24 de enero de 2010

Naturaleza

Hoy se levantó el día nublado. Ha llovido constantemente y el Duero desbordante. Pese al tiempo he ido con un grupo de amigos a Villardiegua de la Ribera, inmerso en el Sayago zamorano: encinas, rocas, mullido musgo acariciándolas, riachuelos trotones, puentecillos, cortinas rodeadas de ancestrales murallas de piedra. Y el sol, milagrosamente, deslumbrante. Ya no nos abandonó durante todo el día.

Han sido casi veinte kilómetros de campo a través, gozando, disfrutando de la naturaleza, contemplando el Duero, terroso, revuelto, pleno.

La comida sentados en el suelo, bocadillos, prendas de abrigo, mochila. Y el alma repleta de felicidad.

¿Qué tendrá la naturaleza que me hace tanto bien? Me tumbo sobre una roca y recibo en mi espalda su latido, un latido vigoroso de millones de año que me dice que ella es mi sustento, el aire que me permite vivir.

Recomendaba a un amigo, recientemente, un poco abatido por la vida, que debe salir al campo, encontrarse con la naturaleza, abrazar a los árboles como hizo el abuelo de Saramago cuando le llevaban a Lisboa y le separaban de su huerto. La corteza de los árboles es reparadora, consuela y hace que quién se abraza a ella se sienta feliz.

Olvidamos con demasiada frecuencia a nuestra madre naturaleza porque la cultura occidental no sabe valorarla ni respetarla.

Soy consciente de que, desde mi más tierna infancia, el campo me hacía mucho bien. Hacía que me sintiera especialmente ligera, mi cuerpo sin peso, flotante en el cosmos como una nube. Cuando niña no me daba cuenta, pero ahora sé que el contacto con la tierra era lo que más necesitaba.

Me acordé hoy, de la película Avatar, un canto a la vida, un canto a la belleza, un alegato contra la constante masacre que los países ricos hacen de las selvas, de los bosques, de la fauna. Un mensaje urgente para enseñar a que la vida no puede desarrollarse sin contar con nuestro Planeta, que éste sufre, llora, gime de dolor y, a veces, se rebela.

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