplí 16 años, me convertí de repente en una preciosa jovencita que hacía volver el rostro de los chicos y poco a poco comencé a sentirme bien y segura de mí misma.

Pero volviendo al pelo al que hace alusión Carme M. Gaite, yo me lo planchaba con una plancha normal y me lo abrasé muchas veces. Mi cabeza, cuando pasaba por esos trances, mostraba un cabello erizado y tieso que se levantaba en horizontal rodeando mi cabeza. Mi madre se ponía histérica cuando me veía y me increpaba de malos modos. A veces, no me quedaba más remedio que ir a la peluquería para que me lo cortaran de nuevo y creciera sano. En fin. Hoy, todavía no me he librado de mi pelo. No me entienden, no saben cortarme a mi gusto, no saben peinarme y yo suelo meterme la tijera a mi gusto pero nunca al gusto de mi madre que me dice una y mil veces: Hija, con el pelo tan precioso que tienes y te has empeñado toda la vida en destrozártelo.

Y tendrá razón mi madre.

29 de noviembre de 2010

La trastienda

Este fin de semana ha sido, cuando menos, curioso. Conocía a una amiga del Facebook, Ana Gato. Quedamos en el centro de Madrid. Ella me esperaba en el metro de Callao. Habíamos convenido en que nos reconoceríamos en cuanto nos viéramos. Y efectivamente, aunque era de noche y el lugar estaba poco iluminado nos reconocimos inmediatamente. Saludos y un cálido abrazo. Estuvimos caminando un buen rato mientras charlábamos. Hacía un frío terrible y yo tenía que hacer un gran esfuerzo para no caminar rápido, como suelo hacerlo habitualmente. Ana andaba con parsimonia, ajena a la baja temperatura de esos momentos. Decidimos entrar en algún sitio para comer algo. Entramos en un restaurante y pedimos unas cervezas y una ración de lacon asado. Estaba muy bueno. Hablamos mucho, sobre todo de su vida. La mía quedó prácticamente en el anonimato. Después, cuando nos despedimos reflexionaba sobre lo que nos habíamos contado y me di cuenta de que yo no conté apenas nada, pero por una razón muy sencilla porque sólo preguntaba yo sobre un aspecto u otro de su vida. Ana no me preguntó absolutamente nada. Nada de nada. A veces he reflexionado sobre este tipo de dialéctica a una sola banda y pienso en el consultorio del psiquiatra, donde habla el paciente y el psiquiatra escucha. Bien, no sabría qué decir, ni que conjeturas extraer. Ana es muy agradable, tiene una risa hermosa y sonora. Tiene una mirada profunda. Mientras habla suele bajar los ojos constantemente quedando sus párpados completamente cerrados, oculta la mirada al interlocutor. Pensé que tal vez sea algo de timidez. Hay personas que no saben, o no pueden, sostener la mirada constantemente. Yo lo hago, no sé si está bien o mal, pero me parece, incluso, una falta de atención hacia la persona que tengo delante si no le miro a los ojos mientras habla. Estuvimos más de dos horas juntas. Quedamos en vernos al día siguiente pero mi hija quería pasar el día conmigo y no pudo ser.
El sábado tras una reunión de trabajo, motivo de mi viaje a Madrid, visité de nuevo el Museo Reina Sofía. Volví a admirar cuadros de Picasso, Miró....confieso que el cubismo no me va demasiado, no provoca en mí lo que me provocan los cuadros de los grandes clásicos de la pintura como Velázquez y todos los pintores del Renacimiento. Ayer domingo, volví con mi hija a comer por ahí y nos fuimos al Prado. En esta ocasión contemplamos la magnífica exposición de Rubens que estará expuesta hasta el 23 de enero. Rubens era un maestro de lo mitológico. Un maestro pintando los senos femeninos. Dos horas y pico duró nuestra visita al Prado.
Madrid, domingo por la tarde, a rebosar. Mi hija me decía que dónde estaba la crisis. Las calles atestadas de gentes con bolsas de regalos, las tiendas, muchas abiertas, llenas. Pese al frío, la gente sonreía, disfrutaba de la reciente iluminación navideña. Los edificios de la Gran Vía, preñados de luz, de belleza modernista, ecléctica, gótica o barroca. Qué bellísimos son los edificios de las calles nobles de Madrid. Nos deteníamos para ver a esos grupos de músicos: mexicanos con sus rancheras, música de los Andes, la bailaora con su guitarrista, el mimo izado sobre una silla vestido de Napoleón, un original retrete con su cisterna que invitaba al viandante a tirar de la cadena tras introducir un euro en su interior. Entonces, salía de la taza del wc una cabeza de burro que hablaba y se dirigìa a la persona que había introducido el euro. Una argentina entabló conversación con el burrito haciendo las delicias de los viandantes. Hice algunas fotos del momento que colocaré en mi facebook. Por cierto, la lectura de ese pasatiempo callejero decía que el mundo es una mierda y que hay que tirar de la cadena para que se vaya. O algo así.
Le dije a mi hija que hay una gran crisis en España. Y en Madrid mucho más, lo que ocurre que toda esa gente que paseaba y compraba y disfrutaba, no la notaban. Los que la sufren de verdad estarán en sus casas sin saber qué hacer, o debajo de los puentes guarecidos por cartones.
De vuelta hoy a Zamora en tren. La paz, el sosiego, la lectura ininterrumpida. En esta ocasión, Carmen Martín Ganite, "El cuarto de atrás". Un maravilloso relato de la vida, del pasado, de la educación y de la represión. De la guerra, de las bombas, del recuerdo en suma. Mientras leía yo recordaba también esos cuartos de atrás que todos tenemos: el cuarto de papá, el de la prima, el de la abuela. Todo forma parte de nuestros recuerdos que se entrelazan unos con otros y conforman, para bien o para mal, nuestra propia historia, nuestro cuarto de atrás. Nuestra trastienda.

