26 de julio de 2010

La felicidad

Son las cuatro y cuarto de la mañana y no consigo dormir. El café que tomé a las ocho de la tarde me ha quitado el sueño. Escucho la radio, oigo a personas desesperadas contando sus penas, sus angustias, sus miedos. Una señora que no puede pagar a su casero y éste la acosa. Entra de repente en su casa (tiene llave) y la sorprende en la ducha, desnuda. Un pobre hombre, educado y sensible, se horroriza del maltrato a los animales. Su perro ha muerto por el calor. Le engañaron al comprar su casa diciéndole que reunía todas las condiciones de habitabilidad y resulta que es un horno. Su pobre perro no pudo resistirlo. No sabe qué hacer, mientras se cuece de calor aguantando este tórrido verano.
Mientras escucho todo esto, me revuelvo en la cama intentando conciliar el sueño y pienso en la felicidad. Esa felicidad que se nos presenta a retazos, como soplos de aire fresco que vienen y se marchan inmediatamente sin que nos de tiempo a apresarlos.
Me levanto y conecto mi ordenador. No sé para qué, pero aquí estoy, frente a mi pantalla. Mi gatita duerme sobre el sofá. Temo que las teclas del ordenador, al presionarlas la despierte. Si lo hace, vendrá inmediatamente a mi lado y se colocará bajo el calor del flexo, con la cabecita apoyada en una esquina del tecladodo. Procuro tocar las teclas con cuidado y sigo pensando en la felicidad. Me pregunto cuántos momentos en el día he sido feliz hoy. Muy de mañana, salí de mi casa para dar un paseo por la orilla del Duero. Brillaba el agua bajo el puente y algunas cigüeñas atravesaban el río para ir a posarse en la cúpula de la catedral. Mis pies me conducen por el puente de piedra y me acuerdo del inquietante libro "un puente sobre el Drina", donde narran todas las peripecias que pasaron los desgraciados que lo construían allá por no recuerdo qué siglo. Debía de ser un puente parecido a este por donde paso ahora. Todavía me sobrecoge la escena donde se narra con todo lujo de detalles un empalamiento: "un palo larguísimo, terminado en punta afilada y untada de grasa. Se introducía la punta por el recto del pobre hombre (siempre eran hombres) y el palo seguía por el interior del cuerpo sin dañar órganos vitales para que el atroz sufrimiento durara días, cuantos más mejor. El palo podía salir por la boca. El empalamiento es uno de los tormentos más atroces que se propiciaban al hombre. No sé por qué pienso en esta tortura. Me horroriza y me hace pensar en la bestialidad del hombre. La felicidad, ¿qué sabían de felicidad aquellos infelices?
Quiero limpiar mi mente de turbios pensamientos y me traslado al pasado sábado, cuando presencié la obra de teatro anónima "El lazarillo de Tormes". Sí, el espectáculo me procuró felicidad. LLegamos al recinto del castillo medieval y antes de entrar en él para el espectáculo nos dieron a cada persona un sobrecito con una carta de la baraja. A mi grupo nos tocaron reyes. Que entren todos los reyes. Pasamos. Allí nos ordenaron quitarnos los zapatos y los introdujimos en cestos de mimbre. Nos dieron una venda negra para que nos tapáramos los ojos. Esperamos. Una voz, femenina o masculina, se iba acercando a nuestros oídos y susurraba frases como: "el lecho es la tierra" "el cielo está estrellado..." "el vino os calentará el corazón" . Mientras acercaban a nuestra boca un jarro con vino fresco. Bebíamos. Y ahora -nos dijeron- dejaros llevar y caminad. Nos tomaron de la mano y nos la llevaron a una gruesa cuerda. Descalzos y con los ojos vendados íbamos pasando los espectadores (todavía no veíamos nada, pero aquello se aproximaba a lo que podía ser felicidad, un rato feliz). Caminad despacio, sin soltar la cuerda, dejaos conducir. Nuestros pies fueron pisando arena fresca, hojas de parra, (parecían), uvas (pisamos uvas). Y así iba pasando el tiempo y la felicidad en nuestro corazón. Cuando terminamos el recorrido, dando vuelta a la fortaleza, nos ordenaron quitarnos la venda. Ahora ya podéis calzaros. Las sonrisas en cada uno de los rostros eran más que evidentes. Éramos felices.
Y ahora, venid. A pocos pasos nos esperaban el vino y las viandas. Comimos y bebimos y comentábamos cuán bien nos sentíamos. Nos habíamos dejado llevar por los actores. E iban llegando los otros grupos, poco a poco. Y los que allí estábamos, en medio de tan mágico recinto, hablábamos unos con otros, disfrutábamos, éramos felices, sí, muy felices. Cuando ya estábamos todos los espectadores reunidos nos ordenaron seguir hasta dar con el lugar donde iba a representarse "El lazarillo de Tormes" por el grupo ARCHIPERRE. El escenario, los decorados, la puesta en escena, la interpretación, la noche, la luna asomando tras la muralla y nosotros, todos tan felices, al final, aplaudimos llenando el espacio y la noche con nuestra felicidad.
Y ahora, voy a ver si consigo conciliar el sueño. Son las cinco menos cuarto de la madrugada. Mi gatita sigue durmiendo.Tengo que hacer varias cosas en este día, tendría que madrugar pero no sé como voy a conseguirlo.

