25 de agosto de 2010

La cena

Regreso a casa tras cenar con un grupito de matrimonios a los que no veía desde junio, mes en el que todo el mundo emigra a sus casas de verano, porque se trata de gente bienacomodada que tienen una casa de invierno y otra de verano. No les critico por ello porque cada cual tiene lo que tiene. Yo también tengo una casa en mi pueblo que comparto con mis hermanas y mi madre, una casa que, por un lado me proporciona mucha dicha y por otro, me desasosiega y me hace sufrir porque lidiar con la familia tiene su intríngulis. Mi madre tiene sus favoritos entre sus hijos y yo no me encuentro en el grupo. A mí se me considera muy afortunada porque sólo he tenido una hija, no tengo problemas, -piensan ellos- y "hago lo que me da la gana". Al respecto, antes decidía si hoy ponía lentejas y mañana garbanzos, pero hoy, ni eso, porque mi marido, desde que se jubiló se ha hecho un cocinillas y me ha apartado de los fogones. Él se lo guisa y él se lo come, y nunca mejor dicho porque le encanta ir a la compra y hacer la comida. La verdad es que, para mí, es un descanso porque no hay cosa que más me aburra que ir a comprar al super. Lo odio, como odio salir de tiendas como van algunas de mis amigas que para comprarse unos zapatos recorren todas los comercios, revuelven aquí y allá y al fín compran los primeros zapatos que vieron en la primera tienda. Yo no soy así, yo si tengo que comparme un vestido, entro en la primera boutique si veo uno en el escaparate que me gusta. Entro, me lo pruebo y si me sienta bien, compro. Y punto. Los comerciantes siempre me dicen que conmigo da gusto.
Mis amigas, con las que he compartido cena, son frívolas y del Opus Dei, van a misa todos los días y comulgan. Me encanta provocarlas y decirles que yo, a estas alturas de la película sólo voy a misa en la bodas y en los entierros. Les digo que la religión católica es la más hipócrita de cuantas he conocido. Les digo que me gustaría hacerme budista o protestante. Ni se imaginan con qué cara me miran.
Vuelvo a mi familia. Dicen que hago lo que quiero porque viajo mucho (gracias a Dios) y porque,además lo hago sola pues mi marido, muy pasivo, no le gusta como a mì (él se lo pierde) y suelo invitar a alguna amiga pues se trata de viajes que me invitan por mi trabajo como escritora. Las elijo que hablen inglés porque en mis viajes tengo que bregar en inglés y el mío es deficiente, diría que nulo, porque estudié tres años, hace mucho tiempo y no me ha dado por retomarlo, prefiero llevar traductoras que me ayudan. En mis viajes me reúno con polacos, rusos, lituanos, griegos, italianos, bielorusos, rumanos, portugueses...y todo el mundo habla inglés para entenderse. A mis amigas les cuento cosas de mis viajes y suelen alucinar en colores (como dicen los jóvenes en España). El caso es que mi familia me considera muy afortunada por este tipo de vida que hago: lo que me da la gana -dicen- Pues no, ni mucho menos, estoy llena de frustaciones porque siento que no me quieren como quieren a los demás, porque no son tenidas en cuenta mis opiniones, porque, ni mucho menos, he hecho lo que he querido, porque ni siquiera he manejado mi propio capital, porque me han hecho vender casas que no quería, porque yo siempre tuve la ilusión de marcharme a vivir fuera de esta ciudad levítica que me carga y me estresa porque todo el mundo me resulta hostil, porque me cabrea ir por la calle y reconocer a la gente con nombres y apellidos, porque me gusta el anonimato, porque me gusta mirar a la gente que no conozco para intentar inventarme su historia. Suelo hacer este ejercicio cuando viajo a Madrid y tomo el metro. Es apasionante recorrer con la mirada los rostros de las gentes. Es apasionanante lo que la imaginación es capaz de inventar. En fin, he regresado a casa de cenar con pijos en una ciudad pija y en un sitio más pijo todavía.