25 de noviembre de 2010

Facebook

Regreso a casa tras un hermoso día entre buenos amigos, comida y paseos por el campo, exultante la tímida yerba por el rocío de la mañana. La idea era recoger setas pero el experto no pudo acompañarnos y los profanos, el grupo al completo, no nos atrevimos a coger ninguna. Eso sí, algunos llevaban sus cestas de mimbre por si acaso. Pero nadie se atrevió.
La comida la preparé yo misma. Hice una buena pota de alubiones de La Granja, famosos en España a los que añadí chorizo y panceta semicurada troceada. Un éxito, los doce comensales que nos reunimos dimos buena cuenta de mi guiso. Mis amigas llevaron, frutas envueltas en chocolate como gajos de mandarina, trocitos de plátano, manzana y piña. No había comido nada tan exquisito. También pastelitos. El vino y el champán hicieron el resto pues la conversación fue subiendo el tono y los chistes verdes regodeaban el oído.
Uno de los hombres, muy mañoso él, fregó y recogió como lo hubiera hecho yo misma pues estábamos en mi casa del pueblo. Además se entretuvo en recoger todas las hojas caídas del jardín con un pequeño rastrillo que llevó y además se molestó en quemarlas en la hoguera de la cocina que la mantuvimos chisporroteando durante el día. Ha sido una hermosa jornada pese a que amaneció el día con una niebla densa que no se veía a un metro de distancia, pero poco a poco el sol asomó su faz con fuerza y no hay sensacíón más agradable que caminar a bajísimas temperaturas y con el sol brillando exultante.
Mañana me dispongo a viajar a Madrid hasta el lunes. Voy a conocer a una amiga del Facebook, a Ana Gato Allende, con la que he chateado un ratito y a ambas nos hace mucha ilusión conocernos.
Convinimos que el FB nos permite percibir muchas cosas sobre las personas que tratatamos virtualmente. Estoy segura de que cuando la tenga presente me parecerá que la conozco de toda la vida.

23 de noviembre de 2010

Intrusos

Utilizamos las redes sociales de forma mecánica. Aceptamos amigos porque nos los recomiendan otros amigos con toda normalidad porque comprobamos que hay un respeto tácito entre los usuarios.
Hace dos días alguien solicitó mi amistad. Examiné muy de pasada a la persona y vi que era amigo de la alcaldesa de Zamora y de alguna persona más conocida mìa. Por eso acepté su amistad. Casi al momento me saluda desde la ventanita del chat. Le pregunto que quién es pues no le conozco de nada y me dice que un amigo que quiere conocerme. Me pregunta que dónde vivo y, casualidad, él también vive en Zamora. Me pregunta los años le digo que puedo ser su madre, me vuelve a preguntar que cuántos, se lo digo y me dice que no lo parece. Bien, y ¿qué?
Me pregunta que a qué me dedico, le digo que a escribir. ¿Qué estás haciendo? Trabajando le contesto. Quiere saber si estoy casada. Le digo que sí y que tengo una hija de su edad. Me dice que si quiero quedar con él para tomar algo. Nooooooooo, estoy en mi casa muy tranquila y le despido con educación.
Ayer, vuelve a saludarme y de entrada me dice, "hola preciosa, me gustas mucho y me gustaría quedar contigo para tomar una copa". Gracias pero no acostumbro a tomar copas con desconocidos, además ya te he dicho que estoy casada. No importa, me dice. Y ahí comienza a desviar la conversación por terrenos farragosos que me incomodaron. No hace falta ser mucho más explícita, pero el susodicho quería lo que, al parecer, se consigue con facilidad por medio de las redes sociales.
Eliminé su dirección de mis amigos.