22 de julio de 2010

Máscaras

Compruebo, no sin cierta inquietud, que mi ciudad me agobia y estresa cada vez más. Me reafirmo en mi idea de que Zamora es una ciudad para extrañarla, es decir: para alejarse constantemente de ella hasta echarla un poco de menos. Me inquieta, como digo, esta sensación porque por suerte o por desgracia, ésta es mi ciudad, aquí está mi gente y esta es mi tierra, pero me agobia y me hace sentir a disgusto. Podría citar razones y no acabaría nunca, pero siempre por abreviar, diría que las razones suenen tener nombres y apellidos. Personas con las que trato pero que me hablan desde una máscara. Y es muy triste hablar siempre con la máscara en vez de con la persona que se esconde tras ella.
Me pregunto cuál es la razón por la que unas personas se muestran tal y como son en realidad y otras, sin embargo, viven en la farsa permanente. Les gusta la hipocresía y huyen de la sinceridad porque les asusta, confundiendo la sinceridad con la mala educación.
No sé por qué estoy reflexionando sobre algo tan tedioso que me resta energía y me hace sufrir. Me viene a la memoria aquella frase de Buda que dice algo así como: "enciende tu propia lámpara y encontrarás la luz". En verdad nadie nos ilumina la vida a no ser que encendamos la candela para que nos guíe por el camino que deseamos. Ayer me despedí del amigo Walter, un italo-brasileño afincado en Lisboa que sabe mucho de la naturaleza humana y sus debilidades. Prometió que me mandaría mi carta astral. Sólo tengo que decirle el día de mi nacimiento, el año, el lugar y la hora en que nací. Esta misma tarde se lo he preguntado a mi madre y me dijo que nací a las tres de la mañana. Era el dato que me faltaba para enviar a Walter la información que necesita. Imagino lo que va a decirme. Estoy segura que me dirá lo mismo que me dijo una mujer en Natal (Brasil), el año pasado, cuando tomó mi mano y la sujetó fuertemente entre las suyas, mientras me miraba a los ojos y me decía: "Tú tienes mucho dentro de ti, mucho que debes dar a los demás, mucho bueno dentro de tu corazón que tienes que sacarlo".
Pero ¿qué ocurre cuando no podemos, o no se nos permite, ser dadivosos? A veces nos sentimos impotentes, presos dentro de nuestra propia cárcel, azuzados por el carcelero del yo que nos impide romper esas rejas de la convicción, de los prejuicios, de la gente de nuestro entorno, esa gente con nombres propios, con máscaras, aunque no sea Carnaval.
Voy a enviarle a Walter mis datos a ver qué me dice mi Carta Astral.