21 de agosto de 2010

Boda

Aunque faltan tres horas para partir hacia Salamanca a la boda de la hija de mi amiga Elisa, estoy aquí, intentando tranquilizarme de todo lo que me ha ocurrido estos días: el vestido de la comunión de mi hija que se fue a algún lugar de América, la ropa que me voy a poner para la boda, todavía no sé si el vestido de gasa y con caída gris, parecido a los que utilizaban las mujeres griegas, o el otro vestido de encaje negro que se me ciñe al cuerpo y me favorece pues deja al descubierto mis hombros, brazos y escote, muy bronceados por el sol del verano. De los zapatos no tengo duda. Me pondré unos plateados con tacón de aguja que compré en el centro de oportunidades del Corte Inglés por 19 euros, de la marca Caramelo. Llevaré un bolsito plateado donde no cabe más que el pintalabios, tal vez mi cajetilla de tabaco y un peine. Pienso llevar otros zapatos, también plateados, ya usados, por si los de estreno me dan la vara cuando baile. Porque pienso bailar hasta reventar. El baile, como a mi madre me motiva, me desestresa y me recobra de enería. Cuanto más bailo menos me canso.
Sigo oyendo los maullidos de un gatito que se ha perdido entre el vecindario. Me dan ganas de bajar al recinto del jardín y buscarlo para apaciguarlo, pero si lo hago perderé el tiempo. Imagino que es de una jovencita vecina, que, ayer mismo me lo mostró. Se lo lleva a Arenas de San Pedro pues le han dado allí su destino. Es maestra. Me apena el lastimero lamento del gatito, pero espero que aparezca pronto su dueña y lo rescate.
Acaba de llegar una de mis hermanas para recoger un tedioso documento que estaba extraviado y lo necesitamos para llevarlo al notario. Hace referencia a la casa que tenemos en el pueblo de la que somos copropietarias las cuatro hermanas. Mi hermano nos vendió su parte hace ya varios años y él nada tiene que ver en el asunto. La despacho en pocos minutos y se va. De pronto de doy cuenta de que tenìa que haberle dejado el libro que me llegó ayer sobre fotografías de Castilla y León donde aparecen tres imágenes de nuestro padre. Cuando reacciono y salgo a la puerta mi hermana acaba de poner su coche en marcha y no me ve. Vaya por Dios. No las veré hasta el lunes o el martes porque hoy, como digo, voy de boda y el domingo mi suegra celebra el cumpleaños. Nos invita a comer a todos. Lo adelanta una semana porque el próximo domingo me voy a Serbia y quería que estuviera yo también. Su cumple es el día 29. Y el 28 tengo otra boda. Un rollo. He de salir para Madrid tras el baile de la boda pues mi avión sale a las 7,30 de la mañana. Me acompaña mi amiga Ros, una buena amiga que hace vida independiente de su marido. Ambos son profesores de historia, dos intelectuales que no se entienden. Como casi todas las parejas del mundo. El matrimonio es una trampa, que se dice, y vivimos inmersos en la trampa de por vida. A los de nuestra generación nos falta arrestos para dar el paso que dan ahora los jóvenes por un "quítame allá esas pajas". La vida nos hace dar tumbos una y otra vez y no conseguimos enderezarla.
En fin, tengo que dejar mi discursito. He de planchar dos camisas para mi maraido. Él tampoco sabe cuál de ellas se pondrá. Y arreglar un poco la casa pues esta mañana, nada más desayunar he ido a acompañar al Duero para que no se queje Gerardo Diego "nadie a acompañarte baja" y después, tras una hora y media de caminata, en esta ocasión junto a mi marido, he regresado a casa, me he colocado mi bañañdor y he hecho 20 largos de natación. Ahora ya, fresca y relajada me pongo a lo que me hace perder tanto el tiempo.