20 de noviembre de 2010

Escribir

¿Qué es un libro, sino un montón de páginas en letra impresa? ¿Qué mueve a quien lo escribe a plasmar en ellas cuanto se le ocurre?
Esta pregunta me la he formulado en muchas ocasiones y siempre llego a la misma conclusión. Por amor. Se escribe por amor, por un irrefrenable deseo de amar y de ser amado. Para proyectar en los demás nuestros pensamientos y nuestras sensaciones, porque los unos y los otros son lo mejor de uno mismo y desea compartirlos con los demás, íntegros, sin limitaciones, sin que se tergiversen.
Escribir, lo dijo Camilo José Cela, es un acto solitario e íntimo, es como despojarse del ropaje ante el ser amado en estrecha e íntima comunicación. Y así es como el escritor intenta llegar al lector, en soledad, plasmando en el papel los pensamientos que se han ido madurando durante mucho tiempo, consciente o inconscientemente, hasta sentir la imperiosa necesidad de transmitirlos.
Escribir y amar, por tanto, son la misma cosa desde que el lector recrea su vista por las páginas de cualquier libro.
Desde que yo era muy niña, sentía una especial atracción por la literatura, lo que me hizo muy pronto descubrir el mundo de los libros. En ellos encontré la fantasía que un niño necesita, el refugio que busca en ocasiones y las ilusiones que alimentan su propia imaginación. Fui creciendo con ellos, gozando y sufriendo al mismo tiempo, porque contra lo que se piensa sobre la infancia, que ésta es inmensamente feliz, nada más lejos de la realidad, porque el niño tiene una capacidad de sufrimiento ilimitada aunque al instante le desborde la alegría. Tanto el goce como el sufrimiento, el niño los vive intensamente y yo viví ambas cosas siendo muy consciente de ello. Recuerdo sufrir por las cosas más pueriles y sencillas y gozar por lo más insignificante. Pero, sin duda, esas sensaciones irían modelando y fraguando mi carácter y afianzándose mi personalidad.
Recuerdo que uno de mis primeros libros de lectura me lo regaló un tio mío, sacerdote. Se titulaba "Mujercitas". Aquél libro lo leí y releí, qué se yo cuántas veces, porque aquellas cuatro hermanas, las protagonistas, Meg, Beth, Jo y Amy, me ensimismaban con sus preocupaciones, andanzas y problemas. Una de ellas, Jo, como a mì misma, le gustaba escribir y era con la que más identificada me sentía. Me metí tanto en el personaje que era yo la que sufría y gozaba al mismo tiempo que lo hacía ella.
Más adelante fueron sucediéndose otros títulos y otros autores. Aquellos viajes fantásticos de Julio Verne, los retratos costumbristas de Juan Valera, el realismo de los escritores rusos y lo que escribían sobre el ser humano, me invadían de tristeza. El argumento de Crimen y Castigo, de Dostoyesky me mantuvo aterrorizada durante mucho tiempo cuando recordaba al atormentado Raskolnikov asesinando a la anciana. Aquél crimen novelado por el escritor ruso me enseñó a mí que la propia conciencia puede convertirse en nuestro juez más implacable.
También El Quijote, releído a retazos en la escuela, me mostraba los campos áridos y mesetarios de la Mancha, llegando a serme tan familiares como el escuálido Don Quijote, Sancho Panza o Rocinante. Aquellas siluetas manchegas me hicieron revivir al inmortal Cervantes día tras día como si de un miembro de la familia se tratara.
El lejano mundo de la India y la espiritualidad que derrochaba Rabindranah Tagore, en Gora, una de sus obras maestras, hicieron que mi espíritu se sensibilizara para captar mejor las reacciones del ser humano. Aquellas reflexiones sobre la vida, minuciosamente expuestas por el filósofo hindú haciánme indagar con avidez sobre lo más profundo de mis propios pensamientos y me hacían, al mismo tiempo, escrutadora de los ajenos.
Las lecturas nos van formando, nos formaron, hicieron que fuéramos evolucionando con el tiempo, transformaron nuestras formas de pensar, dieron al traste con ideales que quedaron obsoletos. Las lecturas nos enseñaron a amar y nosotros, cuando escribimos, recogemos el testigo de ese amor para trasladarlo a los demás. Esa es la mayor intencionalidad de quien escribe. Insisto, diría que es el mayor acto de amor.