12 de julio de 2010

La muñeca

Hoy he pasado el día mirando la televisión, empapándome de todo lo que aconteció ayer desde que Iniesta marcó el gol que consiguió que España fuera campeona del mundo. Tuve que dejar el espectàculo, muy a mi pesar, porque había quedado con una amiga para pasar un rato, charlar y tomar un café en alguna terraza. Salí de casa cuando los jugadores iniciaban el paseíllo en autobús por las calles de Madrid antes de llegar al Manzanares para la gran fiesta. Mi hija, que vive muy cerca, me dijo por teléfono que no pensaba ir, que estaba escandalizada de la permisividad de las autoridades con los seguidores del futbol. No entendía cómo se consienten tantas barbaridades y tantas infracciones por el futbol cuando, en cualquiera otra ocasión, el mínimo descuido merece sanción. La verdad es que me dejó bastante pensativa su reflexión, pero el futbol, ya lo he comprobado, es el opio del pueblo, es el nexo que une ideologías y credos y hace que los enemigos se abracen, los desconocidos se comuniquen y que, incluso, se mueva la economía. Anoche, al parecer, las pizzerías vendieron durante el tiempo que duró el partido, más del cincuenta por ciento más de lo que lo hacen en cualquiera otra ocasión. Los bares no daban abasto sirviendo refrescos y copas y las heladerías agotaron existencias. Al menos, por unas horas, el consumo se dinamizó un poco.
Hablabámos mi amiga y yo de todo esto, hasta que el tema futbol fue decayendo y nuestra conversación siguió otros caminos. Sin saber cómo, el caso es que mi amiga me comentó que ella se comunica con los objetos, con las cosas que hay en su casa. Hoy, por ejemplo, le había hablado una muñeca antigua que siempre ha estado sentada encima de un armario. De pronto, -se dijo mi amiga- esta muñeca tan preciosa, no puede estar en un lugar tan triste, merece estar en un lugar más aparente. El armario le parecía algo triste y solitario. Al fin y al cabo, estaba en un dormitorio y sólo se entraba allí para dormir. La colocaría en una vitrina. Ese era el lugar adecuado para la muñeca. La bajó del armario y la llevó a la sala principal de la casa. Abrió una de las puertas acristaladas de la vitrina y la colocó allí, sentada como estaba en el armario. Cerró la puerta y se quedó mirando satisfecha a la muñeca. De pronto, me dijo mi amiga, me pareció que la muñeca me hablaba. Escuché una vocecita que venía de su boquita de color rosa y me decía: "¿por qué me has colocado aquí? no me gusta este lugar tan cerrado, no me gusta, estaba mejor donde estaba, desde allí podía verlo todo mucho mejor, además me daba el aire cuando abrías la ventana, por favor, llevame donde estaba".
Escuché a mi amiga con atención sin sorprenderme demasiado pues los objetos, son en muchas ocasiones, testigos directos de nuestras cuitas. Forman parte de nuestra vida, incluso de nuestros pensamientos. Nadie como ellos, cuando detenemos la mirada sobre cualquier objeto o mueble, mientras reflexionamos sobre algo que nos inquieta, está siendo receptor de nuestros más íntimos pensamientos. Probablemente, aunque no nos percatemos de ello, se esté estableciendo un diálogo mudo entre el objeto y nosotros mismos.
No me extrañó nada que mi amiga tuviera la ilusión de que la muñeca le habló. Ella, además, es consciente del apego que siente por las cosas, de la propia casa, de su ciudad, del entorno, de la tierra. Ella, -me dice algunas veces- necesita volver otra vez a esas cosas, a esa casa donde se siente segura, a esa tierra. Volver para sentirse ella misma.
Mientras la escuchaba, yo pensaba que, al contrario que a ella, cuando viajo, no me importaría quedarme en cualquier lugar sin echar nada de menos, sin volver la vista atrás. La escuchaba y al tiempo reflexionaba sobre mis contradicciones. Por una parte me gusta sentirme de un lugar y por otra, me sentiría perfectamente en cualquier parte del mundo, adaptando otra vida, conociendo nuevos amigos, incluso aunque tuviera dificultades con el idioma. Me pregunto si esto que me ocurre forma parte de un espíritu aventurero que está latente dentro de mí y que las circunstancias no me han dejado desarrollar.
Lo que he comprendido con el paso de los años, es que no es bueno apegarse demasiado a las cosas, que nacemos libres y nos encadenamos. Que las personas, como las montañas, somos vulnerables y podemos cambiar, las personas por las emociones y las montañas por la erosión.
Mi amiga, volvió a colocar la muñeca sobre el armario.