20 de agosto de 2010

El vestido

Termino de leer un post de Jorge Muzam y me doy cuenta del abismo generacional que hay entre ambos. Por muy moderna que yo sea, por moderna que me crea, yo nunca sería capaz de escribir lo que escribe el chileno porque me faltarían arrestos, valor para exponer tan explícitamente su encuentro amoroso con Tamara, escuchando el lejano bramido de las olas y oculto entre la frondosidad del bosque.
Me doy cuenta también de que el abismo generacional, insito, pese a ser yo una mujer moderna, desconozco ciertas prácticas amorosas que los jóvenes de hoy día practican con la mayor naturalidad y sin la mínima turbación. Ah, y sin ningún escrúpulo. Los escrúpulos siempre han jugado un papel muy importante en la vida, en la mía sobre todo. Los escrúpulos no me permitían, ni me permiten, beber por la misma botella que ha bebido otro, ni compartir un bocadillo o una fruta, ni chupar del helado de nadie por muy amigo que sea. En fin, mi escrupulosidad para ese tipo de cosas ha sido siempre exagerada. Mi madre solía decir aquello de: "no hay ningùn marrano que no sea exquisito". Pero yo lo era y lo sigo siendo.
Por eso, el inquietante relato de Muzam me ha dejado perpleja cuando dice que introducía su boca y su nariz a través de los recovecos más oscuros de la anatomía de la chica y se quedaba allí largo tiempo disfrutando de su aroma. Ignoraba semejantes manifestaciones amorosas. Como digo el abismo generacional señala estas diferencias.
Pero yo no quería escribir sobre esto, sino de algo que, desde ayer, me tiene muy crispada y cabreada al mismo tiempo. Lo de Jorge no ha sido nada más que un paréntesis de asueto que ha venido a paliar, en parte, mi estado de ánimo.
Estoy pasando el verano a caballo entre Zamora y la casa de mi pueblo donde nos reunimos casi todos los miembros de la familia. Mi madre, mis hermanos, unos van otros vienen. Sobrinos, e hijos. El domingo pasado nos reunimos catorce para comer. Mi madre invitaba. Tenemos mucho carácter y, cuando nos embisten verbalmente, mala leche. Dice mi hermana Toya que si Almodóvar o Wody Allen nos conocieran, tendría argumentos suficientes para hacer películas hasta que se murieran. El caso es que hace dos días, revolviendo en el cajón de una cómoda encontré los aderezos de la comunión de mi hija. Les había perdido la pista. Allí, en una bolsita de plástico, el bolsito de raso blanco bordado y con su puntillita alrededor, el tocado a modo de diadema con sus florecitas blancas y los diminutos guantes calados. Me alegré mucho al dar con aquello que consideraba perdido. De pronto me acordé de que el vestido se lo había prestado hace más de dos años a una amiga que me lo pidió para dejárselo a alguien y que no me lo había devuelto. Miré el reloj y vi que todavía eran las once de la noche. Marqué el teléfono de mi amiga que respondiò al instante. Me dijo que estaba leyendo, imagino que "Camino" pues es del Opus Dei por la gracia de Dios y el Espíritu Santo. "No te preocupes por la hora, díme". Sin perder el tiempo le recuerdo que no me ha devuelto el vestido de mi hija, que me había olvidado y quería recuperarlo. Sorpresa al otro lado del teléfono. "No lo tengo, lo he regalado" Quéeeeeeeeeeeeeeeeeeeee? ¿Cómo ha sido eso?
"Me dijiste que podía hacer con el vestido lo que quisiera." A medida que avanzaba la conversación mi sorpresa y mi indignación iban en aumento. ¿Que lo has regalado? ¿A quién? Pues pídeselo. No puede ser, se lo regalé a una latinoamericana, pero ¿a quién, no se lo puedes pedir? No, porque se fueron a América y ya no lo tengo. Podías prestarlo a quién quisieras pero no que lo regalaras. -le digo-. Lo conservo porque es lo único que conservo de mi hija. Regalé toda su ropita, me robaron las joyas donde iban también las de ella y no conservo nada más que su vestido de comunión, si lo he hecho durante más de veinte años es porque quería conservarlo, cómo, entonces, iba a dejártelo para que tú lo regalaras...? "
Pufffffffffffffffffffffffff.!!!!!!!!!!!!
No quiero seguir con el tema porque me sigue reventando y el verano es corto y yo quiero aprovecharlo para disfrutar de los días al aire libre, de los baños y de las charlas nocturnas bajo las estrellas de mi pueblo. Para leer bajo la sombra de la parra del jardín, incluso para leer algún relato de mis amigos blogueros.
Hoy me ha traído, en compensación, una cajita con "caprichos de reina" un dulce maravilloso que endulza el paladar. No sé. No sé qué le diré a mi hija cuando me pregunte por su vestido de comunión.
Si el vestido hubiera llegado a Chile, tal vez, el amigo Muzam pudiera darme noticias de su paradero.