18 de noviembre de 2010

La sequía

En mis manos "El antropólogo inocente", de Nigel Barley, un libro, dicen, muy gracioso y que cuenta cosas divertidas. Llevo leídas más de noventa páginas de las doscientas y pico que contiene el libro y no ha conseguido arrancarme una sonrisa. El protagonista, el antropólogo inocente, comienza su relato narrando los pasos que tuvo que dar para hacer ésto o aquéllo, para que le permitieran ir aqui o allá, etc. Burocracia y más burocracia que consigue aburrir al lector y quitar las ganas de continuar con las peripecias.
Asisto a un club de lectura organizado por la Biblioteca Pública y allí he conocido a un grupo de gente estupenda con las que comparto inquietudes, conversaciones, excursiones y, por supuesto, lecturas, el verdadero mótivo de nuestos encuentros. Bien es verdad que, sin que la lectura haya pasado a segundo plano, sin embargo este grupo de personas se ha hecho compacto. La amistad ha crecido y se ha consolodidado. Ahora no solamente nos vemos el día que toca ir a la biblioteca, sino que propiciamos otras actividades: marchas campo a través, - son todos muy andariegos-recogida de setas, viajecitos, conciertos, teatros, conferencias, etc.
Hoy hablaba por teléfono con una de mis compañeras sobre el libro del antropólogo y le digo que no voy a ser capaz de terminarlo. Mi errita su lectura, pues me hace perder el tiempo y a mí me gustan otro tipo de libros. Ya ha pasado el tiempo en que leíamos todo lo que caía en nuestras manos. Ahora seleccionamos lo que queremos leer en función de lo que nos ayuda a pensar. Y ahí están siempre los clásicos, los antiguos y los contemporáneos y estamos muy necesitados de pensar y de pensar bien sin que nos distraigan con chorraditas como, por ejemplo, cómo rascarse la barriga en época de sequía.
Esta frasecita que destaco en verde la pronuncié en el transcurso de la conversación para convencer a mi amiga de que el libro es una memez. Oí una estruendosa carcajada al otro lado del teléfono. Le digo a mi amiga que yo soy una amante de la antropología, que me encanta conocer otros mundos y otras formas de vida y si puede ser en vivo y en directo, mucho mejor. Al respecto, le referí una anécdota de mi viaje por Malasia cuando llegamos a la isla de Borneo para ver los orangutanes en su propio habitat. Le conté la maravillosa experiencia de ver a cientos de monos saltar por las ramas, muchos de ellos con las crías prendidas en sus pelajes, las madres despiojando a los bebés, peinándolos, acariciándolos, peleándose por la comida que le arrojaba un hombre subido sobre una plataforma unida a un gran tronco de árbol, recibiendo manotazos del hombre porque la comida era para los orangutanes que están en vías de extinción.
Le referí lo que nos contó el guía sobre esas crías que se pierden porque en Malasia, en toda Indonesia, se pasa del día a la noche en un abrir y cerrar de ojos. Y es verdad. Nos contaba el guía que cuando ésto ocurre algunas de estas críaturas se pierden y muchas veces ya no encuentran a las madres. Entonces huyen asustadas hasta que encuentran luces de las pequeñas chozas donde viven algunos habitantes de la selva que todavía se dedican a la recolección. Estas pequeñas familias tribales acogen a estas crías y las alimentan y les enseñan a sobrevivir en la selva. Pero a veces ocurre, que cuando se hacen mayores y los machos quieren aparearse no encuentran con quién y entonces quieren hacer el amor con la dueña de la casa y claro eso no es posible, nos contaba el guía con la mayor naturalidad.
Los tratados de antropología son apasionantes, de hecho, cuando yo estudiaba Sociología la Antropología era una de mis asignaturas favoritas, como la antropología sexual, por ejemplo. Me enteré de muchas cosas como por ejemplo quiénes son los individuos que más y menos copulan en el mundo. Creo recordar que era en alguna región de Africa que, lamentablemente, no recuerdo ni cómo se llamaban. Tendré que consultar en mis apuntes.
Mi abuelo materno, por ejemplo, me ha contado mi madre, le succionaba a mi abuela los pezones antes de tener su primer hijo porque mi abuela tenía los pezones como una niña y sabía que cuando diera de mamar, el bebé le haría mucho daño. Así el niño podría agarrarse bien al pezón y mamaría sin sufrimiento para mi abuela. Mi madre me contó este detalle con la misma naturalidad que se lo debió de contar a ella su padre. Mi abuelo, al parecer, estaba enamoradísimo de mi abuela y todo lo hacía en función de que ella estuviera bien.
Esto sí que es antropología pura. ¿O no?