6 de julio de 2010

Calor

Hace calor, un calor insoportable. Más de la mitad de la Península Ibérica está en alerta amarilla. Se dice que estar en alerta amarilla es cuando el calor entraña riesgo. Riesgo para los niños y para los ancianos. Hace mucho calor y yo me he refugiado en el embalse de mi pueblo, ese lugar de mi infancia donde mis ojos me enseñaron a observar el paisaje. Un paisaje gris en invierno y pardo en verano. La primavera, sin embargo, lo teñía todo de flores multicolores que se desparramaban entre las inmensas rocas de granito. Caminar en primavera me parecía caminar por un camino de cuento de hadas que me conducía al castillo de mis sueños, aquél castillo en el que un día yo sería nombrada princesa. De pequeña, yo quería ser princesa. Y soñaba con princesas. Más adelante soñaría con las nietas del General Franco. Las nietas del General eran los iconos de la moda, la belleza personificada en las revistas de colorines. Soñaba con ellas y me veía como ellas, entre lacayos y caballos, entre fiestas y desfiles de moda.

Ay que ver, que tontitas somos de pequeñas, la de cosas que queremos ser, sin darnos cuenta de que no hay nada más maravilloso que ser lo que se es, disfrutar con lo que se tiene y gozar de un paisaje único, telúrico y que me llena de energía como es mi propio pueblo, el lugar que me vio crecer, soñar y ser. Ser de un lugar, reconocer ese lugar, frecuentarlo y amarlo son el mejor patrimonio, la mejor herencia que pueden dejarnos.

Ayer hacía mucho calor pero yo estaba a cubierto, bajo las frondosas hojas de las parras de nuestra casa. Mi madre mucho más animada, con una vieja hoz, arrancaba hierbas y las iba amontonando. Después, entre las dos, recogimos los montones de hierba en grandes bolsas para llevarlas a los contenedores. A veces me llamaba para decirme que la ayudara a enganchar una rama de parra que caía demasiado. Había que enroscarla sobre las otras para que creciera en sentido horizontal. La mañana estaba serena y mi madre me dijo que era el momento de azufrar la parra para que, llegado el momento, los pájaros no se coman las uvas, aunque dice una de mis hermanas que tenemos que dejar a los pájaros que coman lo que quieran. El rato que duró el azufrado consiguió que mis ojos comenzaran a llorar y me dolieran durante todo el día. Fue al final de la tarde, cuando el sol se planta rojo en el horizonte, cuando las aguas del embalse parecen un remanso de plata, cuando yo me zambullo en ellas y dejo mi cuerpo sentir su caricia tibia. Es entonces cuando me siento niña y liviana, cuando siento que mi cuerpo se volatiliza y no lo siento. Mis ojos habían dejado de molestarme. Es entonces cuando vuelven los recuerdos, los primeros recuerdos, los días felices de mi infancia.
Los pájaros se alborotan entre las ramas de los árboles buscando acomodo para el descanso. A lo lejos se oye el tañido de la campana de la iglesia. Ahora también se oyen las campanadas del reloj del ayuntamiento. Y yo escucho el silencio. Y recupero la paz que se desperdiga de vez en cuándo.