16 de agosto de 2010

Los tres Manolos.

Amalía todavía tiene la piel tersa, sin arrugas ni celulitis, ni varices. Aparenta veinte años menos de los que tiene y hasta hace muy poco le salían pretendientes. Hasta hace muy poco, porque desde hace algunos meses no ha vuelto a los bailes de jubilados donde a ella le gustaba ir a bailar. El médico le ha dicho en varias ocasiones que si le gusta el baile que baile, pues es el mejor ejercicio. Por eso en estos últimos años iba al baile. Se arreglaba cuidadosamente y disfrutaba con los bailadores. Los mejores. Tenían que bailar bien, sin pisarla y sujetándola con seguridad para no caerse. Algunos hombres son muy patosos y no saben. Los últimos pretendientes se llamaban de igual modo: Manolo. El primero tenía la misma edad que ella. Era alto y elegante. Siempre iba bien vestido y además era un hombre culto. Se hubiera casado con ella pero a ella no le gustaba, además tampoco bailaba. Cuando estaban en las salas de baile nunca la invitaba a bailar y ella tenía que conformarse con ver bailar a las otras parejas que pasaban una y otra vez ante ellos mientras giraban por la pista. No. No le gustaba Manolo Primero, porque era viejo y además no bailaba. Un día, nos enteramos de que Manolo Primero había muerto. A ella no le entró ni frío ni calor, aunque él siempre estuvo enamorado de ella. Poco tiempo después conoció a otro Manolo: Manolo Segundo. Era extranjero pero vivía desde hace mucho tiempo en España y hablaba muy bien español. Era veintitantos años más joven que ella. Ella se lo decía algunas veces: "pero ¿sabes la edad que tengo?". Manolo Segundo siempre respondía lo mismo: ¿Acaso te he preguntado yo los años que tienes? Ella se divertía con tantos halagos pero su corazón estaba a salvo. Simplemente se divertía bailando y comunicándose con la gente. Con Manolo Segundo. bailaba, paseaba. Lo pasaba muy bien porque Manolo Segundo, además de bailar bien, era educado y delicado siempre estaba dispuesto a complacerla. No le hubiera importado, incluso, hasta casarse con ella aunque fuera mucho mayor que él. Amalia no podía creer despertar tales sentimientos a su edad. Un día, la llamó desde el hospital. Se había puesto enfermo de algo que nunca se supo. Ella fue a verlo en dos ocasiones. A los pocos días le anunciaron su muerte. Lo sintió mucho. Le lloró pues en el fondo le había tomado un gran cariño. Lástima de Manolo Segundo. Manolo Tercero, también mucho más joven que ella, murió hace apenas un mes. Pero a ella nunca le gustó porque daba la sensación de que le "faltaba un verano". Era un poco tontorrón, ingénuo. Eso sí, muy hábil. Se ofrecía constantemente para complacer a su amada aunque ella, como a los anteriores, no le correspondió nunca. Le arregló la lavadora, el aspirador. Le iba a la compra para que ella no cargara. La llamaba por teléfono y le decía: "mira a ver qué quieres que te traiga". Y ella le recitaba una lista y Manolo Tercero le llevaba a casa lo que necesitaba. Bailaba con él porque Manolo Tercero lo había muy bien y porque a ella le halagaba que él no quisiera bailar con otra más que con ella aunque sabía que otras estaban deseando bailar con Manolo Tercero. Sintió mucho la muerte de Manolo Tercero, no porque a ella le afectara porque el corazón siempre lo tuvo resguardado de emociones, sino porque se le fue un buen amigo, cariñoso y servicial. Lo encontraron muerto cinco días después del óbito. Le dio un infarto y se quedó así, sentado en el sofá de su casa, con la tele encendida. Aunque tenía hermanos no lo habían echado de menos. Fueron los amigos del club de baile los que lo echaron en falta y lo llamaron una y otra vez. Al no contestar ni su teléfono, ni la puerta de su casa, llamaron a la familia. Y así se encontraron al pobre Manolo Tercero. Solo. Muerto. Pese a sus 96 años, se mantiene joven. Su piel es suave y sin arrugas, las piernas firmes, su culo en pompa. Ya no le apetece ir al baile. A Amalia se le murieron los Manolos, los tres.