16 de noviembre de 2010

Gravitar, levitar y crecer

La vida nos reporta no pocas sorpresas. Yo, que soy bajita y, además, la mímica que me caracteriza y el sol que me fascina aunque me mate, me han hecho cosechar un montón de arrugas en mi rostro desde muy jovencilla, resulta que podría haber evitado lo uno y lo otro si hubiera sido astronauta. Al respecto de mis arrugas, me dicen siempre que a mí no se me ven las arrugas, que se me ve a mi. Nada más. Hasta mi hija me lo dice: "Mamá, tú eres muy expresiva y, cuando hablas, la gente se fija en ti, no en tus arrugas". Pues será verdad, -vaya un consuelo-.
El asunto me hace recordar a Pedro Duque y sus viajes espaciales. Dicen los expertos que los astronautas, cuando regresan a tierra tras sus viajes por el espacio, lo hacen con tres centímetros más de estatura y sin arrugas. Tiemblen las firmas como Corporación Dermoestética o la Buchinguer ésa de Marbella, donde va Carmen Sevilla para reducir kilos y quitarse los pliegues cutáneos que le sobran. Nos hacemos todos astronautas y ¡hale! a triunfar en la tele.
Cuando yo era pequeña, recuerdo, soñaba con ser princesa. Incluso, escribí, hace algunos, años un relato que lo titulaba así “Ser princesa”. Me volvían loca las historias de las princesas de los cuentos de “hadas” con las ranas que se convertían en príncipes encantados, solo porque la campesina, superando la natural repugnancia, daba un beso en la piel del “anuro”. Tras el ósculo, un joven con leotardos tipo torero, botas almenadas en los bordes, por la mitad del muslo, a juego con la esclavina y melena por los hombros, hacían desmayar a la chica que despertaba, como no podía ser de otra forma, merced al beso que le daba en la frente el aparecido. ¿A que se imaginan la escena?

Tras el milagro, se casaban, eran felices y comían perdices. Ante tal panorama y con aquellos años, ¿quién no quería ser princesa?.
Más adelante, quise ser escritora, mi verdadera vocación. Me moriré y mi vocación se enterrará conmigo. Sin embargo, en ello ando, permanentemente. Y corrieron los años sesenta y era yo una pimpollita cuando Neil Armstrong pisó la luna. Para entonces ya me fascinaban a mí aquellos viajes. Les confieso, sinceramente, que me hubiera gustado ser protagonista de alguno de aquellos periplos espaciales. Sí, sí, yo quería ser astronauta. Lo digo completamente en serio. Me veía gravitando y levitando, al mismo tiempo, con mis cabellos rizados, extendidos como escarpias en el interior de la cápsula espacial a modo de la Bruja Averías, ¿recuerdan?. Pero la lógica, la madurez y mi aversión por las ciencias numéricas me hicieron comprender que mi camino no era ese. Pero mire usted por donde, ahora resulta que los astronautas crecen y les desaparecen las arrugas. Precisamente, a mí, que me faltan centímetros y me sobran arrugas, como digo. ¡Mecachis! ¿Estaré todavía a tiempo de hacer un master o cursillo acelerado de esos para hacerme ingeniera aeronáutica? ¡Qué cosas... !

14 de noviembre de 2010

El torero

Hoy he ido al primer concierto de Jazz de la temporada. Fantástico. Me acompañaba mi amiga Esmeralda a la que le ha salido una joyita de novio. Un torero malagueño que vive en Salamanca.
Mi amiga me dice que no comente lo del noviazgo con el torero, porque ¿qué diría la gente? Por Dios, mira que echarse de novio a un torero.....! Lo conoció por casualidad, al salir de una tienda de perfumes. Ella salía de comprar el suyo favorito y el torero entraba a comprar, ¡vaya usted a saber!. Tropezaron, el perfume de mi amiga cayó al suelo con tal violencia que al abrir el paquetito de había roto. El torero no sabía como disculparse. Le pidió que entrara de nuevo a la tienda para comprarle otro. Hablaron, hablarlon, hablaron, fueron a la cafetería más próxima a tomar un café y se hicieron novios. Así. No me ha querido contar más detalles porque no tengo excesiva confianza con ella. Le dije que era muy interesante tener un novio torero pues la vida de éstos debe ser apasionante, todo el día entre campos de encinas y reses bravas, dando muletazos a diestra y siniestra, organizando capeas para los amigos. Salamanca es una tierra de toreros y de bravura. La Universidad le da la fama pero los toros le proporciona muchos ingresos.
Le comenté que yo tengo un amigo torero, bueno, tengo una amiga neoyorquina residente en España casada con un torero al que conoció mientras le hacía una entrevista. Ella es periodista. Se enamoraron y se casaron, como hicieron Camilo José Cela con Marina Castaño, la inefable Marina, persona nada grata en toda la Península Ibérica.
Le comenté a mi amiga que hace dos veranos, encontrándome por Extremadura con un grupo de periodistas en un viaje de prensa donde iban la neoyorkina con su torero, nos atrevimos a recorrer el río Alagón en piraguas para salvar unos cuantos rápidos. Mi hermana Toya se subió conmigo y con el torero en la misma piragua. El torero en el centro y nosotras dos en los extremos. Nosotras remábamos. Nos advirtieron que no debíamos agacharnos cuando la piragua, debido a la corriente se precipitara sobre las frondosas orillas del río. Fue emocionante hasta que, en un momento dado, y debido a la corriente el torero se movió más de la cuenta y nuestra piragua volcó. Estuvimos unos momentos, larguísimos, debajo del agua con la piragua sobre nuestras cabezas. Cuando por fin pudimos subir fuera del agua vi que el torero estaba lívido, acojonado. No se movía. Le dijimos que estuviera tranquilo pues llevaba salvavidas. Ya fuera del agua yo me di cuenta de que mis gafas de sol, recien compradas, se las había llevado la corriente. Mi hermana perdió su sombrero y el torero nos dijo que había perdido el miedo. Confesó que había pasado más pánico que ante todos los toros a los que se había enfrentado en la plaza.
Mi amiga se sonrió complaciente. Su novio torero, cree, no se subirá jamás a una piragua.
Por favor, me pidió, no se lo cuentes a nadie. Sólo aquí, en este sitio, casi secreto.