8 de agosto de 2010

Trébol en los libros

Soy un auténtico desastre. Me encuentro un pendriwe (¿se escribe así?) lleno de archivos, de textos escritos en diferentes momentos y circunstancias. Ni recordaba que lo guardaba. He estado husmeando en mis propias cosas y selecciono ésta al azar:

"Se van amontonando en estanterías y cajones, toda suerte de catálogos, folletos, fotografías, blocs de notas, agendas caducadas y obsoletas, relatos inacabados, recortes de prensa, un sin fin de cosas, muchas inservibles ya, que, no sé por qué, siguen ahí pero ahí están, ocupando diferentes lugares y rincones según busco entre ellas. Pienso, eso sí, que todos esos objetos tuvieron su vigencia, su pequeña historia. Pienso también que, al menos, podía ordenar y clasificar, pegar fotografías, unir poemas y relatos, terminar los inacabados, destruir definitivamente lo que ya no sirve, pero todo se queda en buenas intenciones y mejores pensamientos para que todo siga definitivamente en ese atractivo desorden, para, en cualquier momento, volverme a sorprender y emocionar tras el hallazgo de una piedrecita, un mechón de pelo guardado en una cajita, una pequeña frase recogida en cualquier papel, al azar, y que todavía me sigue estremeciendo, una dedicatoria romántica en la pasta de un libro, una vieja fotografía, un trébol de cuatro hojas, reseco, entre un libro de poemas de Lorca, o de Machado:

“Machado caminando por campos de Baeza/ sus manos apoyadas al callado/ contemplando el paisaje de la sierra...”

Es realmente excitante hurgar en los escasos ratos libres, entre tantos objetos olvidados, es como encontrarnos con el tesoro del Titanic, hundido en el Océano, pero con la particularidad de que todo cuanto se encuentra en él, es indicio de un pedacito de nuestra propia vida, como en “La canción del esposo soldado”, a borbotones de amor y sementera.
A veces nos obsesionamos en poner orden a todo, hasta a los fenómenos naturales y nos encontramos con que es contraproducente. Como tampoco merece la pena poner orden a esos pequeños y oscuros objetos de deseo, porque se quiebra el caudal de las sensaciones. No se puede poner orden en el corazón que late a su ritmo, unas veces pausado, otras vigoroso, para recorrer los últimos metros de la carrera. Recorrer con los dedos esos pequeños tesoros, se parece a recorrer la piel del ser amado, que se estremece al notarlos.