6 de noviembre de 2010

Mi abuela Tomasa

Esta misma tarde fui con mi madre a nuestro pueblo. En realidad fuimos a nuestros tres pueblos. En uno nació mi padre, donde tenemos la casa de verano, en otro a dos kilómetros de distancia está el pueblo de mi madre donde todavía tiene allí su patrimonio, incluida una casita que se inició y el albañil no terminó y así sigue, entre zarzas y maleza. Y por último está nuestro pueblo y cuando digo nuestro, me refiero el lugar donde nacimos mis hermanos y yo, que está situado en medio de los dos. Los tres, distan entre sí, un kilómetro. Se recorren, a paso ligero en veinte minutos y en coche, en cinco.
En esos tres pueblos crecí, deambulé, iba a casa de mis abuelos paternos y maternos casi a diario, a verlos, simplemente, a por uvas, a por pan, patatas...todo lo que hacían o cultivaban pues eran labradores y vivían del campo. Mis padres y mis hermanos vivíamos entre las dos pequeñas poblaciones, en el Poblado, el Salto de Ricobayo, construído expresamente para los empleados que trabajaban en la empresa hidroeléctrica donde trabajaban . Mi vida transcurría apaciblemente en estos tres sitios mientras iba descubriendo la verdadera Vida, la descarnada y la edulcorada. Allí descubrí los primeros besos de enamorados que se daban un chico y una chica, escuché también por primera vez los gritios de una parturienta y presencié, junto a otros muchos niños el primer apareamiento de dos jóvenes detrás de una peña. También descubrí apareamientos en perros, vacas y ovejas. Y veía a los muertos con sus caras verdosas o amarillentas y que, lejos de asustarme, me detenía en mirarlos con atención cómo estaban colocados, siempre de la misma manera. Hombres y mujeres con las manos cruzadas sobre el pecho, el rosario entre los dedos, vestidos con sus mejores trajes. Algunos llevaban un pañuelo en torno al rostro y anudado en la cabeza. Yo creía que sería porque le dolían las muelas. Después supe que era para que se les cerrara la boca pues algunos, al morir, se les quedaba abierta.
Los muertos estaban siempre sobre sus camas y la gente, alrededor, rezaba y lloraba, los niños correteaban entrando y saliendo sin que nadie les dijera nada.
Me dice una amiga mía que el tema de la muerte me atrae y me doy cuenta de que la parca es un tema constante en mi vida pues me dejo llevar como me estoy dejando llevar ahora sin darme cuenta. Y no quería escribir de la muerte hoy, sino de mi abuela materna. Al pasar por el cementerio, que queda al lado de la carretera, mi madre recordó a sus padres que están allí enterrados y me dijo: "Este año no hemos venido por los Santos". No, -espondí-. Yo estaba de viaje, mi hermana se fue a jugar al golf y los demás hermanos viven fuera. Y empezamos a hablar de mis abuelos. Y yo me acordaba de mi bisabuelo, que sabía latín porque era cura y que mi abuela, sin embargo, no sabía escribir. Nunca supo escribir, pero sabía calcular las cifras con una precisión increíble. Mi abuela era una mujer inteligente, inteligentísima, diría yo, tenía una conversación agradable y sus razonamientos eran verdaderos ensayos filosóficos. Era
admirada por todos los vecinos, por toda la familia y que mantuvo a mi abuelo permanentemente enamorado.
Mi abuela, murió, creemos, con 104 años, aunque ella no tenía muy clara su edad pues, al nacer, sus padres, el cura y el ama, tuvieron que dejarla al cargo de una buena familia con intención de recogerla más adelante, pero me imagino que las cosas no debían ser fáciles por entonces y no lo hicieron. Más adelante, murió la mujer que la cuidaba y la llevaron al hospicio con ocho añitos. Al poco tiempo tuvo la suerte de ser adoptada por un matrimonio que no tenía hijos y querían una niña como ella para que les ayudara y cuidara cuando fueran viejos. Y allí comenzó la vida de mi abuela y, por ende, la mía propia. Mi abuela fue muy feliz con sus benefactores, creció, se enamoró, se casó, bien casada con mi abuelo, nacieron mis tíos y nació mi madre. Son muchas las historias que mi madre nos cuenta de sus padres, de sus vidas, de sus andanzas. Mi abuela, al parecer, ni siquiera se enteró de que tuvo la menopausia. Mi madre que se quejaba tanto de los sudores, de las molestias que la retirada de la regla conlleva, oía decir a mi abuela: "De todo os quejáis, en mi vida tuve yo semejantes menopausias". Mi abuela era de hierro, jamás le pusieron una inyección, jamás tuvo un catarro y jamás anduvo encorvada. Siempre derecha como una vela. Murió una tarde de verano, tras haber pasado una velada de conversación con mi madre y mi tía. Dijo, al irse a la cama, que sentía frío. Dobló las piernas y expiró. Y se orinó. Fue la primera vez que se le escapó, cuando se escapó su vida.

El Papa y Vargas Llosa

Cuando escribo lo que sigue, el Papa debe estar durmiendo, descansando de la jornada de hoy en Santiago de Compostela. Mañana le espera otra intensa jornada en Barcelona para consagrar la Sagrada Familia de Gaudí, ese grandioso monumento que se empezó a construir en 1882 cuando se colocó la primera piedra el 19 de marzo de aquél año.
Por la televisión, la cadena 1 en su Informe Semanal, uno de los mejores espacios televisivos españoles, entre otros temas, un amplio reportaje sobre Vargas LLosa, con motivo de haber sido galardonado con el Nobel de Literatura. Sin pretenderlo, ambos personajes, el Papa y el escritor peruano han coincidido en sus mensajes. El Papa ha criticado abiertamente el creciente laicismo de la sociedad española, su falta de espiritualidad y de conciencia, la indiferencia de las clases privilegiadas hacia los más débiles. Mario Vargas Llosa hablaba de su última novela y de los estragos que se hicieron contra los nativos del Congo Belga. Decía el escritor que la misión de cualquier hombre es denunciar los atropellos que se cometen contra la humanidad, las torturas, las mutilaciones, el trato vejatorio contra aquellos esclavos que se vieron sometidos por la fuerza de los colonizadores. "El sueño del celta", el título de la novela a la que hace referencia el escritor, despierta mi curiosidad, despierta mi piedad y hace que se entrecrucen mis sentimientos entre mi "creciente laicismo" y mi falta de fe y, por otro lado, mi exacerbado malestar hacia el dolor y las desigualdades, mi irritación permanente ante la indiferencia y frialdad de los que siguen adscritos a una religión que atestigua que la fe es creer en lo que no vimos.
Seguir creyendo en lo que no se ve es una de las pruebas más duras a las que se somete el hombre de bien que, cada día, ha de comulgar con "ruedas de molino" para seguir tragando lo que desde tantas fuentes emponzoñadas le dan de beber.