El Dalai Lama está en nuestro país para recordarnos que su filosofía de vida es la compasión, la tolerancia, la solidaridad, el respeto al prójimo, la unidad de las religiones. El Dalai Lama ha venido a nuestro país con un bello mensaje: el dinero no da la felicidad, los valores humanos se basan en la ética y en la compasión. Aprender a vivir, dice, es aprender a desprenderse.
Tal vez, debiéramos a aprender a desprendernos de todo lo que no sean esos objetos inservibles que guardamos en nuestras cajas y estanterías. "

3 de agosto de 2010

"Venus"

No me imaginaba que esta entrada iba a hacer, otra vez, referencia a mi gatita Venus. Otro sábado de teatro en el magnífico recinto del castillo medieval de Zamora. En esta ocasión, Fuenteovejunta. Ya sabéis aquéllo de "todos a una". Excelente representación en un escenario de lujo en el foso del castillo donde las piedras se yerguen con la misma altivez que el Comendador. Para esta ocasión, mi gatita ya duerme el sueño de los justos en un rinconcito, entre la hiedra que crece salvaje por las paredes de la tapia de la casa.
Venus, hace unos días, maullaba y me seguía por la casa. La acaricié como de costumbre y mi mano se empapó de humedad. En un principio pensé que se habrìa mojado en el cesped del jardín, pero al instante comprobé que no era agua sino sangre. Corrí con ella al veterinario y enseguida me comunicó que aquello era un tumor maligno, de esos que crecen rápidamente. Fueron unos minutos de conversación apenas, pero mientras ese tiempo corría comprendí que el consejo del veterinario era la eutanasia inmediata. Mi gatita tenía veinte años. Veinte años de fidelidad, de cariño, de compañía constante, sobre mi pecho cuando me tumbaba en el sofá, junto al teclado de mi ordenador bajo el calor de la lamparita. Allí permanecía durante horas hasta que me iba a la cama. En estos momentos en que escribo pienso en ella y la extraño pero, curiosamente, siento paz porque Venus tuvo una vida muy placentera a mi lado. El veterinario le aplicó una inyección para dormirla. Durante diez minutos acaricié su suave pelo hasta que quedó profundamente dormida. Después le inyectó lo que provocaría su definitivo sueño. No se movió. Sus ojos abiertos parecían mirarme. No sé por qué no estoy triste. O no me siento como creía que debería sentirme. A mi memoria viene aquello que una vez me dijo un amigo cuando hablábamos sobre la muerte. Me decía que cuando se nos muere alguien, le lloramos con desesperación porque no nos hemos portado bien con él en vida. Cuando somos conscientes de que hemos sido siempre fieles compañeros, atentos, solícitos y hemos amado de verdad, cuando esa persona se va, pasados los primeros momentos tras la marcha definitva, nos invade una sensación de paz y de armonía. Nos sentimos bien con nosotros mismos.
Tal vez, esa sea la razón por la que yo me siento bien, porque soy consciente de que mi gatita ha recibido constantemente mimos, cuidados y atenciones. Porque siempre recibí fidelidad y cariño y yo no hice más que corresponder. Incluso asistí a todos sus partos sin apartarme de ella, hasta que salía el último gatito de su pequeño vientre. La cuidé y cuidé a sus repetidas proles hasta el destete, hasta los dos meses, cuando Venus, ya cansada, parecía necesitar que los gatitos hicieran su propia vida. Se los iba quitando paulatinamente hasta dejarla sola, lista y preparada para un nuevo apareamiento y consiguiente parto. Fueron cerca de diez veces. Me hice experta en partos felinos. Así aprendí que las gatas, en el momento del alumbramiento, pueden hacer varias cosas a la vez: lamer al gatito que acaba de parir, estimularse los genitales para ayudar a salir al siguiente, ir comiéndose la placenta y, al tiempo, intentar cazar a una mosca que merodea junto a ella atraída por el olor. Confieso que observaba todo este proceso con fascinación. Podía pasarme toda una tarde, o una mañana entera mirando y atendiendo a mi gatita. No podía ni ir al lavabo pues era capaz de correr detrás de mí mientras uno de sus gatitos asomaba la cabeza. Aprendí que no debí moverme de su lado pues me necesitaba allí, junto a ella.
Fue hermoso, fueron veinte años de fidelidad mutua, de amor y de respeto.
Descansa en paz gatita mía.