1 de noviembre de 2010

El pícaro

El metro de Madrid, a esa hora de la tarde, casí vacío. Apenas tres o cuatro personas en cada vagón. El día de Todos los Santos los madrileños, o están en los cementerios o han salido, como de costumbre, a respirar otros aires.

Todavía cuatro estaciones para llegar a mi destino. En una de ellas entra un pobre anciano, un mendigo, encorvado, que se vale de una muleta para caminar. Cada paso parece que le cueste un gran esfuerzo. LLeva una barba de muchos días y un gorro calado hasta las orejas. En su mano un sencillo bote para las lismosnas. Aunque hace frío se calza con unas chanclas de goma amarillas por donde asoman unos pies delgados y algo sucios. Pienso que debe sentir mucho frío.

Como en otras ocasiones, me arrepiento de no llevar dinero suelto en los bolsillos de mi chaqueta. No sé porqué extraña razón no me gusta que noten el gesto de abrir el bolso y sacar mi billetero para buscar en él alguna moneda. Pero mientras pienso en ello observo que el mendigo, que en esos momentos pasa junto a mí, retrocede y se vuelve. Una señora, sentada a pocos metros le ofrece unas monedas, lo que aprovecho para abrir mi bolso con rapidez para que cuando el mendigo pase junto a mí poder darle algo. Otra mujer, frente a mí le da su limosna. Para entonces ya tengo mis monedas en la mano mientras el hombre sigue arrastrando sus pies y su espina dorsal forma una perfecta semicircunferencia. Yo también colaboro con el menesteroso.

El tren sigue rugiendo imparable bajo el suelo de Madril devorando la oscuridad de sus tenebrosos túneles. Miro distraida a mi derecha, al extremo del vagón y veo al pobre mendigo apoyado en la puerta. Parece que ha levantado la cabeza. Me parece que no es tan viejo como creía. Da la sensación de que se ha incorporado sobre sí mismo. El tren se para de repente y se abren las puertas. El mendigo sale del tren a toda velocidad mientras éste inicia su nuevo destino. Pude ver al mendigo correr sin detenerse, sin volver la vista atrás. Perfectamente erguido.

Sonreí benévolamente ante estos nuevos lazarillos, picarones, embaucadores, tal vez en paro, tal vez vagos, que hacen de la vida arte. Porque, sin duda, el falso mendigo supo representar su papel con suma maestría. Ayer mismo, cuando el avión que me llevaba de Santander a Madrid, un vuelo de bajo costo, donde ya no dan ni agua, el auxiliar de vuelo, un joven atractivo con los cabellos en punta y haciendo una ligera cresta en el centro (horrible moda que amaricona al personal) se pasó los 55 minutos que duro el vuelo anunciando colonias que olían a los campos en primavera, cremas faciales para señoras que dejan el cutis como el de Penélope Cruz o como el de la mismisima Jenifer López, cigarrillos de diez unidades por el módico precio de seis euros, eso si, cigarrillos sin nicotina y que casi, hasta son beneficiosos para la salud. También anunciaba exquisitos bocadillos de ternera donde el queso derretido se desliza por la garganta y llega al estómago triunfante. Toda suerte de articulos imaginables que hacen de los aviones un mercado. El chico, mientras hablaba y añadía chascarrillo tras chascarrillo, con mucha gracia, provocaba las carcajadas de la gente. Sin embargo su rostro se mostraba serio y apenas sin mover un músculo de la cara aunque era consciente del interés que despertaba. Los 55 minutos se pasaron en un santiamén. Al bajar del avión el chico, junto a las azafatas nos despedían al lado de la portezuela. Miré al simpatico joven y le felicité. Me miró sonriente y me dio las gracias. Por último le dije: "Felices Fiestas Navideñas". Gracias, contestó, es usted la primera que me las felicita este año.

Este chico -me dije- podría vender hasta su alma al diablo.